92

Bill contempló la colina bañada por la luz de la luna con la expresión cautelosa de quien no da crédito a sus ojos. Se llevó una mano al cuello inflamado y empezó a masajeárselo. Rosie ya distinguía los morados que habían comenzado a formarse en su piel.

La brisa de la noche le acarició la frente como una mano preocupada. Era suave, cálida, fragante, estival. Ni rastro de la humedad brumosa del lago situado al este de la ciudad.

—Rosie, ¿está sucediendo todo esto en realidad?

Antes de que Rosie pudiera pensar en la clase de respuesta que aquella pregunta merecía, una voz apremiante que conocía intervino.

—¡Mujer! ¡Eh, tú, mujer!

Era la señora de rojo, aunque ahora llevaba un vestido sencillo de color azul, creía Rosie; sin embargo, resultaba imposible asegurarlo a causa de la luz de la luna. «Wendy Yarrow» se hallaba a medio camino de la colina.

—¡Bájalo aquí! ¡No hay tiempo que perder! ¡Llegará en cualquier momento, y tienes cosas que hacer! ¡Cosas importantes!

Rosie seguía asiendo el brazo de Bill. Intentó tirar de él para que avanzase, pero Bill se resistió y miró a «Wendy» con expresión alarmada. Detras de ellos, con voz amortiguada pero espantosamente próxima, Norman rugió el nombre de Rosie. Bill dio un respingo, pero al menos dejó de resistirse.

—¿Quién es, Rosie? ¿Quién es esa mujer?

—No importa. Vamos.

Esta vez no se limitó a tirarle de la manga, sino que lo arrastró con movimientos frenéticos. Bill avanzó con ella, pero no habían dado más que una docena de pasos cuando se dobló sobre sí mismo y empezó a toser con tal intensidad que los ojos casi se le salieron de las órbitas. Rosie aprovechó la oportunidad para bajarse la cremallera de la cazadora que Bill le había prestado. Se despojó de la prenda y la arrojó a la hierba. Luego se quitó el jersey. Debajo llevaba una blusa sin mangas, de modo que se puso el brazalete. De inmediato la embargó una oleada de fuerza, y por lo que a ella respectaba, daba igual si se trataba de una sensación real o imaginaria. Miró por encima del hombro casi esperando ver a Norman persiguiéndola, pero no fue así, al menos de momento. Sólo vio el carro del poni, al propio poni, que pastaba impertérrito en la hierba alta y bañada por la luna, y el caballete que había visto en la primera ocasión. El cuadro había cambiado de nuevo. En primer lugar, la figura de espaldas ya no era una mujer, sino que parecía un demonio provisto de cuernos. Era un demonio, suponía Rosie, pero también era un hombre. Era Norman, y Rosie recordaba haber visto los cuernos sobresalir de su cabeza en el relámpago breve e intenso que había producido el disparo.

—Muchacha, ¿por qué eres tan lenta? ¡Muévete!

Rosie rodeó con el brazo izquierdo a Bill, cuyo ataque de tos había empezado a remitir, y lo ayudó a bajar hasta el lugar en que «Wendy» esperaba con impaciencia. Cuando llegó casi llevaba a Bill en brazos.

—¿Quién… eres? —preguntó Bill a la mujer negra cuando llegaron junto a ella, pero se interrumpió al sufrir un nuevo acceso.

«Wendy» hizo caso omiso de la pregunta y lo rodeó con el brazo para sostener el costado que siempre se zafaba de Rosie.

—He puesto el otro zat al otro lado del templo, así que no pasa nada…, ¡pero tenemos que darnos prisa! ¡No podemos perder ni un segundo!

—¡No sé de qué me hablas! —replicó Rosie, pero en algún rincón de su mente, creía saberlo—. ¿Qué es un zat?

—Déjate de preguntas —espetó la mujer negra—. Será mejor que nos demos prisa.

Sosteniendo a Bill entre ambas descendieron la colina en dirección al Templo del Toro (era impresionante el modo en que todo le volvía a la memoria, pensó Rosie). Sus sombras caminaban a su lado. El edificio se alzaba ante ellos…, de hecho, parecía observarlos, como si estuviera vivo y hambriento. Rosie se sintió profundamente agradecida cuando «Wendy» giró a la derecha para flanquear el templo.

Tras el templo, suspendido de una de las zarzas como si de un gancho de ropa se tratara, se hallaba, el zat de recambio. Rosie se lo quedó mirando trastornada, pero sin extrañeza. Era una túnica de color rojo violáceo, idéntica a la de la mujer de voz dulce y demente.

—Póntela —ordenó la mujer negra.

—No —replicó Rosie con voz débil—. No, me da miedo.

—¡VUELVE AQUÍ, ROSE!

Bill dio un respingo y miró atrás con los ojos abiertos de par en par, la piel más pálida que la luz de la luna, los labios temblorosos. Rosie también tenía miedo, pero percibió que la furia rodeaba el temor como un tiburón nada en círculos en torno a un bote naufragado. Se había aferrado a la esperanza de que Norman no pudiera seguirlos, de que el cuadro se hubiera cerrado tras ellos. Pero ahora sabía que no era así. Norman lo había encontrado y llegaría a aquel mundo en cualquier momento, si no había llegado ya.

—¡VUELVE, ZORRA!

—Póntelo —repitió la mujer.

—¿Por qué? —preguntó Rosie, aunque ya se estaba pasando la blusa por la cabeza—. ¿Por qué tengo que ponérmelo?

—Porque así lo quiere ella, y siempre consigue lo que quiere. —La mujer negra se volvió hacia Bill, que miraba a Rosie con fijeza—. Date la vuelta —le ordenó—. Puedes verla desnuda en tu mundo hasta que se te caigan los ojos por lo que a mí respecta, pero en el mío no. Así que te aconsejo que te des la vuelta.

—Rosie —dijo Bill en tono inseguro—. Es un sueño, ¿verdad?

—Sí —asintió ella, y en su voz se apreciaba una frialdad, una especie de cálculo espontáneo, que jamás había detectado—. Sí, es un sueño. Haz lo que te dice.

Bill se volvió con la brusquedad de un soldado hacia el sendero estrecho que conducía a la fachada del templo.

—Y quítate también ese arnés de tetas —indicó la mujer negra mientras señalaba con impaciencia el sujetador de Rosie—. No puedes llevar eso debajo del zat.

Rosie se desabrochó el sujetador y se lo quitó. A continuación se descalzó y se bajó los vaqueros. Permaneció un instante inmóvil, ataviada tan sólo con las bragas blancas y mirando a «Wendy» con expresión interrogante.

—Sí, eso también.

Rosie se bajó las bragas y cogió con cuidado el zat colgado del zarzal. La mujer negra se adelantó para ayudarla.

—Ya sé cómo ponérmelo, así que déjame en paz —espetó Rosie mientras se pasaba la prenda por la cabeza como si fuera una camisa.

«Wendy» se la quedó mirando con expresión calculadora, pero no avanzó cuando Rosie tuvo un pequeño problema con el tirante del zat. Una vez colocado, su hombro derecho quedó desnudo y el brazalete brillaba sobre el codo izquierdo. Se había convertido en el reflejo de la mujer del cuadro.

—Ya puedes mirar —indicó Rosie a Bill.

Bill se volvió hacia Rosie y la examinó de pies a cabeza, deteniéndose unos segundos en los pezones, que se dibujaban con claridad a través de la fina tela. A Rosie no le importó.

—Pareces otra persona —murmuró Bill por fin—. Tienes un aspecto peligroso.

—Así son las cosas en los sueños —replicó Rosie con aquella voz fría y calculadora.

Odiaba aquel tono…, pero al mismo tiempo le gustaba.

—¿Hace falta que te explique lo que tienes que hacer? —preguntó la mujer negra.

—No, por supuesto que no.

A continuación, Rosie alzó la voz, y el grito que brotó de sus entrañas fue musical y salvaje; no era su voz, era la voz de la otra…, pero también era su propia voz; lo era.

—¡Norman! —llamó—. ¡Norman, estoy aquí abajo!

—¡Por el amor de Dios, Rosie, no! —jadeó Bill—. ¿Te has vuelto loca?

Intentó asirle el hombro, pero Rosie se zafó de su mano con impaciencia al tiempo que le lanzaba una mirada de advertencia. Bill retrocedió un paso, al igual que había hecho «Wendy Yarrow».

—Es la única forma y es la forma correcta. Además… —Miró a «Wendy» con incertidumbre—. No tengo que hacer nada, ¿verdad?

—No —repuso la mujer del vestido azul—. La señora lo hará todo. Si intentas interponerte en su camino, aunque sólo sea para ayudarla, lo más probable es que te arrepientas. Lo único que tienes que hacer es lo que ese cabrón de allí arriba cree que hacen las mujeres.

—Atraerlo —murmuró Rosie, y en sus ojos se reflejaba la luz plateada de la luna.

—Exacto —asintió la otra—. Atraerlo hasta el camino. Hasta el jardín.

Rosie aspiró una bocanada de aire y volvió a llamarle; el brazalete le quemaba la piel con un fuego extraño e increíblemente dulce. Le gustaba el sonido de la voz que brotaba de su garganta, tan fuerte, tan parecido a su grito de guerra cuando jugaba a policías y ladrones, el grito de guerra que había empleado para que la niña rompiera a llorar de nuevo.

—¡Aquiiiiiiiiií, Normaaaaan!

Bill la miraba fijamente. Estaba asustado. A Rosie no le gustaba ver aquella expresión en su rostro, pero quería verla. Lo quería. Al fin y al cabo, era un hombre, ¿no? Y a veces los hombres tenían que aprender lo que significaba tener miedo a una mujer, ¿verdad? A veces eso constituía la única protección de una mujer.

—Y ahora vete. Yo me quedaré aquí con tu hombre. Aquí estaremos a salvo, porque el otro atravesará el templo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque siempre hacen lo mismo —replicó la mujer negra—. Recuerda lo que es.

—Un toro.

—Exacto, un toro. Y tú eres la muchacha que agita el sombrero de seda que lo atraerá. Pero recuerda que si te coge, no habrá nada que lo distraiga. Si te coge te matará. Eso está más claro que el agua. No hay nada que mi ama o yo podamos hacer para evitarlo. Quiere llenarse la boca con tu sangre.

Eso lo sé mejor que tú, pensó Rosie. Hace años que lo sé.

—No vayas, Rosie —suplicó Bill—. Quédate con nosotros.

—No.

Rosie lo empujó a un lado; una de las espinas de un zarzal le arañó el muslo, y el dolor le resultó tan dulce como el grito que había proferido. Incluso la sensación de la sangre al resbalarle por la piel le pareció dulce.

—Pequeña Rosie.

Rosie se volvió.

—Tienes que anticiparte a él al final. ¿Sabes por qué?

—Sí, claro que lo sé.

—¿A qué te referías con eso de que es un toro? —inquirió Bill.

Parecía preocupado y huraño…, pero Rosie no lo había amado nunca tanto como en aquel momento y creía que nunca lo amaría más. Su rostro aparecía tan pálido e indefenso…

Bill tosió de nuevo. Rosie le apoyó una mano en el brazo, temerosa de que Bill se apartara de ella, pero no lo hizo. Al menos de momento.

—Quédate aquí —le ordenó—. Quédate aquí y no te muevas.

Acto seguido se alejó a toda prisa. Bill captó un destello de luna en la túnica en el extremo más alejado del templo, donde el sendero parecía ensancharse, y luego la perdió de vista.

Al cabo de un instante, su grito volvió a elevarse en la noche, ligero y terrible a un tiempo.

—¡Norman, tienes un aspecto ridículo con esa máscara! —Una pausa y a continuación—: ¡Ya no me das miedo, Norman…!

—Dios mío, la va a matar —musitó Bill.

—Es posible —replicó la mujer del vestido azul—. Alguien va a morir esta noche, eso está más…

Se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos y brillantes, la cabeza ladeada.

—¿Qué es lo que o…?

La mujer alargó una mano y le tapó la boca. No se la apretó, pero Bill tenía la sensación de que podía hacerlo; aquella mano parecía estar repleta de muelles de acero. Una creencia espeluznante, casi una certeza, le cruzó la mente mientras aquella mano le oprimía los labios y los dedos le rozaban la mejilla: aquello no era un sueño. Por mucho que quisiera creer que lo era, no podía.

La mujer negra se puso de puntillas y se apretó con él como una amante, sin dejar de taparle la boca.

—Chist —le susurró al oído—. Ya viene.

Bill oyó el siseo de la hierba y el follaje, y a continuación jadeos pesados y sibilantes. Era un sonido que por lo general habría asociado a hombres mucho más corpulentos que Norman Daniels…, hombres que pesarían entre ciento cincuenta y ciento setenta y cinco kilos.

O con un animal enorme.

La mujer negra retiró lentamente la mano de la boca de Bill, y ambos permanecieron inmóviles mientras escuchaban la aproximación de aquella criatura. Bill rodeó a la mujer con un brazo, y ella hizo lo mismo con él. Norman… o la criatura en la que Norman se había convertido, no atravesaría el edificio a fin de cuentas. Norman… o aquella cosa tomaría el sendero y los vería. Patearía el suelo unos instantes, con la cabeza gacha, y luego se lanzaría hacia ellos por aquel sendero estrecho y sin esperanza, los arrollaría, los pisotearía, los devoraría.

—Chist… —susurró la mujer.

—¡Norman, imbécil…!

Flotando hacia ellos como humo, como la luz de la luna.

—¡Eres tan idiota!… ¿Realmente creías que me cogerías? ¡Toro estúpido!

Se oyó una carcajada estridente y burlona. El sonido hizo pensar a Bill en fibra de vidrio, pozos abiertos y habitaciones vacías a medianoche. Se estremeció y se le puso la piel de gallina.

En la fachada del templo se produjo un intervalo de silencio (roto tan sólo por una ráfaga de brisa que agitó un instante los zarzales como una mano que peinara una mata de cabello enredado), acompañado por el silencio en el lugar desde el que Rosie había llamado a Norman. En el cielo, el disco cremoso de la luna navegaba tras una nube, bordeando de plata su contorno. El firmamento estaba salpicado de estrellas, pero Bill no reconoció ninguna de las constelaciones que veía. Y entonces:

—¡Norrrrmannnnn!… ¿No quieres hablaaaar conmiiiigo?

—Oh, sí que quiero hablar contigo —repuso Norman Daniels.

Bill percibió que la mujer daba un respingo de sorpresa y el corazón le dio un vuelco terrible en el pecho. Aquella voz se hallaba a menos de veinte metros de distancia. Era como si Norman hubiera efectuado todos esos movimientos torpes adrede, permitiendo que adivinaran su avance y entonces, cuando lo que le convenía era el sigilo, había caminado con todo el sigilo del mundo.

—Quiero hablar contigo de cerca, puta de mierda.

La mujer negra se llevó un dedo a los labios para advertirle que guardara silencio, pero Bill no necesitaba advertencia alguna. Sus miradas se encontraron, y Bill comprobó que la mujer negra ya no estaba segura de que Norman cruzara el edificio.

El silencio empezaba a antojársele eterno. Incluso Rosie parecía estar esperando.

Y entonces, desde un poco más lejos, Norman volvió a hablar.

—Buh, hijo de puta —espetó—. ¿Qué haces tú aquí?

Bill miró a la mujer negra, pero ella meneó la cabeza para indicar que tampoco comprendía. De repente, Bill se dio cuenta de algo terrible: estaba a punto de sufrir otro acceso de tos. El cosquilleo palpitante en el paladar blando resultaba abrumador. Sepultó la boca en la cara interior del codo en un intento de contener la tos, consciente de la mirada preocupada que la mujer había clavado en él.

No podré aguantar mucho rato, se dijo. Por el amor de Dios, Norman, ¿por qué no te mueves? Antes bien que te has dado prisa.

—¡Norrrrmannn!

—¡Qué lento eres, joder, Norrrrmannn! —gritó Rosie como en respuesta a sus pensamientos.

—Zorra —replicó la voz espesa al otro lado del templo—. Zorra de mierda.

Zapatos crujiendo sobre fragmentos de piedra. Al cabo de un instante, Bill oyó el eco de pasos y se dio cuenta de que Norman estaba dentro del edificio que la mujer negra había llamado templo. Y también se dio cuenta de otra cosa: se le había pasado la necesidad de toser, al menos de momento.

Se acercó más a la mujer del vestido azul.

—¿Qué hacemos ahora? —le susurró al oído.

—Esperar —replicó ella, también en un susurro.