El tráfico fue mucho más denso en el trayecto de regreso, y empeoró en cuanto dejaron la ronda del lago. Los obligaba a conducir más despacio, pero en ningún momento los detuvo. Bill aprovechaba los huecos en cuanto aparecían, y Rosie se sentía como si fuera montada sobre una libélula domesticada; sin embargo, Bill nunca corría riesgos innecesarios, y Rosie no dudó de su capacidad en ningún momento, ni siquiera cuando desviaba la moto hacia la línea de separación entre carriles para adelantar a los grandes camiones que se alineaban a ambos lados como mastodontes pacientes mientras esperaban su turno para pasar por las taquillas del peaje. Cuando empezaron a pasar señales que anunciaban PARQUE WATERFRONT, ACUARIO, ETTINGER’S PIER y PARQUE DE ATRACCIONES, Rosie se alegró de que hubieran emprendido el viaje de regreso a aquella hora. Llegaría a tiempo para su turno en la venta de camisetas, y eso estaba bien. Presentaría a Bill a sus amigas, y eso estaba aún mejor. Estaba segura de que les caería bien. Al pasar bajo un puente en el que una pancarta de color rosa brillante anunciaba el SALUDA AL VERANO CON HIJAS Y HERMANAS, Rosie experimentó una oleada de felicidad que a una hora más tardía de aquel día eterno recordaría con horror y náuseas.
Ya veía la montaña rusa con todas sus curvas y estructuras complicadas recortándose contra el cielo, oía los gritos procedentes de ella como nubes de vapor. Por un instante abrazó a Bill con más fuerza y se echó a reír. Todo saldría bien, pensó, y cuando recordó por un breve instante los ojos oscuros y vigilantes de la zorra, se apresuró a desterrar el pensamiento como quien destierra la idea de la muerte durante una boda.