88

La mente de Norman rebotó de nuevo mientras estaba sin camisa ante el fregadero de la cocina de Hijas y Hermanas, limpiándose la sangre fresca de la cara y el pecho. El sol casi tocaba el horizonte como una bola de fuego anaranjada cuando había levantado la cabeza y alargado el brazo para coger una toalla. La tocó y entonces, sin transición alguna, en menos que canta un gallo, estaba al aire libre y era de noche. Volvía a llevar la gorra de los White Sox, así como un abrigo de London Fog. Dios sabía de dónde lo habría sacado, pero resultaba muy apropiado, porque una niebla espesa se estaba extendiendo sobre la ciudad. Deslizó una mano sobre el tejido caro e impermeable del abrigo, y el tacto le gustó. Era una prenda elegante. De nuevo intentó recordar de dónde lo había sacado, pero no lo consiguió. ¿Había matado a alguien más? Era posible, amigos y vecinos, era posible; cualquier cosa era posible cuando uno iba de vacaciones.

Observó Trenton Street y vio un coche patrulla, lo que en su comisaría llamaban un coche Charlie-David, hundido hasta los tapacubos en la niebla a medio camino del siguiente cruce. Introdujo la mano en el bolsillo izquierdo del abrigo, un abrigo realmente bonito, alguien tenía pero que muy buen gusto, y rozó un objeto arrugado de goma. Esbozó una sonrisa feliz, como si acabara de estrechar la mano a un viejo amigo.

—'l doro —susurró—. El toro grande.

Se llevó la mano al otro bolsillo sin saber qué encontraría, sólo que sería algo que necesitaba.

Se pinchó la yema del dedo corazón con algo e hizo una mueca antes de sacar el objeto. Era el abrecartas cromado que había cogido de la mesa de Maude.

¡Cómo ha gritado!, pensó mientras hacía girar el abrecartas en su mano para que la luz de la farola se deslizara por su hoja de metal como líquido blanco. Sí, había gritado…, pero al final había parado. Al final, las tías siempre dejaban de gritar, qué alivio.

Entretanto tenía que resolver un problema gravísimo. Habría dos, ni más ni menos que dos policías en el coche aparcado ahí delante. Irían armados con pistolas, mientras que él sólo contaba con un abrecartas cromado. Tenía que sacarlos de allí con el mayor sigilo posible. Un problema bastante gordo que no sabía cómo resolver.

—Norm —susurró una voz procedente del bolsillo izquierdo.

Norman metió la mano en el bolsillo y sacó la máscara. Las cuencas de sus ojos vacíos lo miraron con la máxima atención, y una vez más, la sonrisa se le antojó una mueca sabia y maliciosa. A la luz de las farolas, las guirnaldas de flores que decoraban los cuernos parecían coágulos de sangre.

—¿Qué? —repuso en un murmullo conspiratorio—. ¿Qué pasa?

—Tienes que sufrir un infarto —susurró 'l doro.

De modo que eso es lo que hizo. Avanzó lentamente por la acera hacia el coche patrulla, aflojando el paso a medida que se acercaba. Procuró mantener la mirada fija en el suelo y observar el coche por el rabillo del ojo. Los policías ya lo habrían visto por muy ineptos que fueran (tenían que haberlo visto, porque era la única cosa que se movía en aquella calle), y lo que Norman quería que vieran era un hombre mirándose los pies, un hombre al que le costaba caminar. Un hombre que estaba borracho o tenía algún problema.

Tenía la mano derecha metida en el abrigo y se masajeaba el lado izquierdo del pecho. Percibía la hoja del abrecartas que sostenía en aquella mano, así como los pequeños agujeros que le estaba abriendo en la camisa. Cuando se hallaba más cerca de su objetivo dio un traspié entre moderado y espectacular, y a continuación se detuvo. Permaneció totalmente inmóvil con la cabeza gacha mientras contaba hasta cinco sin permitir que su cuerpo oscilara en lo más mínimo. La primera suposición de los policías, es decir, que el borrachín de turno se dirigía lentamente hacia casa después de pasar unas cuantas horas en el bareto, debía de estar dando paso a otras posibilidades. Pero Norman quería que vinieran a él. Se acercaría a ellos si no le quedaba otro remedio, pero en tal caso, lo más probable era que lo redujeran.

Avanzó otros tres pasos, pero no en dirección al coche patrulla, sino al portal más próximo. Se aferró a la barandilla de hierro frío y cubierto de niebla que flanqueaba la escalinata de entrada y se detuvo jadeante, con la mirada baja, esperando tener el aspecto de un hombre que estaba sufriendo un infarto y no de un tipo con un instrumento letal escondido en el abrigo.

Cuando ya empezaba a pensar que había cometido un grave error, oyó más que vio que las puertas del coche patrulla se abrían, y acto seguido escuchó un sonido aún más agradable: unos pasos que se acercaban a él a toda prisa. Vaya, vaya, la policía, pensó al tiempo que se arriesgaba a echar un vistazo. Tenía que correr el riesgo, saber a qué distancia se hallaban el uno del otro. Si no estaban muy juntos, tendría que fingir una caída…, y eso encerraba un peligro irónico, porque lo más probable era que uno de ellos regresara corriendo al coche patrulla para llamara una ambulancia.

Eran el típico equipo Charlie-David, un veterano y un muchacho recién salido del cascarón. A Norman, el novato le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiera visto en la tele. Pero no importaba. Estaban muy juntos, casi hombro con hombro, y eso era lo que importaba. Qué agradable. Qué mono.

—Señor —dijo el de la izquierda, el mayor—. ¿Tiene algún problema, señor?

—Duele mucho —gimió Norman.

—¿Qué es lo que le duele? —preguntó el veterano.

Era un momento crucial, no el más decisivo de todos, pero casi. En cualquier momento, el policía mayor ordenaría a su compañero que pidiera refuerzos por radio, y entonces Norman estaría jodido, pero aún no podía arriesgarse a atacar; los policías estaban todavía un poco demasiado lejos.

En aquel momento, se sintió más cerca de sí mismo que en cualquier otro instante de la expedición, más despejado y presente, más consciente de las cosas, desde las gotitas de niebla que pendían de la barandilla de hierro hasta la pluma sucia de paloma que yacía en la cuneta junto a una bolsa arrugada de patatas fritas. Oía el susurro leve y constante de la respiración del policía.

—Aquí dentro —jadeó Norman al tiempo que se masajeaba el pecho bajo el abrigo. La hoja del abrecartas perforó la camisa y le pinchó la piel, pero apenas si se dio cuenta—. Es como tener un ataque de vesícula, pero en el pecho.

—Será mejor que llame a una ambulancia —intervino el policía joven.

De repente, Norman cayó en la cuenta de que aquel tipo le recordaba a Jerry Mathers, el chico que interpretaba el papel de Beaver en Leave It to Beaver. Norman había visto la reposición de todos los capítulos en el Canal 11, algunos de ellos hasta cinco o seis veces.

Sin embargo, el policía veterano no se parecía en nada al hermano de Beav, Wally.

—Espera un momento —ordenó, y de repente, le arregló la vida a Norman—. Deja que le eche un vistazo primero. Estuve en la unidad médica del ejército.

Abrigo… Botones… farfulló Norman sin dejar de observar a Beav por el rabillo del ojo.

El veterano avanzó otro paso. Estaba justo delante de Norman. Beav también avanzó otro paso. El veterano desabrochó el botón superior del abrigo nuevo de Norman. Luego el segundo. Cuando desabrochó el tercero, Norman sacó el abrecartas y se lo clavó en la garganta. La sangre salió a borbotones y le empapó el uniforme. En aquella penumbra brumosa parecía salsa barbacoa.

El Beav no fue un problema. Se quedó inmóvil, paralizado de horror, mientras su compañero levantaba la mano y golpeaba sin fuerzas el mango del abrecartas. Daba la impresión de estar intentando librarse de una sanguijuela exótica.

—¡Saan! —aulló—. ¡Aaarg! ¡Saaan!

Beav se volvió hacia Norman. Parecía no darse cuenta de que Norman guardaba relación con lo que acababa de sucederle a su compañero, y a Norman no le extrañaba en absoluto. Había visto aquella reacción con anterioridad. El policía, paralizado y atónito, aparentaba unos diez años y ya no sólo se parecía a Beav, sino que era clavado a él.

—¡A Al le ha pasado algo! —constató.

En aquel instante, Norman supo algo más acerca de aquel muchacho que estaba a punto de entrar a formar parte de la Lista de Honor de aquella ciudad: el chico creía estar gritando, de verdad lo creía, pero en realidad no estaba emitiendo más que un susurro ronco.

—¡A Al le ha pasado algo! —repitió.

—Ya lo sé —repuso Norman.

Asestó al chico un puñetazo en la barbilla, un golpe peligroso si el adversario es peligroso, pero lo cierto era que cualquier mocoso podría haberse encargado de Beav en aquel estado. El golpe lo alcanzó de lleno y lo lanzó contra la barandilla de hierro a la que Norman se había aferrado hacía menos de treinta segundos. No quedó tan fuera de combate como Norman habría deseado, pero sus ojos aparecían vidriosos y carentes de expresión; no ocasionaría problemas. Se le había caído la gorra. Llevaba el pelo corto, pero no lo suficiente para que Norman no pudiera agarrárselo. Cogió un mechón y tiró de la cabeza del chico hacia abajo al tiempo que levantaba la rodilla. Se produjo un sonido amortiguado pero terrible; el sonido de alguien golpeando con una maza una bolsa acolchada llena de piezas de porcelana.

Beav se desplomó como una piedra. Norman se volvió hacia su compañero y vio algo increíble: el compañero había desaparecido.

Norman giró sobre sus talones con expresión furiosa y entonces lo vio. Estaba caminando por la acera muy despacio, con las manos extendidas como un zombie en una película de terror. Norman se volvió para comprobar si había testigos de aquella comedia. No vio a ninguno. Desde el parque le llegaban numerosos gritos y chillidos de adolescentes que hacían el loco por allí, jugando a pillar en la niebla, pero no importaba. Hasta ahora había tenido una suerte increíble. Si seguía teniéndola otros cuarenta y cinco segundos, un minuto a lo sumo, estaría salvado.

Siguió al veterano, que se había detenido para extraerse de la garganta otro trocito del abrecartas de Anna Stevenson. Había logrado avanzar unos veinticinco metros.

—¡Agente! —lo llamó Norman en un susurro perentorio mientras le asía el codo.

El policía se volvió con brusquedad. Tenía los ojos vidriosos y a punto de salírsele de las órbitas, los ojos de una criatura que debería estar colgada en la pared de un refugio de cazadores, pensó Norman. Su uniforme estaba empapado de sangre desde el cuello hasta las rodillas. Norman no comprendía cómo podía seguir vivo, por no decir consciente. Supongo que los policías son más duros en el Medio Oeste, pensó.

—¡Amaaa! —farfulló con insistencia—. ¡Llama! ¡Ibeeci! ¡Efueeeezo!

Hablaba con voz burbujeante y estrangulada, pero asombrosamente firme. Norman incluso comprendió lo que decía. Había cometido un terrible error, un error de novato, pero Norman creía que de todas formas se habría sentido orgulloso de trabajar con un policía como aquél. El abrecartas que tenía clavado en la garganta oscilaba cuando intentaba hablar, y a Norman le recordó el movimiento de la máscara del toro cuando le movía los labios.

—Sí, pediré refuerzos —aseguró con toda sinceridad mientras cerraba la mano en torno a la muñeca del policía—. Pero de momento vamos a volver al coche patrulla. Vamos, por aquí, agente.

Lo habría llamado por su nombre, pero no sabía cuál era, porque la chapa de identificación estaba cubierta de sangre; no podía llamarlo agente Al. Tiró de nuevo del brazo del policía y esta vez consiguió ponerlo en marcha.

Norman llevó al tambaleante y ensangrentado policía Charlie David al coche patrulla, esperando a que en cualquier momento alguien surgiera de la niebla cada vez más espesa, tal vez un hombre que había salido a comprar unas cervezas, una mujer que volvía del cine o una parejita de adolescentes que regresaban de una cita (a lo mejor, Dios salve al Rey, de Ettinger’s Pier), y si eso sucedía tendría que matarlos también. Cuando uno empezaba a matar ya no podía detenerse, al parecer; la primera muerte se extendía como una ola en una laguna.

Pero no apareció nadie. Tan sólo se oían las voces incorpóreas procedentes del parque. Un milagro, la verdad, como el hecho de que el agente Al pudiera seguir de pie pese a estar sangrando como un cerdo degollado y dejando tras de sí un rastro de sangre tan impresionante que en algunos puntos incluso formaba charcos relucientes como aceite de motora la luz brumosa de las farolas.

Norman se detuvo para recoger la gorra caída de Beav, y al pasar junto a la ventanilla abierta del lado del conductor la dejó caer sobre el asiento antes de sacar las llaves del contacto. Era un llavero enorme, con tantas llaves que no yacían planas las unas contra las otras, sino que sobresalían como los rayos de sol en el dibujo de un niño, pero a Norman no le costó encontrar la que abría el maletero.

—Vamos —murmuró en tono tranquilizador—. Vamos, un poquito más y luego podremos pedir refuerzos.

Seguía esperando que el policía se desplomara en cualquier momento, pero no fue así. Sin embargo, había dejado de intentar arrancarse el abrecartas.

—Cuidado con el bordillo, agente. ¡Uy!

El policía bajó a la calzada. Cuando el zapato negro de su uniforme tocó la cuneta, la herida de la garganta se abrió en torno al abrecartas como la agalla de un pez, y un chorro de sangre fresca le empapó aún más la camisa.

Ahora soy un asesino de policías, pensó Norman. Esperaba que la idea resultara abrumadora, pero no lo era. Tal vez porque una parte más profunda y sabia de él sabía que en realidad no había matado a aquel excelente y duro agente de policía. Había sido otra persona. Otra cosa. Con toda probabilidad, el toro. Cuanto más pensaba en ello, más plausible se le antojaba.

Aguante, agente, ya hemos llegado.

El policía se detuvo detrás del coche. Norman abrió el maletero con la llave que había escogido del llavero. Dentro había una rueda de recambio (pelada como el culo de un bebé, según comprobó), un gato, dos chalecos antibalas de marca desconocida, un par de botas, un ejemplar de Penthouse manchado de grasa, una caja de herramientas y una radio policial desentrañada. Estaba bastante lleno, pero como en todos los maleteros de coches de policía que Norman había visto a lo largo de su vida, siempre había espacio para una cosa más. Echó la caja de herramientas a un lado y la radio al otro mientras el compañero de Beav se tambaleaba junto a él en completo silencio, con los ojos al parecer fijos en un punto lejano, como si viera el lugar donde empezaba su nuevo viaje. Norman encajó el gato detrás de la rueda de recambio y luego contempló el hueco antes de volverse hacia la persona para quien lo había creado.

—Vale —dijo—. Muy bien. Pero necesito su gorra, ¿de acuerdo?

El policía no dijo nada, sino que siguió balanceándose, pero a la foca maliciosa de la madre de Norman siempre le había gustado decir: «El que calla otorga», y a Norman le parecía un buen lema, sin duda mejor que el favorito de su padre: «Si tienen edad suficiente para mear, tienen edad suficiente para mí». Norman le quitó la gorra al policía y se la caló en la cabeza rapada antes de guardar la gorra de béisbol en el maletero.

—Saaan farfulló el policía extendiendo una mano ensangrentada hacia Norman y con la mirada fija en un punto lejano.

—Sí, ya lo sé, sangre. Maldito toro —se lamentó Norman mientras lo obligaba a meterse en el maletero.

El hombre quedó ahí tumbado, inerte, con una pierna fuera. Norman se la dobló a la altura de la rodilla, la introdujo en el maletero y cerró con fuerza. Luego se acercó al novato, que intentaba incorporarse, aunque sus ojos revelaban que seguía casi inconsciente. Le sangraban los oídos. Norman hincó una rodilla en el suelo, rodeó con las manos el cuello del joven y empezó a apretar. El chico cayó hacia atrás. Norman se sentó a horcajadas sobre él y siguió apretando. Cuando Beav dejó de moverse, Norman pegó la oreja a su pecho. Oyó los latidos del corazón, débiles y desordenados, como un pez retorciéndose en la orilla. Norman suspiró y volvió a rodear el cuello de Beav, hundiendo los pulgares en el conducto respiratorio. Ahora vendrá alguien, pensó. Seguro que viene alguien. Pero no vino nadie. Nadie gritó: «¡Eh, cabrón!» desde el desierto blanco del parque Bryant; sólo se oían las carcajadas estridentes, la clase de carcajadas que sólo consiguen emitir los borrachos y los retrasados mentales. Norman volvió a pegar la oreja al pecho del policía. Aquel tipo formaba parte del atrezzo, y no quería que el atrezzo resucitara en el momento crucial.

Pero esta vez no latía nada aparte del reloj de Beav.

Norman lo levantó y lo sentó en el asiento del acompañante del Caprice. Le caló la gorra sobre el rostro negro e hinchado, que recordaba la cara de un duende, y cerró la portezuela de golpe. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo los dientes y las mandíbulas.

Maude, pensó. Todo eso es por Maude.

De repente se alegraba mucho de no saber qué había hecho con Maude…, qué le había hecho, mejor dicho. Y por supuesto, no había sido él, sino 'l doro, el toro grande. Pero por el amor de Dios, cómo le dolía todo. Era como si lo estuvieran desmantelando desde el interior, destrozándolo pedazo a pedazo.

Beav se estaba deslizando hacia un lado, y sus ojos muertos sobresalían como canicas.

—No, no, no, niño malo —canturreó Norman mientras lo incorporaba.

Alargó el brazo y le abrochó el cinturón de seguridad. Problema resuelto. Norman retrocedió unos pasos y observó la escena con ojo crítico. No estaba mal; Beav parecía sobado, como si estuviera echando un sueñecito.

Alargó de nuevo el brazo y abrió la guantera procurando no mover a Beav. Esperaba encontrar un botiquín y no se equivocaba. Lo abrió, sacó un frasco viejo y polvoriento de aspirinas y se tomó cinco o seis. Estaba apoyado contra el costado del coche, masticando y haciendo muecas al percibir el sabor amargo de las píldoras, cuando su mente rebotó de nuevo.

Cuando volvió en sí se dio cuenta de que había pasado algún tiempo, pero no mucho, porque todavía tenía la boca y la garganta llenas de aquel sabor amargo. Se hallaba en el vestíbulo del edificio de Rose, accionando el interruptor de la luz. No sucedía nada, de modo que debía de haber hecho algo con la luz, lo cual estaba muy bien. En la otra mano sostenía la pistola de uno de los policías Charlie-David. La sostenía por el cañón y tenía la sensación de que la había utilizado para romper algo. ¿Los fusibles, tal vez? ¿Había bajado al sótano? Quizás, pero no importaba. Las luces no funcionaban, y eso bastaba.

Se trataba de un edificio de pisos baratos, bastante cuidado pero barato al fin y al cabo. Resultaba imposible hacer caso omiso del olor a comida barata, la clase de comida que siempre se calienta en el fogoncillo eléctrico. Era un olor que penetraba en las paredes al cabo de un tiempo, y no había forma de librarse de él. Al cabo de dos o tres semanas se unirían a aquellos olores los sonidos característicos de los bloques de pisos baratos: el gemido grave y confuso de ventiladores pequeños instalados en numerosas ventanas para intentar refrescar habitaciones que en agosto se habrían convertido en hornos gigantescos. Rose había cambiado su agradable casita por aquella desesperación hacinada, pero no había tiempo para preocuparse por aquel misterio. La cuestión residía en cuántos inquilinos vivían en aquel bloque y cuántos llegarían pronto a casa un sábado por la noche. Cuántos, en otras palabras, podían representar un problema.

Ninguno, aseguró la voz procedente del bolsillo del abrigo nuevo de Norman. Era una voz tranquilizadora. Ninguno, porque lo que suceda después no importa, y eso simplifica las cosas. Si alguien se interpone en tu camino, lo matas y punto.

Norman se volvió, salió a la escalinata de entrada y cerró la puerta tras de sí. Intentó abrirla y comprobó que estaba cerrada con llave. Suponía que la había forzado (desde luego, la cerradura no parecía precisamente blindada), pero le resultaba un poco inquietante no saberlo a ciencia cierta. Y las luces. ¿Por qué se había molestado en estropearlas si lo más probable era que Rose llegara sola? Y por cierto, ¿cómo sabía que no había llegado ya?

La segunda pregunta tenía fácil respuesta… Sabía que Rose no estaba porque el toro así se lo había dicho, y Norman le creía. En cuanto a la primera pregunta, a lo mejor no llegaba sola. A lo mejor llegaba con Gertie o…, bueno, 'l doro había hablado de un novio. A Norman le costaba creerlo, pero… «Le gusta cómo la besa», había dicho Ferd.

Qué tontería, Rose jamás se atrevería a…, pero más valía prevenir.

Bajó la escalinata con la intención de regresar al coche patrulla, sentarse al volante y esperar a que llegara Rose, pero entonces su mente rebotó por última vez, aunque en realidad fue más un salto mortal que un rebote, una pirueta como la que da una moneda cuando el árbitro la lanza al aire en el ritual previo al partido para decidir quién empieza, y al volver en sí estaba cerrando la puerta del vestíbulo tras de sí, lanzándose a la oscuridad para rodear con las manos el cuello del novio de Rose. No sabía cómo sabía que aquel hombre era su novio y no un policía de paisano encargado de acompañarla a casa, pero ¿qué importaba? Lo importante era que lo sabía, y se acabó. La cabeza le vibraba de indignación y furia. ¿Había visto a aquel tipo (le gusta cómo la besa) intercambiando saliva con ella antes de entrar, tal vez deslizando las manos desde su cintura para agarrarle el culo? No lo recordaba, no quería recordarlo, no necesitaba recordarlo.

—¡Ya te lo decía yo! —exclamó el toro con voz totalmente lúcida pese a la furia que denotaba—. ¡Ya te lo decía yo! ¡Esto es lo que le han enseñado sus amigas! ¡Qué bien! ¡Qué de puta madre!

—¡Te voy a matar, hijo de perra! —susurró al rostro invisible del hombre que era el novio de Rose mientras lo empujaba contra la pared del vestíbulo—. Y, te lo aseguro, si Dios me lo permite, te mataré dos veces.

Cerró las manos en torno a la garganta de Bill Steiner y empezó a apretar.