83

Esta vez, cuando volvió en sí, estaba apeándose del Tempo en una calle tranquila que de inmediato identificó como Durham Avenue. Había aparcado a una manzana y media del Palacio del Chocho. Aún no era de noche, pero faltaba poco; las sombras bajo los árboles aparecían espesas y aterciopeladas, deliciosas en cierto modo.

Se miró y comprobó que debía de haber regresado a su habitación antes de salir del hotel. Su piel olía a jabón y se había cambiado de ropa. La que llevaba ahora resultaba muy apropiada para aquella misión: pantalones informales, camiseta blanca de cuello redondo y camisa azul de trabajo con los faldones fuera del pantalón. Parecía la clase de tipo que podía aparecer en pleno fin de semana para arreglar una tubería estropeada o…

—O verificar la alarma antirrobo —masculló Norman para sus adentros con una sonrisa—. Qué atrevido, señor Daniels. Pero qué atrevi…

En aquel momento lo dominó el pánico, y se llevó la mano al bolsillo trasero izquierdo de los pantalones. No tocó nada aparte del bulto de la cartera. Se golpeó el derecho y exhaló un profundo suspiro de alivio al rozar la goma fláccida de la máscara. Por lo visto había olvidado el revólver de servicio (debía de haberlo dejado en la caja fuerte del hotel), pero no la máscara, y en aquel momento, la máscara se le antojaba más importante que el arma. Probablemente era una locura, pero así estaban las cosas.

Echó a caminar por la acera en dirección al 251. Si sólo había unas cuantas zorras en el club, intentaría tomarlas a todas como rehenes. Si había muchas, tomaría a todas las que pudiera, tal vez media docena, y ahuyentaría a las demás. Luego empezaría a dispararles una a una hasta que alguna de ellas soltara la dirección de Rose. Si ninguna de ellas la sabía, las mataría a todas y después empezaría a registrar los archivos…, pero no creía que las cosas llegaran a semejante extremo.

¿Qué harás si la policía está allí, Normie?, preguntó su padre con nerviosismo. ¿Si hay policías delante y dentro, policías protegiendo el lugar de ti?

No lo sabía y tampoco le importaba demasiado.

Pasó delante del 245, el 247 y el 249. Entre este último y la acera se alzaba un seto, y cuando Norman llegó al final se detuvo en seco para observar el 251 de Durham Avenue con los ojos entornados y suspicaces. Había estado preparado para ver un montón de actividad o un poco de actividad, pero no estaba preparado para lo que vio, es decir, ninguna actividad en absoluto.

Hijas y Hermanas, el club erigido al fondo de su jardín estrecho y profundo, tenía bajadas las persianas del primero y el segundo piso para protegerlos del calor del día. Reinaba el más completo silencio. Las ventanas situadas a la izquierda del porche tenían las persianas subidas, pero por ellas no se filtraba luz alguna. No vio ninguna silueta en ellas. Ni un alma en el porche. Ningún coche en el camino de entrada.

No puedo quedarme aquí parado, pensó, y echó a andar de nuevo. Pasó de largo mientras echaba un vistazo al huerto en el que había visto a las dos putas aquel día, una de ellas la zorra a la que había propinado una buena paliza detrás de los lavabos. El huerto también estaba desierto. Y por lo que veía del jardín trasero, tampoco parecía haber nadie allí.

Es una trampa, Normie, le dijo su padre. Lo sabes, ¿verdad?

Norman siguió andando hasta el 257, una casa estilo Cape Cod, y luego dio media vuelta para regresar paseando al club. Sabía que aquello tenía aspecto de trampa, la voz de su padre tenía razón, pero de algún modo no creía que lo fuera.

Ferdinand el Toro surgió ante su rostro como un fantasma hortera de goma… Norman se había colocado la máscara sobre la mano sin ni siquiera darse cuenta. Sabía que era una mala idea; sin lugar a dudas, cualquiera que se asomara a una ventana se preguntaría por qué ese hombre corpulento de la cara hinchada estaba hablando con una máscara de goma… y moviéndole los labios para que respondiera. Sin embargo, tampoco aquellos detalles parecían importar. La vida se había tornado…, bueno, muy primitiva, y a Norman no le desagradaba.

—No, no es una trampa —aseguró Ferdinand.

—¿Estás seguro? —preguntó Norman cuando estaba a punto de alcanzar el 251.

—Sí —asintió Ferdinand mientras agitaba los cuernos adornados con guirnaldas—. Están todas en el picnic, eso es lo que pasa. Lo más probable es que ahora mismo estén todas haciendo buñuelos mientras una bollera con un vestido de abuelo canta Blowin’ in the Wind. No has sido más que una pequeña molestia, Norman.

Norman se detuvo delante del sendero que conducía a Hijas y Hermanas y se quedó mirando la máscara con expresión anonadada.

—Eh, lo siento, tío —se disculpó 'l doro—, pero yo no hago las noticias, sólo las transmito.

Norman quedó asombrado al descubrir que había algo casi tan horrible como llegar a casa y encontrarte con que tu mujer se ha largado con tu tarjeta del cajero en el bolso, y era que no te hicieran ni puto caso.

Que un montón de mujeres no te hicieran ni puto caso.

—Bueno, pues entonces enséñales a portarse mejor —dijo Ferdinand—. Dales una buena lección. Venga, Norman. Demuéstrales quién eres. Demuéstraselo para que no lo olviden nunca.

—Para que no lo olviden nunca —repitió Norman mientras la máscara asentía con entusiasmo.

Se la guardó en el bolsillo trasero y sacó la tarjeta de apertura de Pam y el trozo de papel que había encontrado en su agenda del delantero mientras cruzaba el camino de entrada. Subió la escalinata del porche y alzó la mirada (esperaba que con indolencia) hacia la cámara instalada sobre la puerta. Escondió la tarjeta de apertura, pues suponía que cabía la posibilidad de que alguien estuviera observando. Más le valía recordar, por mucha suerte que tuviera, que Ferdinand no era más que una máscara de goma cuyo cerebro era la mano de Norman Daniels.

La ranura se hallaba en el lugar que había imaginado. Junto a ella se veía un interfono con un rótulo que ordenaba a los visitantes pulsar el botón y hablar.

Norman pulsó el botón y se inclinó hacia delante.

—Midland Gas, verificando una fuga en el barrio, cambio.

Soltó el botón. Esperó. Observó la cámara. En blanco y negro, lo que seguramente no reflejaría cuán hinchada tenía la cara…, al menos eso esperaba. Sonrió para demostrar que era inofensivo mientras el corazón le latía como un caballo desbocado.

No obtuvo respuesta. Nada.

Volvió a pulsar el botón.

—¿Hay alguien en casa, tías?

Les dio un poco más de tiempo y contó despacio hasta veinte. Su padre susurró que era una trampa, precisamente la clase de trampa que él mismo habría diseñado en semejante situación, atraer al capullo, hacerle creer que el lugar estaba vacío y luego hacerlo papilla. Y sí, era la clase de trampa que él habría diseñado…, pero aquí no había nadie. De eso estaba casi seguro. El lugar se le antojaba más vacío que una lata de cerveza en la basura.

Norman introdujo la tarjeta en la ranura. Se oyó un único chasquido. Retiró la tarjeta, hizo girar el pomo y entró en el vestíbulo de Hijas y Hermanas. A su izquierda oyó un sonido grave y constante: bip-bip-bip-bip. Era una alarma antirrobo con código numérico. Las palabras PUERTA PRINCIPAL parpadeaban en la pantalla.

Norman miró el trozo de papel que había llevado consigo, se tomó un segundo para rogar que el número que figuraba en él fuera el que pensaba y por fin pulsó 0471. Por un terrible instante, la alarma siguió sonando, pero de repente se detuvo. Norman exhaló un suspiro y cerró la puerta. Reinicializó la alarma sin pensar en ello, como simple reflejo de policía.

Paseó la mirada en derredor, reparó en la escalera que subía al primer piso y cruzó el vestíbulo. Asomó la cabeza a la primera habitación de la derecha. Parecía una clase, pues tenía sillas dispuestas en círculo y una pizarra en un extremo. Sobre la pizarra se veían las siguientes palabras: DIGNIDAD, RESPONSABILIDAD y FE.

—Palabras sabias, Norm —comentó Ferdinand, que volvía a estar sobre la mano de Norman como por arte de magia—. Palabras sabias.

—Si tú lo dices. A mí me parece la mierda de siempre.

Miró en derredor y alzó la voz. Parecía casi un sacrilegio gritar en aquel silencio en cierto modo polvoriento, pero un hombre tenía que hacer lo que tenía que hacer.

—¿Hola? ¿Hay alguien? ¡Midland Gas!

—¿Hola? —gritó Ferd desde su mano con el acento alemán de broma que el padre de Norman empleaba a veces cuando estaba borracho, mientras paseaba los ojos brillantes y vacíos por la estancia—. ¿Hola? ¿Jay alguien en casa?

—Cierra el pico, imbécil —espetó Norman.

—Sí, mi capitán —replicó 'l doro, y guardó silencio de inmediato.

Norman giró sobre sus talones lentamente y siguió cruzando el vestíbulo. Había otras habitaciones por el camino: un salón, un comedor y lo que parecía una pequeña biblioteca, pero todas estaban desiertas. La cocina situada al final del vestíbulo también estaba vacía, y ahora se le presentaba otro problema. ¿Dónde encontraría lo que buscaba?

Aspiró una profunda bocanada de aire y cerró los ojos en un intento de pensar (y de alejar de sí la jaqueca que volvía a intentar abrirse paso en su cabeza). Le apetecía un cigarrillo pero no lo encendió; a lo mejor tenían detectores de humo tan sensibilizados que se disparaban a la primera nubecilla de tabaco.

Volvió a aspirar profundamente hasta llevar el aire hasta el fondo de los pulmones, y entonces identificó el olor de aquel lugar… No era olor a polvo, sino olor a mujeres, mujeres que llevaban mucho tiempo atrincheradas con otras mujeres, mujeres que se habían encerrado en una túnica común de moralidad en un intento de aislarse del mundo real. Olor a sangre, ducha vaginal, bolsitas de hierbas perfumadas, laca de pelo, desodorante y perfumes de nombres provocadores como Mi Pecado, Hombros Blancos u Obsesión. Era el olor vegetal de lo que les gustaba comer y el olor afrutado de los tés que les gustaba beber; ese olor no era el olor del polvo, sino de algo parecido a la levadura, una fermentación que producía una fragancia que ninguna limpieza podía eliminar; el olor de mujeres sin hombres. De repente, aquel olor le llenó la nariz, la garganta, el corazón, le produjo arcadas, le hizo sentir débil, casi sofocado.

—Domínate, colega —espetó Ferdinand con firmeza—. ¡Lo único que hueles es la salsa de los espagueti de anoche! ¡Por el amor de Dios!

Norman espiró el aire y aspiró otra bocanada antes de abrir los ojos. Salsa de espagueti, sí. Un olor rojo, sangriento. Pero nada más que salsa de espagueti.

—Lo siento, me he puesto un poco nervioso —se disculpó.

—¿Y quién no? —repuso Ferdinand con una expresión comprensiva en los ojos vacíos—. Aquí es donde Circe convierte a los hombres en cerdos, al fin y al cabo. —La máscara osciló sobre la mano de Norman mientras lo examinaba todo con aquellos ojos vacuos—. Sí, aquí es.

¿De qué hablas?

—Nada, no importa.

—No sé dónde ir —comentó Norman mirando a su alrededor—. Tengo que darme prisa, pero Dios mío, ¡este sitio es enorme! Debe de haber al menos veinte habitaciones.

El toro señaló con los cuernos una puerta que se abría frente a la cocina.

—Prueba ésa.

Joder, será la despensa.

—No lo creo, Norm. No creo que pongan un rótulo de PRIVADO en la despensa.

Tenía razón. Norman atravesó la estancia mientras se guardaba la máscara del toro en el bolsillo (y reparaba en la olla de los espagueti que habían puesto a secar en la escurridera junto a la pica), y llamó a la puerta. Nada. Hizo girar el pomo sin dificultad. Abrió la puerta, deslizó la mano por la pared y pulsó el interruptor.

El aplique del techo iluminó un escritorio mastodóntico atestado de trastos. Sobre un montón de papeles se veía una placa que rezaba ANNA STEVENSON y DIOS BENDIGA ESTE DESORDEN. De la pared colgaba una fotografía enmarcada de dos mujeres a las que Norman reconoció. Una de ellas era la difunta Susan Day. La otra era la zorra de pelo blanco que había visto en la foto del periódico, la que se parecía a Maude. Ambas tenían el brazo echado sobre los hombros de la otra y se sonreían como auténticas bolleras.

La pared lateral de la habitación estaba cubierta de archivadores. Norman se acercó a ellos, apoyó una rodilla en el suelo y alargó el brazo hacia el archivador de la D y la E antes de detenerse. Rose ya no usaba el nombre de Daniels. No recordaba si se lo había dicho Ferdinand, si lo había descubierto él mismo o si lo había intuido, pero sabía que era cierto. Rose había vuelto a adoptar su nombre de soltera.

—Serás Rose Daniels hasta el día en que te mueras —masculló mientras alargaba el brazo hacia el archivador de la M. Tiró del picaporte. Nada. Estaba cerrado con llave.

Un problema, pero no demasiado grave. Cogería algo para abrir en la cocina. Se volvió con la intención de salir de la estancia, pero en aquel instante algo le llamó la atención: una cesta de mimbre colocada en la esquina de la mesa. Del asa pendía una tarjeta. SAL AL MUNDO, PEQUEÑA CARTA, decía en tipo de letra inglés antiguo. En la cesta había un montón de lo que parecía correspondencia para enviar, y debajo de un sobre de pago dirigido a Televisión por Cable Lakeland vio lo siguiente:

endon

renton Street

¿endon?

¿McClendon?

Cogió la carta y al hacerlo volcó la cesta; todas las cartas cayeron al suelo. Norman abrió los ojos con expresión codiciosa.

Sí, McClendon, sí, señor. Rosie McClendon. Y justo debajo, escrita con letra firme y clara, la dirección que le había costado un infierno encontrar: 897 Trenton Street.

Debajo de una pila de folletos del Picnic Estival había un largo abrecartas cromado, Norman lo cogió, abrió el sobre y se guardó el abrecartas en el bolsillo trasero sin ni siquiera darse cuenta de ello. Al mismo tiempo volvió a sacar la máscara y se la deslizó sobre la mano. La única hoja de papel que contenía el sobre llevaba un membrete que rezaba ANNA STEVENSON en letras grandes, e Hijas y Hermanas en letras un poco más pequeñas.

Norman echó un vistazo rápido a aquel síntoma de arrogancia y luego empezó a deslizar la máscara sobre el papel para que Ferdinand le leyera la carta. La letra de Anna Stevenson era grande y elegante…, arrogante, podrían haberla definido algunos. Los dedos sudorosos de Norman se agitaron e intentaron cerrarse dentro de la máscara, lo que provocó a Ferdinand una serie de muecas mientras se movía.

Querida Rosie:

Sólo quería enviarte una nota a tu nueva casa (¡Sé lo importante que puede ser la primera carta!) para decirte cuánto me alegro de que vinieras a Hijas y Hermanas y de que pudiéramos ayudarte. Asimismo quiero que sepas que me encanta que tengas un nuevo trabajo… ¡Tengo la sensación de que no seguirás mucho tiempo en Trenton Street!

Toda mujer que acude a Hijas y Hermanas renueva la vida de las demás, de las que están junto a ella durante el primer período de curación y de las que la suceden cuando se marcha, pues cada una deja tras ella una parte de su experiencia, fuerza y esperanza. Espero verte por aquí con frecuencia, Rosie, no sólo porque te queda un largo camino que recorrer hasta alcanzar la recuperación absoluta y porque hay muchos sentimientos (sobre todo la furia, deduzco yo) con los que aún no te has enfrentado, sino también porque tienes la obligación de transmitir lo que has aprendido aquí. Con toda probabilidad no hace falta que te diga estas cosas, pero

Un chasquido leve, aunque sonoro a causa del silencio, seguido de otro sonido: bip-bip-bip-bip.

La alarma antirrobo.

Norman tenía compañía.