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Anna no reparó en ningún momento en el Tempo verde aparcado junto al bordillo a una manzana y media de Hijas y Hermanas. Se hallaba inmersa en una fantasía privada, una fantasía que jamás había confesado a nadie, ni siquiera a su psicoanalista, la fantasía imprescindible que reservaba para días espantosos como aquél. En ella salía en la portada de la revista Time. No se trataba de una foto, sino de una vibrante pintura al óleo que la mostraba en una camisa de color azul oscuro (el azul era el color que más la favorecía, y la camisa disimularía la grasa deprimente que se había acumulado en torno a su cintura en los últimos dos o tres años). Miraba por encima del hombro izquierdo para ofrecer al artista su mejor perfil, y el cabello le caía sobre el derecho como una cascada de nieve. Una cascada de nieve muy sexy.

El pie de la portada decía tan sólo MUJER AMERICANA.

Entró en el camino de coches mientras desterraba a regañadientes la fantasía (acababa de llegar al punto en el que el periodista escribía: «Aunque ha salvado la vida de más de mil quinientas mujeres maltratadas, Anna Stevenson sigue siendo una mujer sorprendente, conmovedoramente modesta…»). Apagó el motor de su Infiniti y permaneció sentada unos instantes, frotándose la piel bajo los ojos.

Peter Slowik, a quien en la época de su divorcio se había referido bajo el nombre de Pedro el Grande o Rasputín el Marxista Loco, había sido un charlatán promiscuo durante su vida, y al parecer sus amigos habían decidido recordarle del mismo modo. La conversación se había alargado más y más; cada «ramo de conmemoración» (tenía la sensación de que podría coser a balazos a esos mamones políticamente correctos que se inventaban expresiones tan horteras como aquélla) había sido más extenso, y a las cuatro de la tarde, cuando por fin se habían levantado para comer y beber vino (nacional y espantoso, precisamente el que Peter habría escogido si hubiera sido el encargado de comprarlo), Anna estaba segura de que llevaba la forma de la silla plegable en la que había estado sentada tatuada en el culo. La idea de marcharse temprano, tal vez después de tomar un canapé y un sorbo de vino, no se le había ocurrido en ningún momento. La gente la estaría observando y calibrando su comportamiento. Al fin y al cabo, era Anna Stevenson, una mujer importante en la estructura política de aquella ciudad, y había determinadas personas con las que tenía que hablar después del funeral. Personas con las que Anna quería ser vista por otras personas, pues así era como funcionaban las cosas.

Y para colmo de los males, su busca había sonado tres veces en tres cuartos de hora. A veces el maldito trasto se pasaba semanas calladito en su bolso, pero aquella tarde, durante una reunión en la que los largos períodos de silencios se veían interrumpidos de vez en cuando por personas que no parecían poder articular más que susurros sollozantes, el busca se había vuelto loco. Después de la tercera vez, Anna se había hartado de que la gente se volviera para mirarla y lo había apagado. Esperaba que nadie se hubiera puesto de parto en el picnic, que ningún niño hubiera resultado herido en la cabeza por una herradura a la deriva, y sobre todo esperaba que el marido de Rosie no hubiera aparecido. Sin embargo, lo dudaba; sabía que no le convenía aparecer. En cualquier caso, cualquiera que la llamara al busca habría llamado primero a Hijas y Hermanas, y lo primero que haría al salir de allí sería verificar los mensajes del contestador de su oficina. Podría escuchar los mensajes mientras hacía pis. En la mayoría de los casos, sería lo más apropiado.

Salió del coche, lo cerró con llave (todas las precauciones eran pocas, incluso en un barrio bueno como aquél), y subió la escalinata del porche. Utilizó la tarjeta de apertura y silenció el bip-bip-bip del sistema de seguridad sin ni siquiera darse cuenta de ello; las postrimerías de su ensoñación (única mujer de su época a la que todas las facciones del movimiento femenino cada vez más divergente aman y respetan) aún le bullían en la cabeza.

—¡Hola, casa! —saludó mientras cruzaba el vestíbulo.

El silencio fue la única respuesta que obtuvo… y la única que esperaba, para ser sincera. Con un poco de suerte disfrutaría de dos o tres horas de silencio bendito antes de que empezaran las risitas, el siseo de las duchas, los portazos y los culebrones televisivos de la noche.

Entró en la cocina preguntándose si un baño largo y ocioso, con sales incluidas, le ayudaría a librarse de lo más gordo del día. Pero entonces se detuvo con el ceño fruncido al ver la puerta de su estudio. Estaba entreabierta.

—Maldita sea —masculló—. ¡Maldita sea!

Si había algo que odiara más que nada en el mundo (salvo tal vez la gente sobona y sentimental) era la violación de su intimidad. No había cerradura en la puerta del estudio porque no creía que tuviera que rebajarse a tanto. Al fin y al cabo, aquella era su casa; las chicas y mujeres que acudían allí lo hacían gracias a su generosidad y tolerancia. No tenía por qué cerrar aquella puerta con llave. Tendría que haber bastado con su deseo de que nadie entrara a menos que ella así lo indicara.

Por lo general funcionaba, pero de vez en cuando, alguna mujer decidía que realmente necesitaba algún documento, de que realmente tenía que usar la fotocopiadora de Anna (que se calentaba más deprisa que la de la sala de recreo del sótano), de que realmente necesitaba un sello, y por ello esa persona irrespetuosa entraba, fisgoneaba en un lugar que no era suyo, tal vez miraba cosas que no le incumbían en absoluto y contaminaba el aire con el olor de algún perfume barato de droguería…

Anna se detuvo con una mano en el picaporte, examinando la estancia oscura que había sido la despensa cuando ella era pequeña. Sus fosas nasales se agitaron levemente, y el ceño de su frente se tornó más profundo. Había un olor, sí señor, pero no era exactamente perfume. Era algo que le recordaba al Marxista Loco. Era…

Todos mis hombres llevan Colonia Inglesa o nada en absoluto.

¡Dios! ¡Dios Todopoderoso!

Se le puso la piel de gallina. Anna se enorgullecía de ser una mujer práctica, pero de repente no le costó nada imaginar al fantasma de Peter Slowik esperándola en el estudio, una sombra tan insustancial como el hedor de esa colonia ridícula que había usado…

Se fijó en una luz que brillaba en la oscuridad: el contestador. La lucecilla roja parpadeaba enloquecida, como si toda la ciudad la hubiera llamado aquella tarde.

Había sucedido algo. De repente lo sabía. Eso también explicaba los mensajes del busca…, y como una tonta lo había apagado para que la gente dejara de mirarla. Había sucedido algo, probablemente en Ettinger’s Pier. Alguien había resultado herido. O, Dios no lo quisiera…

Entró en el estudio buscando a tientas el interruptor de la luz que había junto a la puerta, y se detuvo en seco al comprobar lo que habían encontrado sus dedos. El interruptor ya estaba pulsado, lo que significaba que la luz debería estar encendida, aunque no era así.

Anna accionó el interruptor dos veces, y a la tercera, una mano cayó sobre su hombro derecho.

Profirió un grito estridente y frenético, digno de la mejor heroína de película de terror, y cuando otra mano le asió el brazo izquierdo y la obligó a girarse, cuando vio la silueta recortada contra la luz que inundaba la estancia desde la cocina, gritó de nuevo.

La cosa que la había esperado detrás de la puerta no era humana. De la parte superior de su cabeza surgían dos cuernos que parecían cubiertos de tumores extraños e inflamados. Era…

—Vva 'l doro —dijo una voz hueca.

Y entonces Anna se dio cuenta de que era un hombre, un hombre que llevaba una máscara, pero eso no la hizo sentir mejor porque creía saber quién era el hombre.

Se zafó de sus manos y retrocedió hacia la mesa. Aún olía la fragancia de Cuero Inglés, pero también otras cosas. Goma caliente. Sudor. Y orina. ¿Era suya? ¿Se había hecho pis encima? No lo sabía. Tenía el cuerpo entumecido de cintura para abajo.

—No me toque —susurró con una voz temblorosa que en nada se parecía a su tono sereno y autoritario. Alargó el brazo en busca del botón que alertaba a la policía. Estaba en alguna parte, pero sepultado bajo pilas de papeles.

—No se atreva a tocarme, se lo advierto.

—Anna-Anna-bo-Banna, banana-fanna-foFanna —canturreó la criatura de la máscara con cuernos como si se hallara sumida en la más profunda meditación antes de cerrar la puerta tras de sí.

Estaban a oscuras.

—No se acerque a mí —murmuró Anna caminando a lo largo de la mesa, deslizándose a lo largo de la mesa.

Si pudiera entrar en el baño, correr el pestillo…

—Fee-fi-mo-Manna…

A su izquierda. Muy cerca. Se lanzó hacia la derecha, pero no con la suficiente rapidez. Unos brazos poderosos la rodearon. Anna intentó gritar de nuevo, pero los brazos incrementaron la presión, y lo único que brotó de su garganta fue un jadeo silencioso.

Si fuera Misery Chastain…, se dijo, y entonces sintió los dientes de Norman sobre la garganta, succionando su piel como si fuera un adolescente excitado y tuvieran el coche aparcado en la Calle del Amor, y a continuación sintió los dientes de Norman dentro de su garganta, y algo caliente y mojado salió disparado de ella, y Anna dejó de pensar.