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Las cosas empezaron a ponerse realmente feas cuando la zorra derribó el perchero para bloquear la escalera. Norman tropezó con él, o al menos el abrigo de London Fog que tanto le gustaba tropezó con él. Uno de los ganchos de latón se enredó en un ojal, el truco más espectacular de la semana, y otro se le metió en el bolsillo como un carterista inepto que intentara birlarle la cartera. Un tercero se le clavó directamente en las maltrechas pelotas. Rugiendo y maldiciendo a Rose, Norman intentó lanzarse hacia delante y hacia arriba. El pegajoso y amenazador perchero se negó a soltarlo y ni siquiera pudo arrastrarlo tras de sí, porque una de las patas de latón se había enganchado en la barandilla como una auténtica ancla.

Tenía que subir, tenía que conseguirlo. No quería que Rose y el soplapollas de su amigo se encerraran en su cuchitril antes de que él los atrapara. No le cabía duda de que podía derribar la puerta si llegaba el caso, pues había derribado montones a lo largo de su carrera como policía, algunas muy duras, por cierto, pero el tiempo jugaba en su contra. No quería disparar a Rose, ya que eso sería demasiado rápido y, sobre todo, fácil para una tía como su Rose errante, pero si la situación no mejoraba un poco y en seguida, tal vez sería la única opción que le quedara. ¡Qué pena!

—¡Déjeme jugar, entrenador! —gritó el toro desde el bolsillo del abrigo—. ¡Estoy moreno, estoy en forma, estoy descansado, estoy preparado!

Sí, eso sí que era una buena idea, joder. Norman sacó la máscara del bolsillo y se la colocó sobre la cabeza, inhalando el olor a meados y goma. La verdad es que la combinación de fragancias no estaba nada mal; de hecho, era bastante agradable. Reconfortante, en cierto modo.

—¡Vva 'l doro! —exclamó al tiempo que se quitaba el abrigo.

Se lanzó hacia delante pistola en mano. El maldito perchero se quebró bajo su peso, pero no antes de intentar clavarle uno de los putos ganchos en la rodilla izquierda. Norman apenas si reparó en el dolor. Estaba sonriendo y entrechocando los dientes como un loco dentro de la máscara, encantado con el chasquido que producían, un sonido que le recordaba el choque de las bolas de billar.

—No te conviene jugar conmigo, Rose —advirtió mientras intentaba levantarse, aunque la rótula en que se le había clavado el gancho cedió por el esfuerzo—. Quédate quieta. Deja de intentar escapar. Sólo quiero hablar contigo.

Rose le gritó algo, palabras, palabras, palabras, palabras que no importaban. Norman siguió arrastrándose, avanzando con toda la rapidez y el sigilo posibles. Por fin percibió movimientos encima de él. Alargó el brazo, asió la pantorrilla izquierda de Rose y le clavó las uñas. ¡Qué sensación más agradable! ¡Te pillé!, pensó, triunfal. Te pille, sí, señora. Te…

El pie de Rose surgió de la oscuridad del modo más inesperado, acertándole en la nariz y rompiéndosela en un sitio nuevo. El dolor fue terrible, como si un enjambre de abejas africanas andara suelto en su cabeza. Rose se zafó de él, pero Norman apenas si se dio cuenta; estaba cayendo hacia atrás, intentando aferrarse a la barandilla, pero sin conseguir rozarla más que con los dedos. Cayó dando tumbos hasta el perchero, sosteniendo el arma con el dedo lejos del gatillo para no meterse una bala en el cuerpo…, y al paso que iban las cosas, tenía muchas posibilidades de que ocurriera precisamente eso. Permaneció tendido un instante, luego sacudió la cabeza para aclarársela y empezó a subir de nuevo.

Esta vez su mente no acabó de rebotar, no perdió por completo el conocimiento, pero no tenía ni la menor idea de lo que Rose y su amigo le habían gritado desde lo alto de la escalera o de lo que él les había contestado. Su nariz fracturada en múltiples puntos ocupaba el primer plano de una pantalla roja de dolor.

Se dio cuenta de que alguien más intentaba unirse a la fiesta, el típico espectador inocente, y el soplapollas del novio de Rosie le estaba advirtiendo que se mantuviera alejado. Lo bonito del asunto fue que aquellos gritos le indicaron la posición exacta del capullazo. Norman alargó el brazo y, en efecto, se topó con el capullazo. Rodeó el cuello del capullazo con las manos y empezó a estrangularlo otra vez. Esta vez tenía intención de terminar el trabajo, pero de repente sintió la mano de Rosie a un lado de la cara… sobre la piel de la máscara. Era como si lo acariciaran después de darle una inyección de novocaína.

Rosie. Rosie lo había tocado. Estaba allí. Por primera vez desde que se había marchado con la maldita tarjeta del cajero, Rosie estaba allí, y Norman perdió todo interés en su noviete. Le asió la mano, se la metió en la boca a través del orificio de la máscara y mordió con toda la fuerza de que fue capaz. El éxtasis fue inmenso. Pero…

Pero de repente sucedió algo. Algo malo. Algo espantoso. Tenía la sensación de que acababan de dislocarle la mandíbula. El dolor le subió por los costados de la cabeza en dardos de acero bruñido, concentrándose en la coronilla con un estallido. Profirió un grito y se apartó de ella, la zorra, oh, la muy zorra… ¿Qué la había convertido de una ratoncita previsible en aquel monstruo?

En aquel instante, el espectador inocente dijo algo, y Norman estaba casi seguro de que le había disparado. Había disparado a alguien; la gente que gritaba de aquel modo acababa de recibir un balazo o bien se había quemado. Y entonces, al volver el arma hacia Rose y el capullazo de su amigo, oyó un portazo. La muy zorra había conseguido encerrarse en su habitación a pesar de todo.

Por el momento, incluso aquello quedaba relegado a segundo término. La mandíbula había sustituido a la nariz como centro del dolor, al igual que la nariz había sustituido a la rodilla y los cojones. ¿Qué le había hecho Rose? La parte inferior del rostro se le antojaba no sólo abierta, sino extendida; los dientes parecían satélites flotando en el espacio a cierta distancia de su nariz.

No seas idiota, Normie, susurró su padre. Te ha dislocado la mandíbula, nada más. Ya sabes lo que tienes que hacer al respecto, ¡así que hazlo!

—¡Cierra el pico, maricón de mierda! —intentó gritar Norman, pero al tener el rostro dislocado, lo único que consiguió emitir fue una especie de «¡Hieg’l ico, aguicón e legda!».

Dejó caer el arma, cogió los lados de la máscara con los pulgares (no se la había calado del todo, lo que le facilitó un poco el trabajo), y luego presionó las palmas de las manos contra las puntas de la mandíbula. Era como tocar unos rodamientos que se hubieran salido de madre.

Se preparó para el dolor y deslizó las manos hacia abajo antes de volver a subirlas y empujar con fuerza. Sintió dolor, sí, señor, pero sobre todo porque en el primer momento sólo se le encajó un lado de la mandíbula, de modo que la cara le quedó torcida, como un cajón a medio cerrar.

Si tuerces el gesto de esa manera te quedarás así, Norman, gritó la voz de su madre dentro de su cabeza, aquella voz venenosa que recordaba con tanta claridad.

Norman volvió a empujar el lado derecho de su rostro. Esta vez oyó un chasquido en lo más profundo de su cabeza, al tiempo que la mitad derecha de la mandíbula se colocaba en su lugar. Toda la estructura se le antojaba extrañamente suelta, como si los tendones estuvieran tan distendidos que no pudieran regresar de momento a su longitud normal. Tenía la sensación de que, si bostezaba, la mandíbula se le caería hasta la cintura.

La máscara, Normie, susurró su padre. La máscara te ayudará si te la pones bien.

—Eso —corroboró el toro.

Hablaba con voz amortiguada porque estaba arrugada a los lados del rostro de Norman, pero no le costó entender lo que decía.

Se la caló con cuidado hasta la parte inferior de la mandíbula, y en efecto, resultó; la máscara parecía sostenerle el rostro como un sujetador deportivo.

—Sí, señor —dijo 'l doro—. Soy como un bozal.

Norman respiró profundamente mientras intentaba ponerse en pie y se guardaba la 45 en la cinturilla de los pantalones. No pasa nada, pensó. Aquí no hay más que chicos. Las tías no pueden entrar. Tenía la impresión de que incluso veía mejor a través de los orificios de los ojos de la máscara, como si mirar por ellos le aguzara la vista. Sin lugar a dudas, no era más que fruto de su imaginación, pero realmente tenía esa sensación y le resultaba muy agradable. Tranquilizadora.

Se apretó contra la pared antes de abalanzarse sobre la puerta tras la que se ocultaban Rose y el capullazo de su novio. Su mandíbula se agitó pese a la ceñida sujeción de la máscara, pero aun así volvió a cargar con la misma fuerza y sin vacilación alguna. La puerta tembló en su estructura, y una astilla larga de metal se desprendió del panel superior.

De repente deseó que Harley Bissington estuviera con él. Entre los dos podrían haber derribado la puerta de un solo golpe, y podría haber dejado que Harley se ocupara de su mujer mientras él, Norman, se encargaba de su novio. Tirarse a Rose había sido uno de los grandes deseos ocultos de Harley, un deseo que Norman no comprendía, pero que había leído en los ojos del hombre cada vez que iba a su casa.

Volvió a cargar contra la puerta.

Al sexto golpe (o tal vez al séptimo; había perdido la cuenta), la cerradura se desprendió, y Norman entró catapultado en la habitación. Rose estaba ahí, ambos estaban ahí, tenían que estar, pero de momento no vio a ninguno de los dos. El sudor le escocía los ojos y le nublaba la visión. La habitación parecía desierta, pero no podía ser. No habían saltado por la ventana, porque estaba cerrada con pestillo.

Atravesó la habitación corriendo a la luz opaca procedente de las farolas envueltas en niebla, volviendo la cabeza a un lado y a otro mientras los cuernos de Ferdinand oscilaban en el aire. ¿Dónde estaba? ¡La muy zorra! ¿Dónde podía haber ido, por el amor de Dios?

En el otro extremo de la habitación vio una puerta abierta y la tapa cerrada de un inodoro. Se dirigió hacia allí a toda prisa y encontró el cuarto de baño. Vacío. A menos…

Sacó la pistola y efectuó dos disparos a través de la cortina de la ducha, realizando dos orificios sorprendidos en el vinilo estampado de flores. La retiró. La bañera estaba vacía. Las balas habían destrozado un par de azulejos; ése era el balance de daños. Pero quizá daba igual. Al fin y al cabo, no quería acabar con ella a tiros.

No, pero ¿dónde estaba?

Norman regresó a la habitación, cayó de rodillas (haciendo una mueca de dolor, aunque en realidad no sintió dolor alguno) y barrió el espacio debajo de la cama con el cañón del revólver. Nada. Asestó un puñetazo de frustración al suelo.

Se acercó de nuevo a la ventana a pesar de lo que había visto en ella; se acercó porque la ventana era lo único que quedaba…, o al menos eso creía hasta que vio la luz, una luz brillante, luz de luna, al parecer, procedente de otra puerta abierta por la que había pasado al caer en el interior de la habitación.

¿Luz de luna? ¿Es eso lo que crees estar viendo? ¿Estás chalado, Normie? No sé si te acuerdas, pero afuera hay una niebla de mil pares, hijo mío. Niebla. Y aunque hubiera la luna llena más llena del siglo, eso es un armario. El armario de una habitación del primer piso, para ser exactos.

Era posible, pero había llegado a creer que su padre, ese tipo sudoroso, de cabello grasiento, sobón y chupapollas no lo sabía automáticamente todo acerca de todo. Norman sabía que esa luz de luna saliendo de un armario del primer piso no tenía demasiado sentido…, pero la estaba viendo con sus propios ojos.

Se acercó despacio a la puerta, con la pistola colgando de la mano, y se detuvo en medio de la luz. A través de los orificios de la máscara (aunque ahora tenía la sensación de que sus dos ojos miraban por un solo orificio), se quedó mirando el armario.

El mueble tenía ganchos clavados en las paredes laterales de madera, así como perchas vacías colgadas de la barra metálica instalada a lo largo, pero la pared del fondo había desaparecido. En su lugar se veía una colina iluminada por la luna y cubierta de hierba alta. Norman distinguió numerosas luciérnagas formando líneas irregulares de luz en un paisaje de árboles borroso y oscuro. Las nubes que se deslizaban por el cielo parecían lámparas cuando se colocaban delante de la luna, que no era llena pero se acercaba. Al pie de la colina se veía una especie de ruina. A Norman le parecía una mansión sureña derruida o tal vez los vestigios de una iglesia abandonada.

Me he vuelto completamente loco, pensó. O esto o Rose me ha dejado fuera de combate y esto es una especie de sueño chalado.

No, eso no lo aceptaba. No quería aceptarlo.

—¡VUELVE AQUÍ, ROSE! —gritó al interior del armario…, que hablando en términos estrictos, ya no era un armario—. ¡VUELVE, ZORRA!

Nada. Sólo aquella vista tan increíble… y una brisa suave que le llevaba la fragancia de la hierba y las flores para demostrarle que no se trataba de una ilusión óptica perfecta.

Y algo más: el sonido de los grillos.

—Me robaste la tarjeta del cajero, zorra —murmuró Norman.

Alzó la mano y se aferró a uno de los ganchos colgados de la pared; parecía un pasajero del metro. Ante él se extendía un mundo extraño e iluminado por la luna, pero cualquier temor que hubiera podido sentir se había trocado en furia.

—Me robaste la tarjeta, y quiero hablar contigo de eso. Hablar… contigo… de cerca.

Entró en el armario y se agachó para pasar por debajo de la barra, derribando de paso unas cuantas perchas. Permaneció inmóvil unos instantes, contemplando aquel otro mundo que se abría ante él.

Luego echó a andar.

Tuvo la sensación de bajar un poquito, como cuando uno va a esas casas viejas donde el parquet de las distintas habitaciones ya no encaja, pero por lo demás no notó nada extraño. Avanzó un solo paso y dejó de pisar madera; ya no estaba en una habitación del primer piso, sino envuelto en la hierba y la brisa fragante que le acariciaba el rostro, se le colaba por el orificio de la máscara (sí, ya sólo había uno; no sabía cómo podía ser, pero después del paso que acababa de dar, lo cierto era que no le extrañaba demasiado) y le refrescaba la piel amoratada y sudorosa. Asió los lados de la máscara con la intención de quitársela y permitir que todo su rostro disfrutara de aquella brisa, pero la máscara no se movió. No se movió ni un ápice.