Gert dobló la esquina del edificio de ladrillo con tal rapidez que apenas pudo esquivar la silla de ruedas abandonada, por lo que estuvo a punto de caer al suelo cuan larga era. El hombre calvo de la cazadora de cuero, Norman Daniels, estaba de espaldas a ella, agarrando a Cynthia por los hombros con tal fuerza que sus pulgares casi habían desaparecido en la escasa carne de la muchacha. El rostro de Norman se hallaba a escasos centímetros del de ella, pero Gert distinguió la curiosa desviación de la nariz de la joven. Lo había visto con anterioridad, una vez en su propio espejo. Cynthia se había roto la nariz en una ocasión.
—Dime dónde está, maldita seas, o nunca tendrás que volver a preocuparte por el lápiz de labios, porque te los arrancaré de un mordisco y…
En aquel instante, Gert dejó de pensar, dejó de oír y puso el piloto automático. En dos pasos se plantó junto a Daniels. Mientras avanzaba entrelazó los dedos de ambas manos para formar un gran puño. Levantó los brazos sobre el hombro derecho, intentando alcanzar la altura máxima, pues tenía que bajarlos a toda velocidad. Justo antes de asestar el golpe, los ojos aterrados de Cynthia se desplazaron hacia ella, y el marido de Rosie lo advirtió. Era rápido, Gert tenía que reconocerlo. Era tremendamente rápido. Sus manos entrelazadas lo golpearon con fuerza, pero no en la nuca, como había pretendido, pues Daniels ya había empezado a girarse, por lo que lo alcanzó en el rostro, junto a la mandíbula. Sus probabilidades de noquearlo de forma limpia y sin aspavientos se habían esfumado. Cuando Daniels se volvió hacia ella, lo primero que pensó Gert fue que había comido fresas. Daniels le sonrió, y de sus labios aún chorreaba sangre. Aquella sonrisa horrorizó a Gert y le reveló que sólo había logrado asegurarse de que murieran dos mujeres en lugar de una. Eso no era un hombre. Era Grendel con chupa de cuero.
—¡Vaya, si es Gertie la Sucia! —exclamó Norman—. ¿Quieres luchar, Gertie? ¿Es eso lo que quieres? ¿Luchar? ¿Quieres someterme con esas tetas de artillería, eh, Gertie?
Se echó a reír y se golpeó la pechera de la camisa para transmitirle cuánta gracia le hacía aquella idea. Las cremalleras de la chupa tintinearon.
Gert lanzó una mirada a Cynthia, que se estaba mirando como si se preguntara adónde había ido a parar su blusa.
—¡Cynthia, corre!
Cynthia la miró con expresión perpleja, retrocedió dos pasos y por fin se apoyó en la pared del lavabo como si la idea de huir se le antojara demasiado agotadora. Gert ya distinguía los morados que le estaban saliendo en las mejillas y la frente.
—Gert-Gert-bo-Bert —canturreó Norman mientras avanzaba hacia ella—. Banana-fulana-culona… ¡Gert! —Se echó a reír como un niño antes de enjugarse de la boca parte de la sangre de Cynthia; tenía hilillos de sudor adheridos al cráneo pelado. A Gert se le antojaron lentejuelas—. Ooooh, Gertie —siguió canturreando Norman mientras balanceaba el torso como si se tratara del cuerpo de una cobra surgiendo de la cesta del encantador—. Ooooh, Gertie. Te voy a hacer papilla. Te voy a machacar. Te voy a girar del revés como si fueras un guante. Te voy a…
—Entonces, ¿por qué no vienes y lo haces? —gritó Gert—. ¡Esto no es el baile de fin de curso, gallina de mierda! ¡Si quieres cogerme, ven a por mí!
Daniels dejó de bambolearse y se la quedó mirando con la boca abierta, por lo visto incapaz de creer que esa bola de grasa le hubiera gritado. Lo había insultado. A su espalda, Cynthia retrocedió otros dos o tres pasos, y la tela de sus bermudas siseó contra el ladrillo del lavabo. Por fin volvió a apoyarse contra la pared.
Gert extendió los brazos con las palmas de las manos hacia dentro, a unos sesenta centímetros de distancia, y los dedos separados. Hundió la cabeza entre los hombros y se agazapó como una osa madre. Norman observó aquella postura defensiva, y su expresión de sorpresa se trocó en otra divertida.
—¿Qué vas a hacer, Gert? —preguntó—. ¿Crees que me vas a hacer unas cuantas llaves de Bruce Lee? Pues tengo una noticia para ti. Está muerto. Igual que tú dentro de unos quince segundos… Una foca negra de mierda muerta.
Se echó a reír.
De repente, Gert pensó en Lana Kline, que había mirado en derredor con nerviosismo y anunciado que quizás esperaría a que Gert saliera del lavabo.
—¡Lana! —gritó a pleno pulmón—. ¡Está aquí! ¡Si sigues ahí, ve a buscar ayuda!
El marido de Rosie volvió a adoptar una expresión sorprendida, pero pronto se tranquilizó. Esbozó otra sonrisa. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Cynthia seguía allí y luego se volvió de nuevo hacia Gert, balanceando el torso una vez más.
—¿Dónde está mi mujer? —preguntó—. Dime dónde está y a lo mejor sólo te rompo un brazo. Qué coño, igual incluso te dejo marchar. Me robó la tarjeta del cajero, y lo único que quiero es recuperarla.
No puedo atacarlo, pensó Gert. Tiene que atacarme él, es la única oportunidad que tengo. Pero ¿cómo voy a conseguirlo?
Pensó en Peter Slowik, en las partes de su cuerpo que habían desaparecido y en las zonas en que se habían concentrado los mordiscos, y eso le dio una idea.
—Le das un sentido completamente nuevo al concepto de comer, ¿verdad, maricón de mierda? Note bastaba mamársela, ¿eh? Así que, ¿qué te parece? ¿Vienes a por mí o es que te dan miedo las mujeres?
La sonrisa no se limitó a desaparecer de su rostro esta vez; cuando Gert lo llamó maricón de mierda, se esfumó con tal brusquedad que Gert casi la oyó quebrarse como una estalactita sobre las punteras de acero de sus botas. Norman dejó de balancearse.
—¡TE MATARÉ, ZORRA! —chilló Norman al tiempo que se abalanzaba sobre ella.
Gert giró un poco el cuerpo, como había hecho el día en que Cynthia la atacara, el día en que Rosie llevó el cuadro a la sala de recreo del sótano de H y H. Mantuvo las manos bajas más tiempo del que empleaba cuando enseñaba llaves a las chicas, sabiendo que ni siquiera la rabia ciega de Norman bastaba para garantizar el éxito; a fin de cuentas, Norman era fuerte, y si Gert no conseguía reducirlo por completo, acabaría hecha papilla. Norman alargó los brazos hacia ella con los labios separados en una mueca predadora, listo para morder. Gert se agazapó aún más, hasta que el trasero le chocó contra la pared de ladrillo, y pensó Ayúdame, Dios mío. Y entonces asió las muñecas gruesas y velludas de Norman.
No lo estropees pensando en ello, se dijo al tiempo que se encaraba con él, adelantaba la cadera para chocar contra su costado y se daba impulso hacia la izquierda. Separó las piernas, se agachó, y sus pantalones de pana reventaron casi hasta la cinturilla con un sonido que le recordó una piña explotando en el fuego.
La llave funcionó a las mil maravillas. Su cadera se había convertido en un cojinete, y Norman salió despedido por encima de él con una expresión que pasó de la furia al más completo asombro. Cayó de cabeza sobre la silla de ruedas, que volcó y aterrizó sobre él.
—Uuauu —susurró Cynthia con voz ronca desde su lugar contra la pared.
Lana Kline asomó los ojos marrones por la esquina del edificio.
—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas…?
En aquel momento vio al hombre ensangrentado que intentaba zafarse de la silla volcada, advirtió la maldad que destilaban sus ojos y se interrumpió en seco.
—Corre a buscar ayuda —espetó Gert—. Seguridad. Ahora mismo. Ponte a gritar como una loca.
Norman empujó la silla a un lado. De su frente tan sólo caían algunas gotas de sangre, pero la nariz le sangraba como una fuente.
—Te mataré por esto —susurró.
Gert no tenía intención de darle la oportunidad de intentarlo. Cuando Lana se volvió y echó a correr gritando como una energúmena, Gert se dejó caer sobre Norman Daniels con una fuerza que Hulk Hogan habría envidiado. Cayó sobre él con todo su peso, que no era poco, ciento cuarenta kilos la última vez que se había pesado, y los esfuerzos de Norman por levantarse cesaron al instante. Sus brazos se desplomaron como palillos, y su nariz ya herida se estrelló contra la tierra apisonada que mediaba entre el edificio de ladrillo y la valla, mientras que sus huevos chocaron contra uno de los apoyapiés de la silla de ruedas con fuerza paralizadora. Intentó gritar (al menos su rostro así lo indicaba), pero no logró proferir más que una especie de silbido.
Ahora Gert estaba sentada sobre él, con los faldones desgarrados del pantalón subidos casi hasta las caderas, y mientras estaba ahí sentada, preguntándose qué hacer a continuación, recordó las dos o tres primeras veces en que Rosie había reunido por fin el valor suficiente en el Círculo de Terapia para hablar. Lo primero que les dijo fue que sufría dolores de espalda terribles, dolores que a veces ni siquiera un baño caliente aliviaba, y cuando les explicó la razón, muchas de las mujeres asintieron porque reconocían y comprendían la situación. Gert había sido una de ellas. En aquel momento alargó el brazo y se levantó aún más los pantalones rotos hasta dejar al descubierto unas enormes bragas de algodón azul.
—Rosie dice que te van los riñones, Norman. Dice que es porque eres muy tímido y no te gusta dejar marcas. Además te gusta el aspecto que tiene cuando la pegas allí, ¿verdad? Esa expresión enferma. Se pone muy pálida, ¿verdad? Incluso los labios se le ponen pálidos. Cuando ves esa expresión enferma en su cara, algo se arregla dentro de ti, ¿verdad? Al menos por un tiempo.
—… zorra… —susurró él.
—Sí, te van los riñones, claro que te van. Descubro muchas cosas mirando a la gente; es uno de mis talentos. —Empleó las rodillas para trepar por el cuerpo de Norman, hasta llegar casi hasta los hombros—. A algunos les van las piernas, a otros los traseros, a otros los culos y luego hay otros que son bien raros los muy hijos de puta, como tú, Norman, el de los riñones. Bueno, ya debes de conocer el viejo proverbio: «A cada uno lo suyo, dijo la vieja criada mientras besaba a la vaca».
—… quítate… —susurró él.
—Rosie no está aquí, Norm —prosiguió Gert sin hacerle caso y trepando un poco más—, pero ha dejado un pequeño mensaje de parte de sus riñones, y lo ha hecho a través de mis riñones. Espero que estés preparado, porque ahí va.
Avanzó un último paso, se colocó sobre el rostro vuelto de Norman y se relajó. Ah, qué alivio.
En el primer momento, Norman no pareció darse cuenta de lo que sucedía. Pero entonces comprendió. Empezó a gritar e intentó apartar a Gert, que utilizó las nalgas para sentarse de nuevo con firmeza sobre él. Le sorprendía que Norman hubiera sido capaz de realizar semejante esfuerzo después de la paliza que había recibido.
—No, no, no, pequeñuelo —lo regañó mientras seguía vaciando la vejiga.
Norman no corría peligro de ahogarse, pero Gert jamás había visto semejante repulsión y furia en un rostro humano. ¿Y por qué? Por un poco de agua caliente. Y si alguien en la historia del mundo había necesitado que le mearan encima, era ese cabrón chal…
Norman profirió un grito agudo e inarticulado, alargó ambas manos, le asió los antebrazos y le clavó las uñas. Gert gritó (sobre todo de sorpresa, aunque aquello dolía un huevo) y desplazó el peso de su cuerpo hacia atrás. Norman sincronizó su movimiento a la perfección y se incorporó en el mismo instante, esta vez con más fuerza que antes, consiguiendo que Gert cayera al suelo. Norman se levantó dando tumbos, con el rostro y la calva chorreantes, la cazadora de cuero empapada, la camiseta blanca adherida al cuerpo.
—Te has meado encima mío, puta —espetó antes de abalanzarse sobre ella.
Cynthia le hizo la zancadilla. Norman tropezó y volvió a caer de bruces sobre la silla de ruedas. Se apartó de ella a gatas y se dio la vuelta. Intentó levantarse, estuvo a punto de conseguirlo, pero luego volvió a desplomarse entre jadeos, mirando a Gert con aquellos ojos grises y brillantes. Ojos dementes. Gert se acercó a él con la intención de derribarlo e inmovilizarlo. Le rompería la espalda si hacía falta, y era el momento de hacerlo, antes de que reuniera fuerzas suficientes para volver a incorporarse.
Norman se llevó la mano a uno de los múltiples bolsillos de la cazadora, y por un terrible instante, Gert estuvo segura de que tenía una pistola, de que le pegaría dos o tres tiros en la barriga. Al menos moriré con la vejiga vacía, pensó al tiempo que se detenía.
No era una pistola, pero tampoco era mucho mejor: Norman tenía un taser. Gert conocía a una loca sin hogar del centro que tenía uno y lo utilizaba para matar ratas tan enormes que parecían cockers sin certificado de pedigrí.
—¿Quieres un poco de esto? —preguntó Norman, aún de rodillas, agitando el taser ante sí—. ¿Quieres un poco, Gertie? Será mejor que vengas a buscarlo, porque te voy a dar quieras o…
Se interrumpió para lanzar una mirada insegura a la esquina del edificio. Se oían gritos de mujeres trastornadas. Aún se hallaban lejos, pero se iban acercando.
Gert aprovechó aquel momento de distracción para retroceder un paso, agarrar los mangos de la silla de ruedas volcada y enderezarla. Se colocó tras ella sin soltar los mangos, que desaparecieron por completo en sus enormes puños marrones. Se abalanzó sobre Norman empujando la silla.
—Eso, eso —exclamó—. Ven a por mí, hombre de los riñones. Ven a por mí, gallina de mierda. ¿Quieres dispararme con eso? Quieres inmovilizarme, ¿verdad? Pues venga. Creo que nos queda tiempo para otro tango antes de que los hombres de blanco se te lleven al loquero o dondequiera que encierren a los chiflados como…
Norman se puso en pie y se volvió una vez más en la dirección de la que procedían las voces. Qué coño, sólo tengo una vida. Más me vale vivirla a tope, pensó Gert antes de empujar la silla contra Norman con todas sus fuerzas. Lo alcanzó de lleno, y Norman se desplomó gritando. Gert se lanzó sobre él, pero oyó el grito tembloroso y estridente de Cynthia un segundo demasiado tarde.
—¡Cuidado, Gert! ¡Todavía lo tiene!
Se oyó un crujido leve pero malvado, una especie de siseo seguido de un dolor agónico y metálico que surgió del tobillo de Gert, donde Norman le había disparado, y le llegó hasta la cadera. El hecho de que tuviera la piel húmeda de orina no hizo más que acentuar el efecto del arma de Norman. Todos los músculos se le agarrotaron antes de fallarle por completo. Gert cayó al suelo. En ese momento asió la muñeca de la mano en que Norman sostenía el arma y se la retorció con todas sus fuerzas. Norman aulló de dolor y le propinó patadas con ambas botas. Una de ellas falló, pero el tacón de la otra la alcanzó en el diafragma, justo debajo de los pechos. El dolor fue tan repentino e intenso que Gert se olvidó de su pierna, al menos de momento, pero aun así no soltó el taser y siguió retorciéndole la muñeca a Norman hasta que sus dedos se abrieron y el asqueroso artilugio cayó al suelo.
Norman se apartó de ella con la boca y la nariz ensangrentadas. Tenía los ojos abiertos como platos por el asombro. No asimilaba la idea de que una mujer le hubiera propinado semejante paliza, y tal vez no la asimilaría jamás. Se levantó dando tumbos, se volvió hacia las voces que seguían acercándose (de hecho, ya estaban muy cerca), y a continuación echó a correr a lo largo de la valla en dirección al parque de atracciones. Gert no creía que pudiera llegar lejos sin llamar la atención de Seguridad; parecía un extra de Viernes 13.
—Gert…
Cynthia estaba llorando mientras intentaba arrastrarse hasta el lugar en que Gert yacía de costado, siguiendo a Norman con la mirada. Gert se volvió hacia la muchacha y advirtió que había recibido una paliza mucho más grave de lo que había supuesto en un principio. Sobre su ojo izquierdo empezaba a formarse un enorme cardenal, y lo más probable era que su nariz jamás volviera a ser la misma.
Gert pugnó por ponerse de rodillas y se arrastró hacia Cynthia. Se abrazaron y así se sostuvieron, con las manos entrelazadas en la nuca de la otra para evitar caerse.
—Lo habría derribado yo misma…, como nos enseñaste tú —farfulló con enorme esfuerzo por entre los labios hinchados—, pero es que me pilló por sorpresa…
—No importa —la tranquilizó Gert mientras la besaba suavemente en la sien—. ¿Estás muy mal?
—No sé…, no he tosido sangre… Ya es algo —susurró intentando sonreír pese al dolor que debía de producirle—. Te has meado encima de él.
—Sí.
—Genial —susurró Cynthia antes de echarse a llorar de nuevo.
Gert la tomó entre sus brazos, y así fue como el primer grupo de mujeres, seguido de cerca por un par de guardias de seguridad, las encontró: de rodillas entre la pared del lavabo y la silla de ruedas volcada, la cabeza de una apoyada en el hombro de la otra, aferradas como náufragos.