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Mientras Bill Steiner se abría paso en la carretera que conducía a Shoreland, Norman Daniels se abría paso con su coche robado por entre los vehículos aparcados en un estacionamiento enorme de Press Street. El estacionamiento se hallaba a cinco manzanas de Ettinger’s Pier y estaba al servicio de cinco puntos de interés situados a la orilla del lago: el parque de atracciones, el acuario, el Tranvía Turístico, las tiendas y los restaurantes. Había otro aparcamiento más cerca de todos aquellos lugares de ocio y esparcimiento, pero Norman no quería acercarse más. Tal vez tendría que salir de aquella zona con cierta rapidez, y no quería encontrarse en un atasco si se daba el caso.

A las diez menos cuarto del sábado, la mitad delantera del aparcamiento de Press Street aparecía casi desierta, nada conveniente para un hombre que necesitaba discreción, pero había muchos vehículos estacionados en la sección de días y semanas enteros, en su mayoría propiedad de los clientes del ferry que se dirigía hacia el norte en excursiones de un día y expediciones de pesca de fin de semana. Norman aparcó el Tempo en un hueco situado entre un Winnebago con matrícula de Utah y una gigantesca autocaravana RoadKing de Massachusetts. El Tempo quedaba casi oculto entre ambos vehículos, lo que a Norman le parecía perfecto.

Se apeó, cogió la cazadora nueva de cuero y se la puso. De uno de los bolsillos sacó unas gafas de sol, no las mismas que había llevado el otro día, y también se las puso. Acto seguido se dirigió al maletero, paseó la mirada en derredor suyo para asegurarse de que nadie lo observaba y lo abrió. De él sacó la silla de ruedas y la desplegó.

Había pegado en ella los adhesivos que comprara en la tienda de regalos del Centro Cultural de la Mujer. Tal vez había un montón de gente sesuda dando conferencias y asistiendo a simposios en las salas de reuniones y el auditorio de la planta superior, pero en la tienda de regalos vendían exactamente la clase de mierda chillona y estúpida que Norman había esperado. De nada le servían los llaveros con el símbolo femenino ni el póster de una mujer crucificada JESUSINA MURIÓ POR VUESTROS PECADOS, pero los adhesivos eran perfectos. UNA MUJER NECESITA UN HOMBRE COMO UN PEZ NECESITA UNA BICICLETA, decía uno. Otro, que a todas luces nunca había visto a una pava con las cejas y el pelo medio quemados por culpa de una pipa de crack medio rota, proclamaba: ¡LAS MUJERES NO HACEN GRACIA! Había adhesivos que aseguraban ESTOY A FAVOR DEL ABORTO Y VOTO, EL SEXO ES POLÍTICO y R-E-S-P-E-T-O, DESCUBRE LO QUE SIGNIFICA PARA MÍ. Norman se preguntó si alguna de esas zorras sabría que la canción de Aretha Franklin la había compuesto un hombre. Sin embargo, los compró todos. Su favorito era el que había pegado con todo cuidado en el centro del respaldo de cuero sintético, junto al pequeño gancho pensado para el Walkman: YO RESPETO A LAS MUJERES, decía.

Y es verdad, se dijo Norman echando otro vistazo para asegurarse de que nadie observaba al inválido que se sentaba ágilmente en su silla de ruedas. Las respeto siempre y cuando se porten bien.

No vio a nadie, y desde luego nadie lo estaba observando especialmente a él. Hizo girar la silla y se miró en el costado del Tempo recién lavado. ¿Y bien?, se preguntó. ¿Qué te parece? ¿Colará?

Creía que sí. Puesto que disfrazarse no servía de nada, había intentado ir más allá del disfraz, crear un personaje real, al igual que un buen actor puede crear un personaje real sobre el escenario. Incluso se había inventado un nombre para este hombre: Hump Peterson. Hump era un veterano de guerra que había vuelto a casa y se había pasado diez años recorriendo el país con una banda de moteros proscritos, una de esas bandas en las que las mujeres no servían más que para dos o tres cosas muy concretas. Y entonces había ocurrido el accidente. Demasiadas cervezas, pavimento mojado, el contrafuerte de un puente. Estaba paralizado de cintura para abajo, pero le había devuelto la salud una joven angelical que se llamaba…

—Marilyn —dijo Norman pensando en Marilyn Chambers, que desde hacía años era su actriz porno favorita. Su segunda actriz porno favorita era Amber Lynn, pero Marilyn Lynn no colaba ni a tiros. El siguiente nombre que se le ocurrió fue McCoo, pero tampoco servía.

Marilyn McCoo era la zorra que había cantado en el grupo Fifth Dimension en los setenta, cuando la vida no era tan rara como ahora.

En un solar del otro lado de la calle vio un cartel que anunciaba:

OTRO PROYECTO DELANEY DE ALTA CALIDAD SE PONDRÁ EN MARCHA EN ESTE SOLAR EL AÑO QUE VIENE. Marilyn Delaney era un nombre como otro cualquiera. Con toda probabilidad, ninguna de las mujeres de Hijas y Hermanas le pediría que contara su vida, pero parafraseando la idea que expresaba la camiseta del dependiente de Campamento Base, más valía tener una historia y no necesitarla que necesitar una y no tenerla.

Y aquellas mujeres creerían a Hump Peterson. Sin duda habrían visto a bastantes tipos como él, tipos que habían vivido alguna experiencia demoledora e intentaban contrarrestar su comportamiento anterior. Y los Hump del mundo, por supuesto, contrarrestaban su comportamiento anterior del mismo modo en que hacían todo lo demás, es decir, cambiando de la forma más radical posible. Hump Peterson estaba intentando convertirse en una mujer honorífica, eso era todo. Norman había visto capullos así transformarse en detractores acérrimos de las drogas, fanáticos religiosos y seguidores de Perot. En el fondo eran los mismos desgraciados de siempre, cantaban la misma canción, pero en una tonalidad distinta. Pero eso no era lo importante. Lo importante es que estaban por todas partes, siempre colgados de los flecos de la movida en la que querían integrarse. Eran como arbustos muertos en el desierto o estalactitas en Alaska. Por eso…, sí, creía que a Hump lo aceptarían como Hump aun cuando buscaran al inspector Daniels. Incluso las más cínicas de entre ellas pasarían seguramente de él por considerarlo otro de esos inválidos calientes que recurría a la vieja cantinela del «hombre sensible y comprometido» para echar un buen polvo el sábado por la noche. Con un pelín de suerte, Hump Peterson sería tan visible y pasaría tan inadvertido como el tipo con zancos que hace de Tío Sam en el desfile del Cuatro de julio.

Por lo demás, el plan era la sencillez personificada. Localizaría la concentración principal de mujeres del centro de acogida, las observaría discretamente en su papel de Hump, observaría sus juegos, las conversaciones, el picnic. Cuando alguien le llevara una hamburguesa, un perrito caliente o un trozo de pastel, como sin duda haría alguna zorra solícita (la propaganda feminista no podía acabar con su profunda necesidad de llevar comida a los hombres; lo llevaban en la sangre), aceptaría dando las gracias, y si ganaba un animal de peluche lanzando anillas o en la tómbola, se lo regalaría a algún crío…, procurando no darle siquiera una palmadita en la cabeza, pues eso bastaba para que te detuvieran por abusos en los tiempos que corrían.

Pero sobre todo se dedicaría a observar. A buscar a su Rose errante. Podría hacerlo sin esfuerzo en cuanto lo aceptaran como parte del paisaje; era el mejor en cuestión de vigilancia. Una vez la localizara podría encargarse del asunto que lo había llevado a Ettinger’s Pier; esperaría hasta que tuviera que ir al lavabo, la seguiría y le rompería el cuello como si fuera un hueso de pollo. Habría acabado en pocos segundos, y eso era el problema, por supuesto. No quería acabar en unos segundos, quería poder tomarse su tiempo. Sostener una agradable charla con ella. Ponerse al día en lo tocante a sus actividades desde que lo abandonara con su tarjeta del cajero en el bolsillo. Un informe detallado, por así decirlo, con pelos y señales. Le preguntaría qué sensación le había producido pulsar el número secreto, por ejemplo, y si se había corrido al inclinarse para coger el dinero de la ranura, el dinero por el que él había trabajado, que él había ganado trabajando hasta las tantas de la noche, deteniendo a mamones que harían cualquier cosa a cualquier persona si no existieran tipos como él para impedírselo. Quería preguntarle cómo podía haber creído que se saldría con la suya, que podría escapar de él.

Y después de que Rose le contara todo eso, él hablaría con ella.

Aunque quizás hablar no expresaba precisamente lo que tenía pensado.

El primer paso consistía en localizarla. El segundo, en vigilarla desde una distancia prudente. El tercero, seguirla cuando por fin se hartara y se marchara de la fiesta…, probablemente después del concierto, pero tal vez antes, con un poco de suerte. Dejaría tirada la silla de ruedas en cuanto se hubiera encargado del asunto. Tendría huellas digitales (un par de guantes de motero con tachuelas habrían resuelto el problema y añadido presencia a la imagen de Hump Peterson, pero no le había dado tiempo y además tenía una de sus terribles jaquecas, de las especiales), pero no importaba. Tenía la sensación de que las huellas digitales serían el más insignificante de sus problemas en cuanto saliera del parque de atracciones.

Quería seguirla hasta su casa y creía que con toda probabilidad lo conseguiría. En cuanto Rose subiera al autobús (y cogería el autobús, porque no tenía coche ni estaría dispuesta a gastarse el dinero que costaba un taxi), subiría tras ella. Si en algún momento del trayecto entre Ettinger’s Pier y la guarida en la que vivía lo reconocía, la mataría en el acto, y a la mierda con las consecuencias. Sin embargo, si todo iba bien lograría entrar en su casa justo detrás de ella, y al otro lado de la puerta, Rose sufriría como ninguna mujer había sufrido jamás en la faz de la tierra.

Norman se acercó con la silla a la taquilla que indicaba PASES DIARIOS, comprobó que la entrada costaba doce dólares para adultos, entregó el dinero al tipo de la taquilla y entró en el parque. No había moros en la costa; era temprano y Ettinger’s Pier no bullía de actividad precisamente. Por supuesto, eso también tenía sus inconvenientes. Tendría que procurar no llamar la atención de un modo equivocado. Pero se las arreglaría. Él…

—¡Amigo! ¡Eh, amigo! ¡Vuelva aquí!

Norman se detuvo en seco con las manos paralizadas sobre las ruedas de la silla, la mirada vacua clavada en el Barco Encantado y el robot gigantesco ataviado con uniforme antiguo de capitán que estaba de pie en la proa.

—¡A por el terror, amiguito! —gritaba el capitán robótico una y otra vez con su retumbante voz mecánica. No, no quería atraer la atención equivocada…, y eso era precisamente lo que estaba haciendo.

—¡Eh, amigo! ¡El de la silla de ruedas!

Algunas personas empezaron a volverse para mirarlo. Una de ellas era una zorra negra y gorda que llevaba un chándal rojo y parecía bastante más burra que el dependiente de Campamento Base con su labio leporino. Le resultaba familiar, pero no tardó en desecharla idea por considerarla simple paranoia… No conocía a nadie en aquella ciudad. La mujer se volvió y siguió andando aferrada a un bolso del tamaño de un maletín, pero muchas personas seguían mirándolo. De repente, Norman advirtió que tenía la entrepierna bañada en sudor.

—¡Eh, oiga, vuelva aquí! ¡Me ha dado demasiado dinero!

Por un instante, Norman no logró asimilar el sentido de aquellas palabras, como si le hubieran hablado en alguna lengua extranjera. Pero de pronto comprendió, y una inmensa sensación de alivio, mezclada con asco por su propia estupidez, le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Por supuesto que le había dado demasiado dinero. Había olvidado que no era un Varón Adulto, sino una Persona Discapacitada.

Dio la vuelta a la silla y regresó a la taquilla. El hombre asomado a ella era gordo y parecía tan asqueado con Norman como Norman consigo mismo. En la mano sostenía un billete de cinco dólares.

—Siete pavos para discapacitados, ¿es que no sabe leer? —preguntó a Norman señalando el rótulo con el billete antes de ponérselo delante de las narices.

Norman consideró la posibilidad de meterle el billete en el ojo izquierdo a aquel cabrón, pero por fin lo cogió y se lo guardó en uno de los numerosos bolsillos de la cazadora.

—Lo siento —se disculpó con humildad.

—Ya, ya —masculló el cobrador antes de desaparecer en el interior de la taquilla.

Norman se adentró de nuevo en el parque con el corazón desbocado. Había construido un personaje con toda meticulosidad…, había trazado un plan sencillo pero apropiado para alcanzar sus objetivos… y entonces, nada más empezar, había cometido un error no sólo estúpido, sino increíblemente estúpido. ¿Qué narices le pasaba?

No lo sabía, pero a partir de entonces tendría que andarse con mucho ojo.

—Puedo hacerlo —masculló para sus adentros—. Puedo hacerlo, maldita sea.

—¡A por el terror, amiguito! —le gritó el robot marinero cuando Norman pasaba junto al barco; en una mano sostenía una pipa de maíz del tamaño de un inodoro—. ¡A por el terror, amiguito! ¡A por el terror, amiguito!

—Lo que tú digas, capitán —masculló Norman para sus adentros mientras seguía adelante.

Llegó a un cruce de tres caminos con señales que indicaban Ettinger’s Pier, el camino central y el área de picnic. Junto al que apuntaba hacia la zona de picnic se veía un rótulo pequeño que rezaba: INVITADOS Y AMIGOS DE HIJAS Y HERMANAS: COMEMOS A MEDIODÍA, COMEMOS A LAS SEIS Y VAMOS AL CONCIERTO A LAS OCHO. ¡QUE DISFRUTÉIS! ¡REGOCIJAOS!

Eso, pensó Norman mientras empujaba la silla repleta de adhesivos por uno de los senderos asfaltados que conducían al merendero. Se trataba de un parque, en realidad, y estaba muy bien. Había un parque infantil muy bien equipado para los niños que se hubieran cansado de las atracciones o las consideraran demasiado agotadoras. Había animales de plástico como los de Disney World, pistas de lanzamiento de herraduras, un diamante de softball y muchas mesas de picnic. A un lado se alzaba una carpa abierta, y en su interior Norman vio a varios hombres ataviados con uniformes de cocinero que preparaban la barbacoa. Al otro lado de la carpa se veía una hilera de tiendas dispuestas a todas luces para las actividades del día. En una de ellas vendían boletos para ganar una colcha hecha a mano, en otra vendían camisetas (muchas de las cuales expresaban los mismos sentimientos que los adhesivos de la silla de ruedas de «Hump»), en una podía obtenerse cualquier clase de panfleto imaginable… siempre y cuando una quisiera averiguar cómo abandonar a su marido y hallar el goce supremo con las hermanas lesbianas.

Si tuviera una pistola, pensó, algo pesado y rápido como una Mac-10, podría convertir el mundo en un lugar mucho mejor en cuestión de veinte segundos. Mucho mejor.

La mayoría de la gente eran mujeres, pero había bastantes hombres como para que Norman no destacara en exceso. Pasó junto a los tenderetes mostrándose agradable, saludando cuando lo saludaban, sonriendo cuando le sonreían. Compró un boleto en el tenderete de la colcha, firmando con el nombre de Richard Peterson. Cogió un panfleto titulado «Las mujeres también tienen derecho a la propiedad inmobiliaria» y le dijo a la tortillera del tenderete que se lo enviaría a su hermana jeannie, que vivía en Topeka. La tortillera le dedicó una sonrisa y le deseó buenos días. Norman sonrió y le dijo que igualmente. Lo observaba todo buscando a una persona en concreto: Rose. Aún no la veía, pero no importaba, pues quedaba mucho día por delante. Estaba casi convencido de que vendría al almuerzo, y en cuanto la localizara todo iría bien. Vale, la había cagado un poco en la taquilla, ¿y qué? Eso había pasado a la historia y no volvería a cagarla, de ninguna manera.

—Qué silla más guapa, amigo —alabó una joven de pantalones de leopardo en tono alegre.

Llevaba a un niño pequeño cogido de la mano. El niño sostenía un cucurucho de helado de cereza en la mano libre y por lo visto intentaba cubrirse toda la cara con él. A Norman le pareció un tontainas de primera.

—Y qué eslóganes más guapos.

Extendió la mano para que Norman se la chocara, Y Norman se preguntó por un instante cuánto tardaría aquella zorra estúpida que se las daba de buena samaritana en desaparecer si le arrancaba un par de dedos de un mordisco en lugar de chocarle esos cinco. Era la mano izquierda la que había extendido, y a Norman no le sorprendió no ver ninguna alianza, a pesar de que el mocoso de la cara cubierta de mierda de cereza era clavado a ella.

Puta de mierda, pensó. Cuanto te miro veo todo lo que va mal en este puto mundo. ¿Qué has hecho? ¿Dejar que una de tus amigas bolleras te deje preñada con una pera vaginal?

Esbozó una sonrisa y le chocó la mano.

—Eres la mejor, guapa —exclamó.

—¿Tienes algún amigo aquí? —inquirió la mujer.

—Bueno, tú —repuso él sin vacilar.

La mujer lanzó una carcajada complacida.

—Gracias, pero ya me entiendes.

—No, es que me gusta la movida —explicó Norman—. Si molesto o si esto es privado me puedo marchar.

—¡No, no! —replicó la mujer con expresión horrorizada…, tal como Norman había esperado—. Quédate y pásalo bien. ¿Quieres que te traiga algo de comer? Lo haré con mucho gusto. ¿Algodón de azúcar o un perrito caliente?

—No, gracias —declinó Norman—. Hace un tiempo tuve un accidente de moto, así es como acabé en esta maravillosa silla de ruedas, —la zorra estaba asintiendo con aire comprensivo—, y últimamente no tengo mucho apetito. —Dedicó una sonrisa trémula a la mujer—. ¡Pero te aseguro que disfruto de la vida!

—¡Me alegro! Que lo pases bien —se despidió la mujer con una carcajada.

—Igualmente. Y tú también, hijo.

—Claro —repuso el niño con cautela mientras observaba a Norman con ojos hostiles por encima de las mejillas manchadas de cereza.

De repente, el pánico embargó a Norman, y tuvo la sensación de que el niño veía al Norman que se ocultaba tras la calva de Hump Peterson y la cazadora de cuero llena de cremalleras. Se dijo que no era más que paranoia vulgaris, ni más ni menos, pues al fin y al cabo, era un impostor en tierra enemiga y lo más normal del mundo era que se pusiera paranoico en tales circunstancias, pero pese a todo reanudó el paseo a toda pastilla.

Creía que se sentiría más tranquilo en cuanto se alejara del niño de los ojos hostiles, pero no fue así. El breve acceso de optimismo dio paso a la inquietud. Se acercaba la hora de la comida, la gente se sentaría al cabo de un cuarto de hora, y no había rastro de Rose. Algunas de las mujeres estaban en las atracciones, y era posible que Rose estuviera con ellas, pero no lo creía probable. Rose no era la clase de tía que se montaba en el Látigo.

No, tienes razón, nunca lo ha sido…, pero quizás ha cambiado, susurró una voz en su interior. Empezó a decir otra cosa, pero Norman la silenció con violencia antes de que pudiera articular una sola palabra más. No quería oír aquellas chorradas, aun cuando sabía que algo en Rose tenía que haber cambiado, ya que de otro modo seguiría en casa, planchándole las camisas cada miércoles, y nada de todo aquello estaría sucediendo. La idea de que Rosie había cambiado lo suficiente para largarse de casa con su tarjeta del cajero se apoderó de nuevo de su mente con una insistencia roedora que apenas podía soportar. Pensar en ello le daba pánico, como si llevara un gran peso en el pecho.

Contrólate, se conminó. Eso es lo que tienes que hacer. Piensa como si estuvieras en una misión secreta, en un trabajo que has hecho miles de veces en tu vida. Si puedes pensar así, todo irá bien. Haz una cosa, Normie: olvida que es a Rose a quien buscas. Olvida que se trata de Rose hasta que la veas.

Lo intentó. Le ayudó el hecho de que la situación se pareciera mucho a lo que había imaginado. A Hump Peterson lo habían aceptado como parte del paisaje. Dos bolleras ataviadas con camisetas sin mangas para poner de manifiesto sus brazos musculosos lo incluyeron unos instantes en su juego con el frisbee, y una mujer mayor de pelo blanco y varices espantosas le llevó un yogur porque, como explicó, Norman parecía tener mucho calor y estar incómodo en aquella silla. «Hump» le agradeció el gesto y repuso que sí, que estaba un poco acalorado. Pero no por tu causa, encanto, pensó mientras la mujer canosa se alejaba. No me extraña que estés con todas estas tortilleras de mierda… No podrías encontrar a un hombre aunque te fuera la vida en ello. El yogur estaba bueno, sin embargo, muy fresco, de modo que Norman se lo comió con avidez.

El truco consistía en no quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. De la zona de picnic pasó a la pista de lanzamiento de herraduras, donde dos ineptos jugaban contra dos mujeres igual de ineptas. A Norman le parecía que la partida podía durar hasta que anocheciera. Pasó junto a la tienda-cocina, donde las primeras hamburguesas salían de la parrilla y estaban sirviendo ensalada de patatas en cuencos. Por fin se dirigió a las atracciones, empujando la silla con la cabeza gacha, echando discretos vistazos a las mujeres que iban a las mesas del merendero, algunas con cochecitos de niño, otras con los premios de las tómbolas bajo el brazo. Rose no se hallaba entre ellas.

Por lo visto, no estaba en ninguna parte.