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Había tenido la sensación de estar flotando sobre su cabeza, pero cuando Gertie la Sucia se le había meado encima, todo eso cambió. Ahora, en lugar de sentirse como un globo lleno de helio, se le antojaba que su cabeza era una piedra plana que una mano poderosa hubiera arrojado una y otra vez al lago para hacerla rebotar. Ya no estaba flotando, sino que le daba la impresión de dar saltos.

Aún no podía creer lo que aquella zorra negra y gorda le había hecho. Lo sabía, sí, pero saber y creer eran dos cosas bien distintas a veces, y ahora era una de esas veces. Era como si hubiera sufrido una transmutación oscura que lo había convertido en una criatura distinta y le concedía tan sólo breves períodos de pensamiento entre lagos extraños e inconexos de experiencia.

Recordaba haberse levantado por última vez detrás del cagadero, con el rostro sangrándole en media docena de puntos, la nariz inflamada, el cuerpo dolorido por los múltiples choques contra la silla de ruedas y los ciento cincuenta kilos de Gertie la Sucia…, pero podría haber soportado todos aquellos contratiempos… y más. Era la orina de Gert, el olor de Gertie, no simple orina sino la orina de una mujer, lo que le producía la sensación de que su mente se combaba cada vez que pensaba en ello. Pensar en lo que aquella mujer le había hecho le daba ganas de gritar y convertía el mundo, con el que necesitaba permanecer en contacto a toda costa si no quería acabar entre rejas, embutido en una camisa de fuerza y atiborrado de tranquilizantes, en una mancha borrosa.

Mientras corría a lo largo de la valla pensó: Ve a por ella, da media vuelta y ve a por ella, ve a por ella y mátala por lo que te ha hecho, es la única forma de que puedas volver a dormir, es la única forma de que puedas volver a pensar.

Pero una parte de él sabía que no debía hacerlo, de modo que en lugar de ir a por ella siguió corriendo.

Con toda probabilidad, Gertie la Sucia creía que era el sonido de la gente que se acercaba lo que lo había ahuyentado, pero no era cierto. Había echado a correr porque las costillas le dolían tanto que apenas podía respirar, al menos de momento, el estómago le palpitaba y los testículos le vibraban de aquel modo profundo y desesperante que sólo los hombres conocían.

Y no sólo había echado a correr por el dolor…, sino por lo que significaba el dolor. Temía que si volvía a por ella, Gertie la Sucia no se limitara a reducirlo, de modo que huyó, corriendo a lo largo de la valla de madera a toda prisa, y la voz de Gertie la Sucia lo persiguió como un espíritu burlón: Te ha dejado un pequeño mensaje… sus riñones a través de mis riñones… un pequeño mensaje, Normie… ahí va…

Y entonces había rebotado por la superficie del lago por primera vez, sólo un poquito, la piedra de su mente rebotando contra la superficie plana de la realidad antes de salir despedida de nuevo, y cuando volvió en sí, habían transcurrido unos segundos, tal vez sólo quince, pero a lo mejor hasta cuarenta y cinco. Estaba corriendo por el camino central en dirección al parque de atracciones, corriendo sin pensar, como una vaca en una estampida, alejándose de las salidas del parque en lugar de dirigirse hacia ellas, corriendo hacia el malecón, hacia el lago, donde sería un juego de niños acorralarlo y luego abatirlo.

Entretanto, su mente gritaba con la voz de su padre, ese sobón de campeonato (y al menos en una memorable excursión de caza, también un chupapollas de campeonato). ¡Una mujer!, gritaba Ray Daniels. ¿Cómo has podido permitir que una zorra te diera semejante paliza, Normie?

Desterró aquella voz de su mente. El viejo le había gritado lo suficiente durante su vida, y Norman no estaba dispuesto a escuchar las mismas paridas ahora que había muerto. Podía encargarse de Gertie, podía encargarse de Rosie, podía encargarse de todas ellas, pero para ello tenía que salir de allí… y antes de que todos los guardias de seguridad del parque se pusieran a buscar al tipo calvo de la cara ensangrentada. Ya había demasiada gente mirándolo, ¿y por qué no iban a mirar? Apestaba a meados y tenía aspecto de haber sufrido el ataque de un gato montés.

Entró en un callejón que mediaba entre la zona de videojuegos y la atracción de los Mares del Sur sin ningún plan en mente, deseoso tan sólo de alejarse de los mirones del camino central, y fue entonces cuando le tocó la lotería.

La puerta lateral de la sala de videojuegos se abrió, y por ella salió lo que Norman supuso que era un niño. Era imposible asegurarse. Era bajo como un niño e iba vestido como un niño, con vaqueros, deportivos Reebok, camiseta de Michael McDermott (AMO A UNA CHICA LLAMADA LLUVIA, proclamaba, aunque quién coño sabía lo que significaba eso), pero llevaba toda la cara cubierta por una máscara de goma. Era Ferdinand el Toro. Ferdinand lucía una sonrisa ancha y estúpida y tenía los cuernos adornados con guirnaldas de flores. Norman no vaciló en ningún momento, sino que se limitó a alargar el brazo y arrancar la máscara al chico. Se llevó un buen mechón de pelo de propina, pero qué coño.

—¡Eh! —gritó el niño.

Sin máscara aparentaba unos once años, pero parecía más enfurecido que asustado.

—¡Devuélvamela! ¡Es mía! ¡La he ganado! ¿Qué se cree que…?

Norman volvió a alargar el brazo, tomó el rostro del niño con la mano y lo empujó hacia atrás con fuerza. La pared lateral de los Mares del Sur era de lona, y el niño se desplomó sobre ella con los deportivos carísimos agitándose en el aire.

—Si se lo dices a alguien vuelvo y te mato —lo amenazó Norman.

Acto seguido se dirigió de nuevo hacia el camino central al tiempo que se colocaba la máscara sobre el rostro. Apestaba a goma y al pelo sudoroso de su anterior propietario, pero nada de eso molestó a Norman. Lo que le molestaba era la idea de que la máscara no tardaría en apestar también a los meados de Gertie.

En aquel momento, su mente rebotó de nuevo, y Norman se perdió por un rato en la capa de ozono. Al regresar estaba entrando en el aparcamiento de Press Street, con una mano apretada contra el lado derecho del tórax, donde cada respiración lo sumía en la agonía. El interior de la máscara olía exactamente como había temido, de modo que se la quitó, aspirando con gratitud el aire fresco que no olía a meados ni a coño. Contempló la máscara con un estremecimiento.

Algo en aquella cara sonriente e insípida lo asustaba. Un toro con un anillo en la nariz y guirnaldas de flores en los cuernos. Un toro con la sonrisa de una criatura a la que han arrebatado algo y es demasiado estúpida como para saber de qué se trata. Su primer impulso fue tirar aquel maldito trasto, pero se contuvo en el último instante. Tenía que pensar en el cobrador del aparcamiento, y aunque sin duda recordaría a un hombre que había salido con la cara cubierta por una máscara de Ferdinand el Toro, tal vez no la asociaría de inmediato con el hombre sobre el que la policía no tardaría en preguntarle. Si la máscara le concedía un poco más de tiempo, entonces merecía la pena conservarla.

Se sentó al volante del Tempo, arrojó la máscara sobre el asiento, se inclinó hacia delante e hizo el puente con los cables de arranque. En aquel momento, el olor a meados lo azotó con tal fuerza que empezaron a llorarle los ojos. Rosie dice que te van los riñones, oyó decir a Gertie la Sucia, la negrata de mierda, dentro de su cabeza. Le daba un miedo espantoso la idea de que Gertie pudiera permanecer en su mente para siempre…, como si lo hubieran violado y le hubieran dejado la semilla fertilizada de un hijo deformado y estrafalario.

Dice que no te gusta dejar marcas.

No, pensó. No, basta, no pienses en ello.

Te ha dejado un pequeño mensaje de parte de sus riñones, y lo ha hecho a través de mis riñones… y entonces le había inundado la cara con ese líquido apestoso y caliente como una fiebre infantil.

—¡No! —gritó a pleno pulmón al tiempo que asestaba un puñetazo al salpicadero acolchado—. ¡No, no puede hacer eso! ¡No puede! ¡NO PUEDE HACERME ESO! Adelantó otra vez el puño y esta vez arrancó de cuajo el espejo retrovisor, que chocó contra el parabrisas y rebotó para caer al suelo. Luego atacó el parabrisas y se hizo daño en la mano; el anillo de la Academia de Policía dejó un nido de grietas que parecían un asterisco descomunal. Estaba apunto de ensañarse con el volante cuando por fin logró dominarse. Alzó la mirada y vio el ticket del aparcamiento encajado bajo el visor. Se concentró en él mientras pugnaba por recuperar el control.

Cuando se sintió algo mejor se llevó la mano al bolsillo, sacó el dinero y separó un billete de cinco del fajo. Entonces, haciendo acopio de fuerzas para soportar el olor (aunque en realidad no había forma de evitarlo), volvió a ponerse la máscara de Ferdinand y condujo despacio hacia la caja. Se asomó a la ventanilla y se quedó mirando al cobrador por los orificios de la máscara. Vio que el hombre se aferraba a la puerta de la cabina con mano temblorosa mientras se inclinaba hacia delante para coger el billete, y en aquel instante se dio cuenta de algo maravilloso: el tipo estaba borracho.

—Vva `l doro —farfulló el cobrador con una risita.

—Eso —asintió el toro asomado a la ventanilla del Ford Tempo—. El toro grande.

—Son dos cincuenta…

—Quédese con el cambio —lo atajó Norman antes de alejarse.

Condujo media manzana y se detuvo, convencido de que si no se quitaba la maldita máscara inmediatamente empeoraría la situación vomitando en ella. Tiró de ella con pánico, como un hombre que acaba de darse cuenta de que tiene una sanguijuela pegada a la cara, y entonces todo desapareció durante otro rato, rebotó de nuevo, y su mente se separó de la superficie de la realidad como un misil teledirigido.

Cuando volvió en sí se hallaba al volante del coche, parado en un semáforo y sin camiseta. En la esquina más alejada del cruce, el reloj de un banco marcaba las dos y siete minutos. Paseó la mirada en derredor y vio su camiseta tirada en el suelo junto al retrovisor y la máscara robada. Ferdie el Sucio, desinflado y con una perspectiva extraña, lo miraba con ojos vacíos a través de los cuales Norman veía la alfombrilla del asiento del acompañante. La sonrisa alegre e insípida del toro se había arrugado hasta convertirse en una mueca malvada y sabia. Pero no importaba. Al menos había conseguido quitarse esa cosa asquerosa. Encendió la radio, lo que no le resultó fácil con el botón del dial arrancado, pero tampoco imposible, desde luego que no. Seguía sintonizada en la emisora de canciones de antes, y en aquel momento, Tommy James y los Shondells cantaban Hanky Panky. Norman empezó a tararearla.

En el carril contiguo, un hombre con aspecto de contable estaba sentado al volante de un Camry y observaba a Norman con curiosidad cautelosa. En el primer momento, Norman no comprendió qué podía interesarle tanto al hombre, pero entonces recordó que tenía la cara ensangrentada, y la sangre debía de estar ya reseca, a juzgar por la sensación que le producía. Y además iba descamisado, por supuesto. Tendría que hacer algo al respecto, y en seguida. Entretanto…

Se inclinó hacia delante, recogió la máscara, deslizó una mano en ella y asió los labios con los dedos para hacer que Ferdinand cantara la canción de Tommy James y los Shondells. Movía la muñeca para hacer que Ferdinand pareciera bailar al ritmo de la música. El hombre con aspecto de contable se volvió en seco para mirar la carretera. Por un instante permaneció inmóvil, luego se inclinó para bajar el seguro del asiento del acompañante.

Norman esbozó una sonrisa.

Volvió a tirar la máscara al suelo y se restregó la mano con que la había tocado contra el pecho desnudo. Sabía que debía de tener un aspecto muy extraño, demencial, pero no estaba dispuesto a ponerse otra vez esa camiseta meada. La cazadora de cuero yacía sobre el asiento del acompañante, y al menos estaba seca por dentro. Norman se la puso y se la abrochó hasta la barbilla. El semáforo cambió a verde mientras lo hacía, y el Camry arrancó como si llevara un petardo en el culo. Norman también arrancó, pero con mucha más tranquilidad mientras seguía cantando: «La vi caminando… Sabes que la veía por primera vez… Una chica bonita y sola… Eh, muñeca, ¿quieres que te lleve a casa?». Le recordaba el instituto. La vida había sido agradable entonces. Nada de dulces Roses que le jodieran la existencia ni causaran todos aquellos problemas. Al menos no hasta el último año.

¿Dónde estás, Rose?, pensó. ¿Por qué no estabas en el picnic de las zorras? ¿Dónde coño estás?

—Está en su propio picnic —susurró 'l doro, y en aquella voz había algo extraño y sabio a un tiempo, como si hablara con el conocimiento indiscutible de un oráculo.

Norman se detuvo junto al bordillo sin hacer caso de la señal PROHIBIDO APARCAR - ZONA DE CARGA Y DESCARGA y volvió a coger la máscara. Volvió a deslizar la mano en ella. Pero esta vez la giró para encararse con ella. Veía sus dedos en las cuencas vacías de los ojos, pero pese a ello, aquellas cuencas parecían mirarlo.

—¿Qué quieres decir con eso de su propio picnic? —preguntó con voz ronca.

Sus dedos se movieron y movieron los labios del toro. No los sentía moverse, pero sí los veía. Suponía que la voz que oía era su propia voz, pero no parecía su voz y no parecía proceder de su garganta, sino de entre aquellos labios sonrientes de goma.

—Le gusta cómo la besa él —explicó Ferdinand—. Lo que yo te diga. También le gusta cómo usa las manos. Quiere echar un polvete con él antes de volver. —El toro pareció suspirar, y su cabeza de goma osciló de un lado a otro de la muñeca de Norman con un ademán de resignación extrañamente cosmopolita—. Pero eso es lo que les gusta a todas las mujeres, ¿no? El malacatón. El polvete. Toda la noche.

—¿Quién? —gritó Norman a la máscara con la sangre latiéndole en las sienes—. ¿Quién la está besando? ¿Quién la está sobando? ¿Y dónde están? ¡Dímelo!

Pero la máscara guardó silencio. Si es que había hablado en algún momento.

¿Qué vas a hacer, Normie? La voz que conocía. La voz de papá. Un coñazo, pero no daba miedo. La otra voz sí que le había dado miedo. Por mucho que hubiera salido de su propia garganta, le había dado miedo.

—Encontrarla —susurró—. Voy a encontrarla y entonces le enseñaré a echar polvetes. Mi versión.

Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo vas a encontrarla?

Lo primero que se le ocurrió fue el club de Durham Avenue. Allí habría un archivo que revelaría dónde vivía Rose, de eso estaba seguro. Pero aun así, no era una buena idea. Aquel lugar era una especie de fortaleza. Haría falta una tarjeta de apertura (que se parecería mucho a su tarjeta del cajero, por cierto) para entrar, y tal vez un código numérico para que el sistema de alarma no se activara.

¿Y qué había de la gente que vivía allí? Bueno, podía liarse a tiros sise daba el caso; matar a algunas de ellas y ahuyentar al resto. Su revólver de servicio estaba en la caja fuerte del hotel (una de las ventajas de viajar en autobús), pero los revólveres solían ser una solución de mierda. ¿Y si la dirección estaba en un ordenador? Probablemente así era, porque todo el mundo utilizaba esos trastos. Lo más probable era que siguiera peleándose con el bicho, intentando convencer a alguna de las mujeres para que le diera la contraseña y el nombre del archivo cuando entrara la policía y lo hiciera picadillo.

Y entonces oyó algo… Otra voz que surgió de su memoria como una sombra vislumbrada en el humo de un cigarrillo… me da pena perderme el concierto, pero si quiero ese coche no puedo desperdiciar la oportunidad…

¿De quién era esa voz y cuál era la oportunidad que su dueña no podía desperdiciar?

Al cabo de un momento se le ocurrió la respuesta a la primera pregunta. Era la voz de la rubia. La rubia de ojos grandes y culito bien puesto. La rubia cuyo verdadero nombre era Pam Nosequé. Pam trabajaba en el Whitestone, Pam bien podía conocer a su Rose errante, y Pam no podía desperdiciar la oportunidad. ¿De qué podía tratarse? Cuando uno se paraba a pensarlo, la pregunta no parecía tan difícil, ¿verdad? Cuando uno quería un coche, lo único que no podía desperdiciar era la oportunidad de hacer unas cuantas horas extras. Y puesto que el concierto que se perdería era aquella noche, lo más probable era que estuviera en el hotel en ese momento. Y aunque no estuviera llegaría pronto. Y si sabía algo se lo diría. La zorra de los pelos de punkie no se lo había dicho porque no había tenido suficiente tiempo para hablar con ella. Pero esta vez tendría todo el tiempo del mundo.

Ya se ocuparía él de que fuera así.