La ciudad grande más cercana hacia al oeste se hallaba a tan sólo cuatrocientos kilómetros de distancia, y a Rosie le parecía demasiado poco. Optó por otra ciudad aún más grande y situada a mil doscientos kilómetros de allí. Era una ciudad construida a la orilla de un lago, como ésta, pero en la siguiente zona horaria. Media hora más tarde salía un Continental Express hacia allí. Se dirigió hacia la hilera de taquillas y se puso a la cola. El corazón le latía con violencia en el pecho, y tenía la boca seca. Justo antes de que la persona que iba delante suyo terminara de comprar el billete y se apartara de la taquilla, Rosie se llevó el dorso de la mano a la boca y ahogó un eructo que ardía y sabía al café que se había tomado por la mañana.
No te atrevas a usar ninguna de las dos versiones de tu nombre aquí, se advirtió. Si te preguntan el nombre tendrás que darles otro.
—¿En qué puedo servirla, señora? —preguntó el empleado, observándola por encima de unas gafas colocadas en precario equilibrio sobre la nariz.
—Angela Flyte —repuso Rosie.
Era el nombre de su mejor amiga del instituto, la última amiga que realmente había tenido. En el instituto de Aubreyville, Rosie había salido con el chico que se había casado con ella una semana después de la graduación, y junto habían creado un país de dos…, cuyas fronteras solían permanecer cerradas a los turistas.
—¿Cómo dice, señora?
Rosie se dio cuenta de que había indicado un nombre en lugar de un lugar, y de lo extraño (este hombre debe de estar mirándome las muñecas y el cuello para ver si tengo marcas de la camisa de fuerza) que debía de haber sonado. Se ruborizó por la confusión y la vergüenza, haciendo un esfuerzo para pensar con claridad, para ordenar de algún modo sus pensamientos.
—Lo siento —se disculpó.
De repente tuvo una premonición tétrica; fuera lo que fuese lo que le deparaba el futuro, aquella frase sencilla y arrepentida la seguiría como una lata atada a la cola de un perro callejero. Durante catorce años había habido una puerta cerrada entre ella y la mayor parte del mundo, y en aquel momento se sentía como un ratón aterrorizado que no encuentra su grieta en los tablones del suelo de la cocina.
El empleado seguía mirándola, y los ojos que asomaban por encima de las gafas se habían tornado bastante impacientes.
—¿Puedo hacer algo por usted o no, señora?
—Sí, por favor. Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos?
—Oh, me parece que unos cuarenta. ¿Ida o ida y vuelta?
—Ida —repuso Rosie y sintió el calor de un nuevo rubor al comprender la enormidad de lo que acababa de decir. Intentó sonreír y lo repitió con voz algo más firme—: Ida, por favor.
—Serán cincuenta y nueve dólares y setenta centavos.
Rosie sintió que las rodillas se le doblaban de alivio. Había esperado un precio mucho más alto, incluso se había preparado para la posibilidad de que el empleado le cobrara la mayor parte de lo que tenía.
—Gracias.
El empleado debió de oír el tono de gratitud sincera en su voz, porque alzó la vista del impreso que había cogido y le sonrió.
—Ha sido un placer —repuso—. ¿Lleva equipaje, señora?
—No…, no llevo equipaje.
De repente sintió miedo de la mirada del empleado. Intentó inventar una explicación…; sin duda, al hombre le parecería sospechoso que una mujer sola viajara a una ciudad lejana sin más equipaje que el bolso, pero de sus labios no brotó explicación alguna. Y entonces comprendió que no importaba. El hombre no sospechaba, ni siquiera sentía curiosidad. Se limitó a asentir y a rellenar el billete de Rosie. De repente se le encendió una luz desagradable: no constituía una novedad en Portside. Aquel hombre veía a mujeres como ella cada dos por tres, mujeres que se ocultaban tras gafas de sol, mujeres que compraban billetes para otras zonas horarias, mujeres que tenían aspecto de haber olvidado por el camino quiénes eran, qué creían estar haciendo y por qué.