Norman regresó lentamente por el camino central en dirección al merendero. Las mujeres seguían comiendo, pero no tardarían en acabar… Norman advirtió que estaban sirviendo las primeras bandejas de postre. Tendría que darse prisa si quería actuar mientras las seguía teniendo a todas en el mismo sitio. Sin embargo, no estaba preocupado; las preocupaciones habían desaparecido. Sabía dónde ir para encontrar a una mujer sola, una mujer con la que pudiera hablar de cerca. Las mujeres se pasan el día yendo al lavabo, Normie, le había explicado su padre en cierta ocasión. Son como perros que no pueden pasar por un puto arbusto sin pararse a levantar la pata.
Norman pasó a toda prisa junto al cartel que rezaba SERVICIOS.
Sólo una, rogó en silencio. Una mujer caminando sola, una que pueda decirme dónde está Rose ya que no está aquí. Si está en San Francisco la seguiré allí. Si está en Tokio la seguiré allí. Y si está en el infierno la seguiré allí. ¿Por qué no? Allí es donde acabaremos de todas formas, y probablemente juntos.
Atravesó un bosquecillo de abetos ornamentales y descendió sin darse impulso por una leve pendiente que conducía a un edificio de ladrillo sin ventanas y dotado de una puerta a cada lado: hombres a la, derecha, mujeres a la izquierda. Norman pasó junto a la puerta del lavabo de mujeres y aparcó en el otro extremo del edificio. Era un lugar estupendo en opinión de Norman, una tira estrecha de tierra desnuda, una hilera de contenedores de basura y una valla alta que le Proporcionaba intimidad. Se levantó de la silla de ruedas y se asomó a la esquina del edificio. Se sentía bien otra vez, calmado y sereno. Aún je dolía la cabeza, pero el dolor había remitido hasta convertirse en una palpitación sorda.
Dos mujeres salieron de la arboleda… Nada. Lo peor del asunto era que las mujeres solían ir al lavabo en parejas. ¿Qué coño hacían allí dentro, por el amor de Dios? ¿Masturbarse mutuamente?
Las dos mujeres entraron en el lavabo. Norman las oía a través de la ranura de ventilación más próxima; estaban riendo y hablando de un tal Freddy. Freddy hacía esto, Freddy hacía lo otro. Por lo visto, Freddy era la hostia. Cada vez que la que llevaba el peso de la conversación se detenía para tomar aliento, la otra soltaba una risita, un sonido tan estridente que Norman tenía la sensación de que le estaban restregando el cerebro en un mar de vidrios rotos como los panaderos restregan la masa en harina. Sin embargo, permaneció donde estaba para poder observar el sendero, inmóvil como una estatua a excepción efe las manos, que se abrían y cerraban, se abrían y cerraban.
Por fin salieron del lavabo, todavía hablando de Freddy y riendo, caminando tan juntas que las caderas y los hombros se rozaban, y a Norman le costó no abalanzarse sobre ellas, agarrarles las cabezas de zorras y destrozárselas como calabazas repletas de explosivos.
—No —se advirtió mientras el sudor le bañaba el rostro en goterones transparentes que también le cubrían el cráneo afeitado—. No, ahora no, por el amor de Dios, no pierdas el control ahora.
Estaba temblando, y el dolor de cabeza había regresado con todas sus fuerzas, golpeándole como si de un puño se tratara. Los zigzags luminosos danzaban y saltaban en su campo de visión, y los mocos empezaban a salirle por la fosa nasal derecha.
La siguiente mujer que llegó iba sola, y Norman la reconoció. Pelo blanco y varices espantosas. La mujer que le había dado el yogur helado.
Ya te daré yo helado, pensó, tensando el cuerpo al verla bajar por el sendero. Ya te daré yo helado, y si no me das las respuestas que busco, verás lo que te comes.
Y entonces surgió otra persona de la arboleda. Norman también la había visto con anterioridad… Era la zorra gorda de los pantalones rojos de chándal, la que lo había mirado cuando el tipo de la taquilla lo había hecho volver. Una vez más tuvo la sensación enloquecedora de que la conocía, como un nombre que tienes en la punta de la lengua pero se te escapa una y otra vez. ¿La conocía? Si no le doliera la cabeza…
Todavía llevaba el mismo bolso enorme, el que parecía un maletín, y en aquel momento revolvía su contenido. ¿Qué buscas, foca?, pensó Norman. ¿Unas chocolatinas? ¿Unas galletas? ¿Quizás un…?
Y de repente, como quien no quiere la cosa, se le ocurrió. Había leído algo sobre ella en la biblioteca, en un artículo de periódico dedicado a Hijas y Hermanas. Había visto una foto de ella agazapada en alguna estúpida postura de karate, más parecida a un camión que a Bruce Lee. Era la zorra que había dicho al periodista que los hombres no eran enemigos…, «pero si pegan, nos defendemos». No recordaba su apellido, pero sí que su nombre de pila era Gert.
Lárgate, Gert, pensó Norman mientras observaba a la negra de los pantalones rojos. Tenía las manos cerradas en puños, y las uñas clavadas en las palmas.
Pero Gert no se marchó.
—¡Lana! —gritó—. ¡Eh, Lana!
La mujer del pelo blanco se volvió y caminó hacia la gorda, que se parecía a La Nevera pero en mujer. Vio que la mujer del pelo blanco llevaba a Gert de vuelta a la arboleda. La gorda le estaba alargando algo que a Norman le pareció un papel.
Norman se enjugó el sudor de los ojos y esperó a que Lana terminara su pequeña conferencia con Gert y regresara al lavabo. Al otro lado de la arboleda, en el merendero, las mujeres se estaban acabando el postre, y cuando terminaran, el goteo de mujeres que iban al lavabo se convertiría en un torrente. Si no cambiaba su suerte inmediatamente, todo el asunto podía irse al garete.
—Venga, venga —masculló Norman entre dientes.
Y como en respuesta a sus plegarias, otra persona salió de la arboleda y descendió por el sendero que conducía al lavabo. No era Gert ni Lana la del Yogur Helado, sino otra mujer a la que Norman reconoció, una de las putas a las que había visto en el huerto el día que había ido a Hijas y Hermanas. Era la del pelo teñido de dos colores y peinado en plan estrella de rock. Era la zorra que incluso se había atrevido a saludarlo.
Y me pegó un susto de muerte, recordó, pero la revancha es la revancha, ¿no? Vamos. Ven con papá.
Norman percibió que tenía una erección, y la jaqueca se había esfumado. Permaneció inmóvil como una estatua, con un ojo asomado a la esquina del edificio, rezando por que Gert no escogiera ese momento para regresar y la chica del pelo medio naranja y medio verde no cambiara de idea. Nadie salió de la arboleda, y la chica del pelo jodido siguió aproximándose. Señorita Escoria Punky-Grungy, pasa al salón, dijo la araña a la mosca, más y más cerca, y puso la mano en el picaporte, pero la puerta no llegó a abrirse porque Norman asió la muñeca de Cynthia antes de que pudiera alcanzar el tirador.
La chica se lo quedó mirando atónita, con los ojos abiertos como platos.
—Ven aquí —susurró Norman mientras la arrastraba—. Ven para que pueda hablar contigo. Para que pueda hablar contigo de cerca.