Portside era un edificio bajo y ancho de paredes color arena. Autobuses de todas clases, no sólo Greyhound, sino también Trailways, American Pathfinders, Eastern Highways y Continental Express, rodeaban la terminal con los morros sepultados en los andenes de carga. A Rosie se le antojaron lechones rollizos mamando de una madre extremadamente fea.
Se detuvo junto a la entrada principal y escudriñó el interior. La terminal no estaba tan abarrotada como había esperado (la protección de las masas) y a un tiempo temido (tras catorce años de apenas ver a nadie aparte de su marido y los compañeros de trabajo a los que a veces llevaba a cenar, había desarrollado algo más que una ligera agorafobia), probablemente porque era un día entre semana y a un tiro de piedra del día festivo más próximo. Sin embargo, calculó que habría unas doscientas personas en el edificio, deambulando, sentadas en anticuados bancos de madera y respaldo alto, jugando a marcianitos, tomando café en el bar o haciendo cola para comprar billetes. Varios niños pequeños caminaban de la mano de sus madres, con las cabezas echadas hacia atrás y llorando como corderitos perdidos en dirección al mural desvaído del techo. Un altavoz que resonaba como la voz de Dios en una epopeya bíblica de Cecil B. DeMille anunciaba diversos destinos. Erie, Pennsylvania; Nashville, Tennessee; Jackson, Mississippi; Miami, Florida (la voz incorpórea lo pronunció Miamuu); Denver, Colorado.
—Señora —la llamó una voz cansada—. Eh, señora, una ayuda. Una ayuda, ¿qué me dice?
Rosie se volvió y vio a un joven de rostro pálido y una cascada de cabello negro y sucio sentado con la espalda apoyada contra la pared a un lado de la entrada principal. Sobre el regazo sostenía un cartel de cartón. NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, rezaba el mensaje. AYÚDENME, POR FAVOR.
—¿Verdad que tiene unas monedas sueltas? ¿Para ayudarme? Usted seguirá conduciendo su lancha rápida en el lago Saranac cuando yo ya esté más que muerto y enterrado. ¿Qué me dice?
De repente, Rosie se sintió extraña y débil, a punto de sufrir alguna suerte de colapso mental y emocional. La acometió la sensación de que la terminal crecía ante sus ojos hasta adquirir las dimensiones de una catedral, y había algo espeluznante en el ir y venir de la gente en los pasillos y huecos. Un hombre con un bulto de carne palpitante y arrugado colgando a un lado del cuello pasó junto a ella arrastrando los pies y con la cabeza gacha, tirando de un talego por el cordel. El talego siseaba como una serpiente al deslizarse por el sucio suelo embaldosado. De la boca del talego surgía un muñeco del ratón Mickey que le dedicó una sonrisa inocente. El altavoz divino anunciaba a los viajeros allí congregados que el expreso de Trailways saldría de la puerta 17 al cabo de veinte minutos.
No puedo hacerlo, pensó de repente. No puedo vivir en este mundo. No es sólo el hecho de no saber dónde están las bolsitas de té y los estropajos; la puerta tras la que me encerró a palizas era también la puerta que me aislaba de toda esta confusión y locura. Y jamás podré volver a traspasarla.
Por un instante le cruzó por la mente una imagen sobrecogedoramente vívida de la clase de la escuela dominical a la que asistía de niña… Adán y Eva llevando hojas de parra y con idénticas expresiones de vergüenza y miseria pintadas en el rostro, caminando descalzos por un sendero de piedra hacia un futuro amargo y yermo. Tras ellos se extendía el Jardín del Edén, exuberante y lleno de flores. Un ángel alado se hallaba junto a la verja cerrada, y la espada que sostenía en la mano brillaba con una luz terrible.
—¡Ni se te ocurra verlo así! —gritó de repente, y el hombre sentado junto a la entrada dio tal respingo que estuvo a punto de dejar caer el cartel—. ¡Ni se te ocurra!
—¡Dios mío, lo siento! —se disculpó el hombre del cartel, poniendo los ojos en blanco—. ¡Hala, márchese si es eso lo que piensa!
—No, yo… no es por usted… Estaba pensando en mi…
De repente tuvo conciencia de la absurdidad de lo que estaba haciendo, es decir, pedir perdón a un mendigo sentado en la entrada de la terminal de autobuses. Aún sostenía dos dólares en la mano, el cambio del taxi. Los arrojó a la caja de puros que yacía junto al joven del cartel y entró en la terminal de Portside como una exhalación.