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Gert empujó a Stan Huggins un rato más en el columpio, pero sus gritos para que le hiciera dar otra vez la vuelta entera empezaban a cansarla. No tenía intención de volverlo a hacer, porque la primera vez había estado a punto de caerse del maldito trasto, y Gert estaba segura de que si volvía a hacerlo, a ella le daría un ataque al corazón.

Además, estaba pensando de nuevo en aquel tipo. El tipo calvo.

¿Lo conocía de algo? ¿Lo conocía?

¿Podía ser el marido de Rosie?

Bah, eso es una locura. Paranoia al ciento por ciento.

Probablemente. Casi seguro. Pero la idea no la abandonaba. La estatura parecía coincidir…, aunque cuando mirabas a un tío sentado en una silla de ruedas era difícil afirmarlo, ¿verdad? Un hombre como el marido de Rosie sabría eso, por supuesto.

Basta. No te salgas del tiesto.

Stan se cansó del columpio y preguntó a Gert si lo acompañaba a trepar por la selva de metal. Gert sonrió y meneó la cabeza.

—¿Por qué no? —exclamó el niño con un mohín.

—Porque tu vieja amiga Gert no cabe en la selva de metal desde que dejó de usar pañales —replicó ella.

En aquel momento vio a Randi Franklin junto al tobogán y tomó una decisión. Si no se ocupaba de aquel asunto acabaría loca. Le pidió a Randi que vigilara a Stan un rato. La joven accedió y Gert le dijo que era un sol, lo que Randi estaba muy lejos de ser…, pero un poco de coba no hacía daño a nadie.

—¿Dónde vas, Gert? —preguntó Stan, a todas luces desilusionado.

—A hacer un recado, grandullón. Corre, ve al tobogán con Andrea y Paul.

—El tobogán es para bebés —se quejó Stan, pero pese a todo obedeció.