81

Su mente salió volando una vez más, arriba y arriba hasta desaparecer, como había cantado en cierta ocasión aquella zorra de Marilyn McCoo, y cuando volvió en sí estaba aparcando el Tempo en otro hueco. No sabía con certeza dónde se encontraba, pero creía que probablemente se trataba del aparcamiento subterráneo situado a media manzana del Whitestone, donde ya antes había estacionado el Tempo. Su mirada tropezó con el indicador de la gasolina cuando se inclinó para desconectar los cables de arranque, y descubrió algo interesante: el depósito estaba casi lleno. Había parado a poner gasolina en algún momento de aquel último vacío. ¿Por qué?

Porque no era gasolina lo que querías en realidad, se contestó.

Volvió a inclinarse hacia delante con la intención de mirarse en el espejo retrovisor, pero entonces recordó que estaba en el suelo. Lo recogió y se examinó con atención. Tenía el rostro cubierto de morados e hinchado en varios puntos. Estaba bastante claro que se había peleado con alguien, pero la sangre había desaparecido. Se la había limpiado en el lavabo de alguna gasolinera mientras el surtidor llenaba lentamente el depósito del Tempo. Por tanto, ya podía dejarse ver en la calle siempre y cuando no abusara de su suerte, y eso estaba muy bien.

Al desconectar los cables de arranque se preguntó qué hora sería. No había forma de saberlo; no llevaba reloj, la mierda del Tempo no tenía reloj y estaba bajo tierra. ¿Importaba eso? ¿Impor…?

—No —susurró una voz conocida—. No importa. El tiempo está distorsionado.

Bajó la mirada y vio que la máscara del toro lo miraba desde su lugar sobre la alfombrilla del asiento del acompañante; aquellos ojos vacíos, la sonrisa inquietantemente arrugada, los absurdos cuernos adornados con guirnaldas de flores. De repente se dio cuenta de que quería conservarla. Era una tontería; odiaba las guirnaldas de los cuernos y la sonrisa imbécil…, pero quizás traía buena suerte. Claro que no hablaba, aquello no era más que fruto de su imaginación, pero sin la máscara nunca habría logrado salir de Ettinger’s Pier. Eso estaba clarísimo.

Vale, vale, pensó. Vva 'l doro, y se inclinó para recoger la máscara. Y entonces, al parecer sin transición alguna, se inclinó hacia delante para agarrar a la rubia por la cintura, apretándola con todas sus fuerzas a fin de que no le quedara aliento para gritar. Acababa de salir por una puerta que decía SERVICIO, empujando el carrito ante ella, y Norman pensó que debía de llevar bastante rato esperándola allí, pero no importaba porque ahora iban a entrar derechitos en la zona de servicio, solos Pam y su nuevo amigo Norman, Vva `l doro.

Pam lo estaba pateando, y algunos de sus golpes lo alcanzaron en las espinillas, pero la chica llevaba deportivos, deforma que apenas si sintió dolor. Apartó una mano de su cintura, cerró la puerta tras ellos y corrió el cerrojo. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que el lugar estaba desierto. Sábado por la tarde a última hora, en pleno fin de semana, debería estar vacío… y lo estaba. La estancia era larga y estrecha con una hilera corta de taquillas en el extremo más alejado. El olor era magnífico, una fragancia de ropa blanca limpia y planchada que a Norman le recordó el día de colada en su casa cuando era niño.

Había grandes montones de sábanas y fundas de almohadas pulcramente dobladas sobre estantes. Pilas de colchas se alineaban a lo largo de una pared. Norman empujó a Pam contra ellas, observando sin interés cómo la falda de su uniforme se le deslizaba muslos arriba. Su deseo sexual se había ido de vacaciones, tal vez incluso se había jubilado o muerto, y a lo mejor no importaba. Lo que tenía entre las piernas le había ocasionado muchos problemas a lo largo de los años. Era una putada, la clase de cosa que podía inducirte a pensar que Dios guardaba más relación con el cínico de Andrew Dice Clay de lo que te apetecía creer. Durante doce años ni siquiera reparabas en su presencia, y durante los siguientes cincuenta o incluso sesenta te arrastraba tras de sí como un demonio de Tasmania calvo y enloquecido.

—No grites —advirtió—. No grites, Pammy. Si gritas te mato.

Era una amenaza vacua, al menos de momento, pero ella no lo sabía.

Pam había aspirado una profunda bocanada de aire; ahora lo espiró silenciosamente. Norman se relajó un poco.

—Por favor, no me haga daño —suplicó.

Madre mía, qué original, ésa no la había oído en su vida, no señor.

—No quiero hacerte daño —le dijo en tono cálido—. De verdad que no.

Algo se agitaba en su bolsillo trasero. Alargó la mano y tocó goma. La máscara. Lo cierto era que no le sorprendió.

—Lo único que tienes que hacer es decirme lo que quiero saber, Pam. Y entonces podrás seguir tu camino, y yo el mío.

¿Cómo sabe mi nombre?

Norman se encogió de hombros, el gesto que empleaba en la sala de interrogatorios para indicar que sabía un montón de cosas porque en eso consistía su trabajo.

Pam estaba sentada sobre una pila de colchas de color marrón oscuro, idénticas a las de su habitación de la novena planta, alisándose la falda sobre las rodillas. Tenía los ojos de un matiz azul realmente extraordinario. Sobre el párpado inferior izquierdo tenía suspendida una lágrima que tembló y luego le rodó por la mejilla dejando tras de sí un rastro de rímel.

—¿Va a violarme? —preguntó.

Lo estaba observando con aquellos ojos extraordinariamente azules (¿Quién necesita encoñar a un hombre con esos ojazos, eh, Pammy?), pero Norman no vio en ellos la expresión que quería ver. En la sala de interrogatorios veías una expresión determinada en los ojos de los tipos a los que llevabas día y medio acosando a preguntas y estaban apunto de desmoronarse, una expresión humilde que parecía pedir un respiro. No vio aquella expresión en los ojos de Pammy.

Todavía.

—Pam…

—Por favor, no me viole, por favor, no, pero si lo hace, si realmente tiene que hacerlo, use condón, porque me da mucho miedo el sida…

Norman se la quedó mirando asombrado antes de echarse a reír. Al hacerlo le dolió el estómago, el diafragma y sobre todo la cara, pero no podía parar. Se dijo que tenía que controlarse, que algún empleado del hotel, tal vez incluso el detective del hotel, podía pasar por allí, oír risas procedentes de aquella habitación y preguntarse qué significaban, pero ni siquiera eso le sirvió de nada; tenía que esperar a que se le pasara.

La rubia lo observó anonadada y por fin esbozó una sonrisa cautelosa. Esperanzada.

Por fin, Norman consiguió dominarse, aunque ya se le estaban saltando las lágrimas.

—No voy a violarte, Pam —aseguró cuando por fin fue capaz de decir algo sin desacreditarlo con otra carcajada.

—¿Cómo sabe mi nombre? —repitió ella con más firmeza.

Norman sacó la máscara, deslizó la mano en su interior y la manejó como había hecho ante el capullo del contable del Camry.

—Pam-Pam-Pam-oh-Bam-banana fauna fo-Fam, fee-fi-mo-Mam —la hizo cantar.

La bamboleaba adelante y atrás como Shari Lewis a su puta Costilla de Cordero, sólo que no era un cordero, sino un toro, un estúpido toro maricón con flores en los cuernos. No tenía ni una sola puta razón en el mundo para que le gustara el toro de los cojones, pero la verdad era que le gustaba bastante.

—Y tú también me gustas a mí —dijo Ferd el toro maricón con los ojos clavados en Norman antes de volverse hacia Pam—. ¿Te molesta, Pam?

—N-n-no farfulló la chica aún sin aquella expresión en los ojos, aunque lo cierto era que iba progresando, porque estaba aterrada, de eso estaba seguro.

Norman se puso en cuclillas con las manos colgando entre los muslos y los cuernos de Ferdinand apuntando al suelo.

—Te gustaría que desapareciera de esta habitación y de tu vida, ¿verdad, Pammy? —le preguntó con sinceridad.

Pam asintió con tal vigor que el cabello le rebotó contra los hombros.

—Ya me lo imaginaba, y me parece bien. Tú dime una cosa y me marcharé en un periquete. Y no es una pregunta difícil. —Se inclinó hacia ella, y los cuernos de Ferd se arrastraron por el suelo—. Lo único que quiero saber es dónde está Rose. Rose Daniels. ¿Dónde vive?

—Oh, Dios mío.

El color que quedaba en el rostro de Pammy, dos manchas rojas sobre los pómulos, se desvaneció por completo, y sus ojos se abrieron hasta casi salírsele de las órbitas.

—Oh, Dios mío. Eres tú. Eres Norman.

Aquello lo asombró y enfureció. Se suponía que él sabía el nombre de ella, así era como funcionaban las cosas, pero ella no debía saber el suyo. Pam se levantó de la pila de colchas mientras intentaba asimilar el hecho de haberla oído pronunciar su nombre y estuvo a punto de escapar. Norman se lanzó tras ella alargando la mano derecha, en la que aún sostenía la máscara. A lo lejos se oyó decirle que no iba a ninguna parte, que quería hablar con ella y tenía intención de hacerlo de cerca.

La agarró por el cuello. Pam profirió un sonido ahogado que pretendía ser un grito y se lanzó hacia delante con fuerza sorprendente y nerviosa. Norman podría haberla retenido de no ser por la máscara, que resbaló sobre su mano sudorosa. Pam se zafó de él, se estrelló contra la puerta con los brazos extendidos a ambos lados, y en el primer momento Norman no comprendió lo que pasó a continuación.

Oyó un sonido, un sonido carnoso que le recordó el que emitía un corcho al salir de una botella de champán, y entonces Pam empezó a debatirse, golpeando la puerta con las manos, la cabeza echada hacia atrás en un ángulo extraño y rígido, como si contemplara la bandera durante una ceremonia patriótica.

—¿Eh? —farfulló Norman.

Ferdinand se alzó ante sus ojos, algo ladeado sobre su mano, Ferdinand parecía borracho.

—Uy —dijo el toro.

Norman se arrancó la máscara de la mano y se la guardó en el bolsillo, consciente ahora de un sonido parecido a la lluvia. Bajó la mirada y se dio cuenta de que el deportivo de Pam ya no era blanco, sino rojo. La sangre estaba formando un charco a su alrededor; corría a lo largo de la puerta en regueros largos. La chica seguía agitando las manos. A Norman le recordaron pajarillos.

Parecía clavada a la puerta, y cuando Norman avanzó unos pasos, se dio cuenta de que, en cierto modo, así era. Había un gancho para abrigos clavado en la maldita puerta. Pam se había zafado de su mano y al abalanzarse sobre la puerta se había empalado. Tenía el gancho clavado en el ojo izquierdo.

—Oh, Pam, mierda, estúpida —masculló Norman.

Estaba furioso y trastornado. No dejaba de ver la sonrisa estúpida del toro, de oír su voz diciendo «uy» como si fuera un personaje listillo de algún dibujo animado de la Warner.

Separó a Pam del gancho y en aquel momento oyó el crujido indescriptible de los tendones. El ojo bueno, más azul que nunca, según le parecía a Norman, lo miró con horror silencioso.

Y entonces abrió la boca y gritó.

Norman no titubeó ni un instante; sus manos actuaron por sí solas, asiéndole el rostro por las mejillas antes de colocar las palmas bajo los ángulos delicados de la mandíbula y girarla. Se oyó un solo crujido seco, el sonido de alguien al pisar una rama de cedro, y entonces Pam se desplomó entre sus brazos. Se había ido y se había llevado consigo lo que sabía sobre Rose.

—Maldita puta —jadeó Norman—. ¡Mira que clavarte el puto gancho en el ojo, imbécil!

La zarandeó. Su cabeza se bamboleó de un lado a otro. Ahora llevaba un babero rojo sobre el uniforme blanco. Norman la llevó de nuevo a la pila de colchas y la dejó caer sobre ellas. Pam cayó con las piernas abiertas.

—Puta de mierda —masculló Norman—. No puedes dejar de hacer eso aunque estés muerta, ¿eh?

Le cruzó las piernas. Uno de sus brazos cayó del regazo y chocó contra las colchas. Norman vio que llevaba un llamativo brazalete lila que parecía un trozo de cable de teléfono. En él había una llave.

Norman se la quedó mirando y luego se volvió hacia las taquillas que se alineaban en el otro extremo de la estancia.

No puedes ir allí, Normie, le advirtió su padre. Sé lo que estás pensando, pero estás loco si te acercas siquiera a su casa de Durham Avenue.

Norman esbozó una sonrisa. Estás loco si vas allí. Eso era bastante divertido si uno se paraba a pensarlo. Además, ¿adónde iba a ir si no? ¿Qué otra opción le quedaba? No tenía mucho tiempo. Tras él ardían sus navíos, todos ellos.

—El tiempo está distorsionado —murmuró Norman Daniels antes de quitarle el brazalete a Pam.

Se acercó a las taquillas con el brazalete entre los dientes mientras se colocaba la máscara del toro sobre la mano. Sostuvo a Ferd en alto para que revisara las etiquetas pegadas a las taquillas.

—Esta —anunció Ferd golpeteando la taquilla con la etiqueta PAM HAVERFORD con el rostro de goma.

La llave entraba en la cerradura. En el interior de la taquilla había unos vaqueros, una camiseta, un sujetador deportivo, un neceser y el bolso de Pam. Norman llevó el bolso hasta una de las cestas de la colada y vació su contenido sobre las toallas. Deslizó a Ferdinand sobre las cosas como si se tratara de un extraño satélite espía.

—Ahí lo tienes, grandullón —murmuró Ferdinand.

Norman separó un trozo delgado de plástico gris de la basura de cosméticos, pañuelos de papel y papeles. Abriría la puerta principal del club, de eso no cabía duda. Lo cogió y luego se volvió para marcharse…

—Espera —exclamó 'l doro antes de acercarse al oído de Norman y susurrarle algo mientras sus cuernos oscilaban adelante y atrás.

Norman escuchó y por fin asintió. Volvió a quitarse la máscara de la mano sudorosa, se la guardó en el bolsillo y se inclinó sobre el contenido del bolso de Pam. Esta vez rebuscó con cuidado, como si estuviera examinando «el lugar de los hechos», como se decía en la jerga policial…, aunque en tal caso habría utilizado la punta de un lápiz o de un bolígrafo en lugar de las yemas de los dedos.

Es evidente que las huellas no representan ningún problema aquí, pensó con una carcajada. Ya no.

Empujó a un lado su monedero y recogió un librito rojo con las palabras TELÉFONOS Y DIRECCIONES impresas sobre la tapa. Buscó en la D y encontró una entrada para Hijas y Hermanas, pero no era eso lo que buscaba. Pasó a la primera página del libro, donde había muchos números escritos sobre y alrededor de los garabatos de Pam, en su mayoría ojos y pajaritas de dibujos animados. Sin embargo, todos aquellos números parecían números de teléfono.

Pasó a la última página, otro sitio probable. Más números de teléfono, más ojos, más pajaritas… y en el centro, bien enmarcado y rodeado de asteriscos, lo siguiente:

—Vaya, vaya —susurró—. Conserven sus cartones, amigos, pero creo que hemos cantado Bingo, ¿verdad, Pammy?

Norman arrancó la última página de la agenda de Pam, se la guardó en el bolsillo delantero y se dirigió de puntillas hacia la puerta. Allí se detuvo a escuchar. No había moros en la costa. Exhaló un suspiro y rozó una esquina del papel que se acababa de guardar en el bolsillo. En aquel momento, su mente rebotó de nuevo, y durante un rato no hubo nada en absoluto.