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Norman siguió empujando la silla aun cuando sabía que ya había pasado junto a los últimos participantes en el picnic. Le parecía sensato desaparecer un rato mientras las mujeres de Hijas y Hermanas comían con sus amigos. Asimismo, el pánico empezaba a dominarlo de nuevo, y temía que alguien se diera cuenta de que le pasaba algo si permanecía allí. Rosie debería estar allí, debería haberla visto ya, pero no era así. No creía que estuviera en la zona, y aquello no tenía sentido. Era un ratón asustado, por el amor de Dios, un ratoncillo de mierda, y si no estaba allí con las zorras de sus amigas bolleras, ¿dónde estaba? ¿Dónde podía estar si no allí?

Traspuso un arco en el que se leía BIENVENIDOS AL CAMINO CENTRAL y rodó por el sendero ancho y asfaltado sin fijarse adónde se dirigía. Lo mejor de ir en silla de ruedas, estaba descubriendo, era que los demás se apartaban para dejarte paso.

El parque se estaba llenando, y suponía que eso estaba bien, pero por lo demás, nada iba bien. La cabeza volvía a dolerle, y la muchedumbre le hacía sentirse extraño, como si fuera un extraterrestre dentro de su propia piel. ¿Por qué había tanta gente riendo, por ejemplo? Por el amor de Dios, ¿de qué reían? ¿Es que no entendían que todo, absolutamente todo, estaba apunto de irse a tomar por el culo? Consternado, Norman se dio cuenta de que todos le parecían tortilleras y maricones, todos ellos, como si el mundo hubiera degenerado en una ciénaga de homosexuales, ladronas, mentirosos, todos ellos sin el menor respeto por la sustancia que mantenía unido el mundo.

La jaqueca estaba empeorando, y una vez más veía aquellos extraños dibujos en zigzag alrededor de los objetos. Los sonidos del parque se habían tornado enloquecedores, como si un duende cruel se hubiera hecho con los controles de su cabeza para poner todos los volúmenes al máximo. El traqueteo de los coches que subían por la primera cuesta de la montaña rusa se le antojaba una avalancha, y los chillidos de los pasajeros cuando caían en la primera pendiente le desgarraban los oídos como metralla. El tiovivo escupiendo sus melodías vaporosas, el parloteo electrónico de los videojuegos, el zumbido animal de los karts dando vueltas a la pista… Todos aquellos sonidos convergían en su mente confusa y asustada como monstruos hambrientos. Y lo peor de todo, lo que predominaba sobre todo lo demás y roía la carne de su cerebro como la hoja de un cuchillo romo, era el cántico del marinero mecánico del Barco Encantado. Tenía la sensación de que si se veía obligado a escuchar una sola vez más aquel «¡A por el terror, amiguito!», su mente se quebraría como leña pequeña. Eso o se levantaría de la puta silla y cruzaría gritando el…

Basta, Normie.

Rodó hasta un pequeño hueco situado entre el tenderete que vendía buñuelos y el que servía porciones de pizza, y allí sí se detuvo de espaldas a la multitud. Cuando aparecía aquella voz en concreto, Norman siempre le hacía caso. Era la voz que nueve años antes le había explicado que el único modo de silenciar a Wendy Yarrow consistía en matarla, y que le había convencido para que llevara a Rose al hospital cuando se rompió la costilla.

Normie, te has vuelto loco, sentenció aquella voz serena y lúcida. Según los baremos de los tribunales ante los que has testificado cientos de veces, estás como una puta cabra. Lo sabes, ¿verdad?

A lo lejos, impulsada por la brisa que soplaba desde el lago, aquella voz: «¡A por el terror, amiguito!».

¿Normie?

—Sí —susurró mientras se masajeaba las sienes doloridas con las yemas de los dedos—. Sí, me parece que lo sé.

Muy bien; una persona puede arreglárselas con sus limitaciones… si está dispuesta a reconocer que las tiene. Tienes que averiguar dónde está, y eso significa correr un riesgo. Pero ya has corrido un riesgo al venir aquí, ¿verdad?

—Sí —asintió—. Sí, papá, tienes razón.

Bueno, se acabaron las paridas. Escúchame bien, Normie.

Y Norman escuchó.