Afuera, en la escalinata, Bill, Gert y Rosie se apretujaron un poquito. El aire era húmedo, y desde el lago se alzaba la niebla. Todavía no era muy espesa, tan sólo una suerte de halo en torno a las farolas y vapor sobre el pavimento mojado, pero Rosie tenía la sensación de que al cabo de una hora se podría cortar.
—¿Quieres venir a Hijas y Hermanas, Rosie? —sugirió Gert—. Las chicas volverán del concierto dentro de un par de horas; podríamos preparar las palomitas para cuando lleguen.
Rosie, que no tenía ningunas ganas de ir a Hijas y Hermanas, se volvió hacia Bill.
—Si me voy a casa, ¿te quedarás conmigo?
—Claro —repuso Bill sin vacilar mientras le cogía la mano—. Será un placer. Y no te preocupes por el sitio. En mi vida he visto un sofá en el que no pueda dormir.
—No has visto el mío —advirtió Rosie, aunque sabía que el sofá no representaría ningún problema, porque Bill no dormiría en él.
Tenía sólo una cama individual, lo que significaba que estarían un poco apretados, pero tenía la sensación de que se las arreglarían bien. Tal vez la falta de espacio incluso añadiría un poco de salsa a la noche.
—Gracias otra vez, Gert —dijo.
—De nada.
Gert la abrazó con fuerza y luego se inclinó hacia delante para plantar un saludable beso en la mejilla de Bill. Un coche patrulla dobló la esquina y se detuvo.
—Cuídala bien, amigo.
—No te preocupes.
Gert se acercó al coche y se detuvo para señalar la Harley de Bill, inclinada sobre el caballete en uno de los huecos del aparcamiento reservado para la policía.
—Y no te caigas con ese trasto en la niebla.
—Tendré cuidado, mamá, te lo prometo.
Gert cerró el puño y lo miró con el ceño fruncido del modo más cómico. Bill replicó con una mirada de hastío que hizo reír a Rosie a carcajadas. Nunca habría imaginado que acabaría riendo delante de una comisaría, pero aquel año habían pasado muchas cosas inesperadas.
Muchas.