La primera impresión borrosa que Rosie tuvo de la sala de urgencias del East Side Receiving Hospital fue que todas las residentes de Hijas y Hermanas estaban allí. Al cruzar la estancia en dirección a Gert sin apenas advertir la presencia de los hombres arremolinados en torno a ella, vio que faltaban al menos tres. Anna, que tal vez seguía en el servicio de conmemoración por su ex marido, Pam, que estaba trabajando, y Cynthia. Era la ausencia de esta última la que más la asustaba.
—¡Gert! —gritó mientras se abría paso entre los hombres sin apenas echarles un vistazo—. Gert, ¿dónde está Cynthia? ¿Está…?
—Arriba —repuso Gert intentando dedicarle una sonrisa tranquilizadora, aunque sin conseguirlo, pues tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar—. La han ingresado y es probable que pase bastante tiempo aquí, pero se pondrá bien, Rosie. Le ha dado una buena paliza, pero se pondrá bien. ¿Sabes que llevas un casco de moto? Estás bastante… mona.
Las manos de Bill se peleaban con la hebilla del casco de Rosie, pero esta vez ella apenas se dio cuenta de que le quitaba el casco. Estaba mirando a Gert…, Consuelo… Robin. Buscando ojos que le revelaran que estaba infectada, que había traído una epidemia a su casa antes tan limpia. Buscando el odio.
—Lo siento —dijo con voz ronca—. Lo siento todo.
—¿Por qué? —preguntó Robin con verdadera sorpresa—. Tú no le has dado una paliza a Cynthia.
Rosie la miró con expresión insegura antes de volverse de nuevo hacia Gert. Su amiga había desviado los ojos, y cuando Rosie siguió la dirección de su mirada, el corazón le dio un vuelco. Por primera vez fue consciente de que había policías además de mujeres de H y H. Dos vestidos de paisano y tres uniformados. Policías.
Extendió una mano entumecida para tomar la de Bill.
—Tienen que hablar con esta mujer —estaba diciendo Gert a uno de los policías—. Es su marido quien ha hecho esto. Rosie, éste es el teniente Hale.
Todos se volvieron hacia ella, se giraron para mirar a la mujer que había cometido el error mortal de robar la tarjeta de su marido policía e intentado escapar de él.
Los hermanos de Norman la estaban mirando.
—¿Señora? —saludó el policía de paisano que se llamaba Hale, y por un instante su voz le recordó tanto a la de Harley Bissington que sintió deseos de gritar.
—Tranquila, Rosie —murmuró Bill—. Estoy aquí y aquí me quedo.
—Señora, ¿qué puede decirnos de esto?
Al menos ya no sonaba igual que Harley. Su imaginación le había jugado una mala pasada, nada más. Rosie miró por la ventana en dirección al carril de aceleración de la autopista. Miró hacia el este, hacia el lugar del que la noche surgiría del lago al cabo de pocas horas. Se mordió el labio y luego se volvió de nuevo hacia el policía. Apoyó una mano sobre la de Bill y habló con una voz ronca que apenas reconoció como suya.
—Se llama Norman Daniels —explicó al teniente Hale.
Tienes la misma voz que la mujer del cuadro, pensó. La misma voz que Rose Madder.
—Es mi marido, es detective de la policía y está loco.