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Subió los dos primeros peldaños tirando de Bill, que intentaba pedalear para ayudar; tal vez incluso ayudaba, al menos un poco. Al alcanzar el segundo escalón, Rosie extendió la mano izquierda y derribó el perchero sobre la escalera para bloquearla. Cuando Norman chocó contra él y empezó a mascullar juramentos, Rosie soltó a Bill, que se dobló, pero sin caer al suelo. Seguía teniendo arcadas, y Rosie notó que aún intentaba recobrar el aliento, lograr que su conducto respiratorio volviera a funcionar.

—Aguanta —murmuró—. Aguanta un poco, Bill.

Subió dos peldaños más y bajó por el otro lado de él para poder usar el brazo izquierdo. Si tenía que subirlo por la escalera necesitaría todo el poder del brazalete de oro. Deslizó el brazo en torno a la cintura de Bill y de repente le resultó muy fácil tirar de él. Empezó a subir con él, respirando con dificultad e inclinada hacia la derecha, como si intentara contrarrestar un gran peso, pero sin jadear ni doblar las rodillas. Tenía la sensación de que podría subir con él por una escalera de mano enorme si hacía falta. De vez en cuando, Bill apoyaba un pie en el suelo y empujaba en un intento de ayudar, pero por lo general, sus piernas se deslizaban inertes sobre los peldaños enmoquetados de la escalera. Cuando llegaron al décimo escalón, a la mitad, según los cálculos de Rosie, empezó a ayudar un poco más. Eso estaba bien, porque desde abajo les llegó un crujido de astillas cuando los ciento diez kilos de Norman aplastaron el perchero. Rosie lo oyó dirigirse hacia ellos, pero no corriendo, al menos eso era lo que creía, sino a gatas.

—No te conviene jugar conmigo, Rose —jadeó.

¿A qué distancia? Rosie no lo sabía, y aunque el perchero le había cortado el paso durante unos instantes, Norman no estaba arrastrando a un hombre herido y medio inconsciente.

—Quédate quieta. Deja de intentar escapar. Sólo quiero hablar conti…

—¡No te acerques!

Dieciséis… diecisiete… dieciocho. La luz tampoco funcionaba en el primer piso, y puesto que el rellano carecía de ventanas, estaba más oscuro que la boca del lobo. Rosie dio un traspié cuando el pie que buscaba el decimonoveno escalón no tocó más que aire. Al parecer, sólo había dieciocho peldaños en el rellano. Qué maravilla. Habían conseguido llegar a lo alto de la escalera antes que Norman. Al menos habían conseguido eso.

—¡No te acerques, Nor…!

En aquel instante se le ocurrió una idea tan terrible que la dejó paralizada. Se tragó la última sílaba del nombre de su marido como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.

¿Dónde estaban sus llaves? ¿Las había dejado en la cerradura del portal?

Soltó a Bill para poder rebuscar en el bolsillo izquierdo de la cazadora que le había dejado, y en aquel momento, la mano de Norman se cerró suave y persuasivamente sobre su pantorrilla, como la cola de una serpiente que aplasta a su presa en lugar de inyectarle su veneno. Sin pensar en lo que hacía, Rosie le propinó una patada con el otro pie. La suela de su zapatilla se estrelló de lleno contra la nariz ya maltrecha de Norman, quien profirió un aullido repugnante de dolor. El aullido dio paso a un chillido de sorpresa cuando buscó la barandilla, no la encontró y cayó de espaldas por la escalera oscura. Rosie oyó dos golpes cuando Norman dio dos saltos mortales antes de desplomarse.

¡Espero que te rompas el cuello!, pensó Rosie en el momento en que su mano se cerraba en torno a la silueta redonda y tranquilizadora del llavero. Se las había guardado en el bolsillo a fin de cuentas, gracias a Dios, gracias a todos los ángeles del Reino de los Cielos. Espero que te rompas el cuello, que todo termine aquí mismo, en la oscuridad, que te rompas el puto cuello, te mueras y me dejes en paz.

Pero no. Ya lo oía moverse allá abajo, maldiciéndola mientras empezaba a arrastrarse de nuevo escalera arriba, insultándola con todos sus calificativos característicos, guarra, bollera, puta, zorra, cada vez más cerca.

—Puedo caminar —dijo Bill de repente con voz débil y estrangulada, aunque Rosie dio gracias al cielo por escucharla—. Puedo caminar, Rosie. Vamos a tu habitación. Ese cabrón chalado se acerca otra vez.

Bill empezó a toser. Debajo de ellos, pero no mucho, Norman se echó a reír.

—Correcto, amiguito. Ese cabrón chalado se acerca otra vez. El cabrón chalado te va a arrancar los ojos y te los hará comer. Me pregunto a qué sabrán.

—¡NO TE ACERQUES, NORMAN! —chilló Rosie mientras empujaba a Bill por el pasillo oscuro.

Todavía tenía el brazo izquierdo alrededor de la cintura y deslizaba el derecho por la pared en busca de su puerta. Su mano izquierda estaba cerrada en un puño contra el costado de Bill, y en él sostenía las únicas tres llaves que había acumulado en su nueva vida, la del portal, la de su estudio y la del buzón.

—¡NO TE ACERQUES TE LO ADVIERTO!

Y desde la oscuridad que se alzaba a sus espaldas, aún desde la escalera pero muy cerca del rellano, le llegó el colmo de la absurdidad:

—¡NO TE ATREVAS A ADVERTIRME NADA, ZORRA!

La pared se convirtió en una puerta que debía de ser la suya. Soltó a Bill, cogió la llave que la abría (a diferencia de la llave del portal, la de su habitación era de cabeza cuadrada) y buscó en la cerradura. Ya no oía a Norman. ¿Estaba en la escalera? ¿En el vestíbulo? ¿Justo detrás de ellos, alargando los brazos en dirección a los sonidos ahogados que emitía Bill? Encontró la cerradura, oprimió el dedo índice contra la ranura vertical e introdujo la llave. Percibió que la punta entraba, pero se negaba a introducirse del todo. Sintió que el pánico empezaba a roerla como una rata.

—¡No entra! —exclamó—. ¡Es la llave correcta, pero no entra!

—Gírala. Seguramente la tienes al revés.

—¿Qué pasa allí abajo? —preguntó una voz nueva que procedía de algún piso superior, probablemente del tercero, y fue seguida del chasquido del interruptor de la luz—. ¿Y por qué no funciona la luz?

—¡No se…! —gritó Bill antes de sufrir otro acceso de tos; carraspeó de un modo terrible en un intento de seguir hablando—. ¡No se mueva! ¡No baje! ¡Llame a la po…!

—¡Yo soy la policía, gilipollas! —murmuró una voz extrañamente amortiguada justo a su espalda.

Se oyó un gruñido grave y espeso, un sonido ansioso y satisfecho a un tiempo. Bill se separó de Rosie en el momento en que ella conseguía por fin introducir la llave en la cerradura.

—¡No! —gritó extendiendo la mano izquierda; el brazalete le quemaba más que nunca—. ¡No, déjale en paz! ¡DÉJALE EN PAZ!

Asió el cuero liso de la cazadora de Bill, pero se le escurrió entre los dedos. Aquellos terribles sonidos ahogados, los sonidos de alguien al que le están llenando la garganta de arena, empezaron de nuevo. Norman se echó a reír. Otro sonido amortiguado. Rosie avanzó hacia él con los brazos extendidos. Rozó el hombro de la cazadora de Bill, levantó un poco la mano y tocó algo espantoso que parecía carne muerta pero al mismo tiempo estaba vivo. Estaba lleno de bultos…, parecía goma…

Goma.

Lleva una máscara, pensó Rosie. Algún tipo de máscara.

En aquel instante, algo tiró de su mano y la arrastró hasta una humedad que Rosie identificó como la boca de Norman justo antes de que sus dientes se le clavaran en los dedos hasta el hueso.

El dolor fue horrendo, pero por una vez, Rosie no reaccionó ante él con temor e impotencia, con el impulso de ceder, de permitir que Norman se saliera con la suya como siempre hacía, sino con una rabia tan inmensa que se le antojó locura. En lugar de intentar librarse de sus dientes despiadados, Rosie dobló los dedos por el segundo nudillo y apretó las yemas contra la cara interior de las encías de Norman. A continuación tiró hacia la barbilla con su mano sobrenaturalmente fuerte.

Bajo la mano percibió un extraño crujido, como una tabla a punto de quebrarse bajo el peso de una rodilla. Rosie notó que Norman daba un respingo y emitía un aullido consistente tan sólo en vocales, una suerte de Aaaaooouuuu, y entonces la parte inferior de su rostro se adelantó como un cajón al abrirse, dislocándose al desprenderse de las bisagras de la mandíbula. Norman profirió un chillido agónico, y Rosie retiró los dedos ensangrentados mientras pensaba: Eso es lo que te pasa por morder, hijo de puta. Venga, inténtalo ahora.

Lo oyó tambalearse hacia atrás, siguiendo su evolución por los gritos y el susurro de su camisa deslizándose a lo largo de la pared. Ahora usará la pistola, pensó mientras se volvía hacia Bill. Estaba apoyado contra la pared, una silueta aún más oscura en la oscuridad, tosiendo de nuevo como un condenado.

—Eh, chicos, ya basta de bromas.

Era el hombre de arriba, que hablaba con voz petulante, aunque ahora parecía estar en el primer piso, en el otro extremo del pasillo, y el corazón de Rosie se llenó de una terrible premonición mientras hacía girar la llave en la cerradura y abría la puerta de golpe. No parecía ella misma cuando gritó; parecía la otra.

—¡Fuera de aquí, estúpido! ¡Le matará! ¡No…!

Un disparo. Rosie estaba mirando hacia la izquierda y tuvo una visión de pesadilla de Norman, que estaba sentado en el suelo con las piernas dobladas debajo del cuerpo. No tuvo tiempo de reconocer lo que llevaba en la cabeza, pero de todos modos sabía lo que era: la máscara de un toro sonriendo con aire insípido. Un círculo de sangre, su sangre, rodeaba la boca. Rosie vio los ojos atormentados de Norman observándola, los ojos de un cavernícola a punto de enzarzarse en una batalla definitiva, cataclísmica.

El inquilino del piso de arriba gritó mientras Rosie tiraba de Bill para meterlo en la habitación y cerrar la puerta tras ella. El estudio estaba envuelto en sombras, y la niebla había amortiguado el brillo de las farolas, que por lo general proyectaban una barra de luz en el suelo, pero el lugar se le antojó diáfano en comparación con el vestíbulo, la escalera y el rellano.

Lo primero que vio fue el brazalete, que relucía con suavidad en la penumbra. Yacía sobre la mesita de noche, junto al pie de la lámpara.

Lo he hecho sola, pensó tan asombrada que casi se sentía como una estúpida. Lo he hecho sola; creer que lo llevaba ha bastado para…

Por supuesto, repuso otra voz, la de la señora Práctica-Sensata. Por supuesto que ha bastado, porque ese brazalete nunca ha tenido poder alguno; el poder siempre lo ha tenido ella, el poder siempre lo ha tenido…

No, no. No seguiría por ese camino, de ningún modo. Y en aquel momento se distrajo, porque Norman golpeó la puerta con la fuerza de un tren de mercancías. La madera barata se astilló bajo su peso; las bisagras crujieron. A lo lejos, el vecino de arriba, un hombre al que Rosie no conocía, empezó a chillar.

¡Deprisa, Rosie, deprisa! Ya sabes lo que tienes que hacer, adónde tienes que…

—Rosie…, llama…, tenemos que llamar…

Bill empezó a toser de nuevo, con tal intensidad que no pudo continuar. De todas formas, Rosie no tenía tiempo para escuchar tonterías. Tal vez más tarde sus ideas resultarían acertadas, pero de momento, lo más probable era que si las seguían acabaran muertos. En aquel momento, su trabajo consistía en cuidar de Bill, protegerlo…, y eso significaba llevarlo a un lugar seguro. Donde ambos pudieran estar a salvo.

Rosie abrió la puerta del armario con la esperanza de ver que lo llenaba aquel otro mundo tan extraño, al igual que había llenado su habitación cuando había despertado por el sonido del trueno. Del armario surgiría la luz del sol, deslumbrando sus ojos acostumbrados a la penumbra…

Pero no era más que un armario pequeño, polvoriento y vacío, pues Rosie llevaba las dos únicas prendas que había guardado en él, el jersey y los deportivos. Oh, sí, el cuadro estaba allí, apoyado contra la pared donde lo había dejado, pero no había crecido ni cambiado, no se había abierto o lo que fuera que había hecho la otra vez. No era más que un cuadro con el marco roto, la clase de pintura mediocre que podía encontrarse en el fondo de una tienda de curiosidades, en un mercadillo o en una casa de empeños. Nada más.

Afuera, en el pasillo, Norman se abalanzó de nuevo sobre la puerta. El crujido fue más fuerte esta vez, y una astilla larga se desprendió de la hoja antes de caer al suelo. Unos cuantos golpes más bastarían; quizás incluso dos o tres. Las puertas de los bloques de pisos baratos no estaban construidas para resistir la demencia.

—¡Era más que un maldito cuadro! —gritó Rosie—. ¡Estaba destinado a mí y era más que un maldito cuadro! ¡Era la puerta a otra mundo! ¡Lo sé porque tengo el brazalete!

Volvió la cabeza, se quedó mirando el brazalete y a continuación cruzó la estancia para cogerlo. Se le antojó más pesado que nunca. Y caliente.

—Rosie —farfulló Bill.

Apenas lo distinguía en la penumbra, una silueta con las manos sobre el cuello. Rosie creyó ver sangre en su boca.

—Rosie, tenemos que llamar a…

Se interrumpió para proferir un grito cuando un luz brillante bañó la habitación…, sólo que no era el sol brumoso de verano que Rosie había esperado. Era la luz de la luna, que manaba de la puerta abierta del armario y se extendía por el suelo. Rosie se acercó a Bill con el brazalete en la mano y miró el interior del armario. En lugar de la pared posterior vio la cima de la colina, la hierba alta que ondeaba a la brisa suave e intermitente de la noche, las líneas lívidas y las columnas del tiempo reluciendo en la oscuridad. Y sobre la escena se alzaba la luna, una brillante moneda de plata que cabalgaba por el cielo entre violeta y negro.

Rosie pensó en la zorra madre que había visto por la mañana, hacía mil años, contemplando aquella luna. La zorra alzando la cabeza mientras sus cachorros dormían en el hueco del tronco caído, contemplando la luz con pasión en sus ojos negros.

Bill parecía confuso. La luz se reflejaba en su piel como plata dorada.

—Rosie —susurró con voz débil y preocupada.

Siguió moviendo los labios, pero de su boca no brotó sonido alguno.

—Vamos, Bill, tenemos que irnos —instó Rosie mientras le asía el brazo.

—¿Qué está pasando?

Resultaba conmovedor contemplar el dolor y la confusión que lo embargaban. La expresión de su rostro le provocó sentimientos extraños y contradictorios: por un lado, impaciencia por la lentitud y pesadez de sus reacciones, y por otro un amor fiero, no exactamente maternal, que se le antojó como una llama en su mente. Lo protegería. Sí. Sí. Lo protegería hasta la muerte si hacía falta.

—No importa —replicó—. Confía en mí, igual que yo he confiado en ti cuando íbamos en moto. Confía en mí y ven. ¡Tenemos que irnos ahora mismo!

Lo empujó con la mano derecha. El brazalete pendía de la Izquierda como una rosquilla dorada. Bill se resistió un instante, y en aquel momento, Norman profirió un grito y cargó de nuevo contra la puerta. Con un chillido de terror y furia, Rosie asió a Bill con más fuerza. Lo empujó al interior del armario y al mundo iluminado por la luz de la luna que se abría más allá de la pared del fondo.