—¿Se las arreglarán bien? —preguntó cuando llegaron de nuevo a la orilla.
Se apoyó en el hombro de Bill para mantener el equilibrio mientras se quitaba primero la zapatilla izquierda y luego la derecha.
—¿Quieres decir si cazarán a los pequeños?
Rosie asintió.
—No si se mantienen alejados de los huertos y los gallineros, y si mamá y papá son lo bastante inteligentes como para impedirles que se acerquen a las granjas…, es decir, si siguen sanos. La zorra tiene al menos cuatro años, y su compañero unos siete. Ojalá lo hubieras visto. Tiene la cola del mismo color que las hojas en octubre.
Estaban a medio camino del merendero, con los pies sumergidos en el agua. Rosie vio las botas de Bill sobre la roca en que las había dejado, con los calcetines blancos y modosos atravesados sobre las punteras cuadradas.
—¿A qué te refieres con eso de «si siguen sanos»?
—La rabia —explicó él—. Casi siempre es la rabia la que los empuja a los huertos y gallineros. Lo que hace que la gente se fije en ellos. Lo que los acaba matando. Las zorras la contraen con más frecuencia que los machos y enseñan a sus crías comportamientos peligrosos. Acaba muy deprisa con los machos, pero la hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, y con el tiempo va empeorando.
—¿De verdad? —exclamó Rosie—. Qué pena.
Bill se detuvo, contempló el rostro pálido y pensativo de Rosie y la abrazó.
—No siempre pasa —dijo—. De momento están bien.
—Pero podría pasar. Podría pasar.
Bill consideró sus palabras y por fin asintió.
—Sí, claro —dijo—. Podría pasar cualquier cosa. Venga, vamos a comer, ¿qué te parece?
—Me parece una buena idea.
Pero no creía que pudiera comer mucho, pues la mirada brillante de la zorra le había quitado el apetito. Sin embargo, en cuanto Bill empezó a desempaquetar la comida, se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. Sólo había desayunado un zumo de naranja y una tostada de pan seco; había estado más nerviosa y emocionada que una novia el día de su boda. Pero al ver el pan y la carne se olvidó de los zorros que vivían orilla arriba.
Bill no paraba de sacar comida de la nevera: bocadillos de ternera fría, bocadillos de atún, ensalada de pollo, ensalada de patatas, ensalada de col, dos latas de Coca Cola, un termo de té helado, dos pedazos de tarta, una gran porción de pastel… A Rosie le recordó a los payasos que vaciaban los carritos al salir al escenario del circo y se echó a reír. Con toda probabilidad no era lo más educado, pero tenía la suficiente confianza en él como para saber que no tenía que mostrarse educada. Eso estaba bien, porque de todos modos no sabía si podría haberlo evitado.
Bill alzó la cabeza, con un salero en la mano izquierda y un pimentero en la derecha. Rosie comprobó que había cubierto los orificios con cinta adhesiva por si se volcaban, y eso la hizo reír aún más. Se sentó en el banco colocado delante de la mesa de picnic, se cubrió el rostro con las manos e intentó recobrar la compostura. Cuando estaba a punto de conseguirlo, miró por entre los dedos y vio aquel increíble montón de bocadillos, media docena para dos personas, cada uno de ellos cortado en diagonal y empaquetado en su bolsita correspondiente. De nuevo estalló en carcajadas.
—¿Qué? —exclamó Bill con una sonrisa—. ¿Qué pasa, Rosie?
—¿Tienes invitados? —preguntó Rosie sin dejar de reír—. ¿Un equipo de la Liga Infantil, quizás? ¿O un grupo de Boy Scouts?
La sonrisa de Bill se ensanchó, aunque sus ojos conservaron aquella expresión solemne. Era una expresión complicada, que indicaba que comprendía tanto lo gracioso como lo serio, y al verla Rosie se convenció por fin de que Bill tenía su edad o al menos se acercaba lo suficiente para que no importara.
—Quería asegurarme de que traía algo que te gustara, nada más.
Rosie empezaba a dominarse, pero no dejó de sonreír. Lo que más la conmovió no fue su ternura, que le hacía parecer más joven, sino su franqueza, que de algún modo le confería madurez.
—Bill, yo como prácticamente de todo —aseguró.
—Ya me lo imagino —repuso él mientras se sentaba junto a ella—, pero ésa no es la cuestión. No me importa lo que aguantas, lo que soportas. Lo que realmente me importa es lo que te gusta y lo que quieres. Ésa es la clase de cosas que quiero darte, porque estoy loco por ti.
Rosie se lo quedó mirando muy seria, y cuando Bill le cogió la mano, ella se la cubrió con la otra. Estaba intentando asimilar lo que Bill acababa de decirle, pero le costaba mucho, pues era como intentar pasar un mueble muy voluminoso y pesado por una puerta estrecha, girándolo a un lado y a otro, tratando de encontrar un ángulo que permitiera pasarlo.
—¿Por qué? —preguntó por fin—. ¿Por qué yo?
Bill meneó la cabeza.
—No lo sé. La cuestión es, Rosie, que no sé gran cosa de mujeres. Tuve una novia cuando iba al instituto, y probablemente habríamos acabado en la cama, pero se fue a vivir a otra parte antes de que ocurriera. Luego tuve otra durante el primer año de universidad, y con ella sí me acosté. Y hace cinco años me comprometí con una chica maravillosa a la que conocí en el zoo, mira por dónde. Se llamaba Bronwyn O’Hara. Parece sacado de una novela de Margaret Mitchell, ¿verdad?
—Es un nombre precioso.
—Y ella era una chica preciosa. Murió de un aneurisma cerebral.
—Oh, Bill, lo siento mucho.
—Desde entonces he salido con un par de chicas, y no exagero. He salido con un par de chicas, punto, fin de la historia. Mis padres se pelean por mi causa. Mi padre dice que me voy a pudrir, mi madre dice: «Deja al chico en paz, deja de reñirlo». Aunque dice reñirloooo.
Rosie esbozó una sonrisa.
—Y entonces entras tú en la tienda y encuentras ese cuadro. Nada de lo que está pasando aquí pasa por amabilidad, caridad ni obligación. Nada de lo que está pasando aquí pasa porque la pobre Rosie las ha pasado moradas. —Se detuvo un instante antes de proseguir—: Pasa porque estoy enamorado de ti.
—No puedes saber eso. Todavía no.
—Sé lo que sé —replicó él, y Rosie consideró algo amenazadora la suave insistencia de su voz—. Y ahora basta de sensiblerías. Comamos.
Comieron. Cuando acabaron y Rosie se sentía a punto de reventar guardaron las sobras en la nevera, y Bill volvió a atarla al portapaquetes de la Harley. No había venido nadie; seguían teniendo Shoreland para ellos solos. Regresaron a la orilla y se sentaron en la roca grande. A Rosie empezaba a encantarle aquella roca; era la clase de roca, pensó, a la que una podía acudir una o dos veces al año para darle las gracias…, si las cosas salían bien, claro. Y creía que estaban saliendo bien, al menos de momento. De hecho, no recordaba ningún día mejor que aquél.
Bill la rodeó con sus brazos, apoyó los dedos de la mano izquierda en su mejilla y le giró el rostro hacia él. Empezó a besarla. Al cabo de cinco minutos, Rosie estaba a punto de desmayarse; tenía la sensación de que se hallaba entre un sueño y la realidad, excitada de un modo que jamás habría imaginado, excitada de un modo que confería sentido a todos los libros, historias y películas que antes no había comprendido pero siempre había aceptado a pies juntillas, al igual que un ciego cree a pies juntillas a un vidente cuando le dice que la puesta de sol es hermosa. Le ardían las mejillas, los pechos le quemaban, hipersensibilizados por el contacto de Bill a través de la blusa, y deseó no haberse puesto sujetador. Aquella idea la hizo ruborizarse aún más. El corazón le latía con fuerza, pero no importaba. Nada importaba. Todo era estupendo, maravilloso, en realidad. Tocó a Bill allí abajo, notó lo duro que estaba. Era como tocar una piedra, pero la piedra no habría palpitado bajo sus dedos como si de un corazón se tratara.
Bill dejó la mano de Rosie allí por un instante, pero por fin la levantó y le besó la palma.
—Basta por ahora —susurró.
—¿Por qué?
Rosie se lo quedó mirando con expresión inocente, exenta de todo artificio. Norman era el único hombre al que había conocido sexualmente, y no era la clase de hombre que se excitara sólo porque una lo tocara allí abajo a través de los pantalones. A veces, con mayor frecuencia a medida que pasaba el tiempo, de hecho, no se excitaba en absoluto.
—Porque no podré parar sin que me dé un patatús.
Rosie lo observó con tal expresión de extrañeza que Bill se echó a reír.
—No importa, Rosie. Es sólo que quiero que todo sea perfecto la primera vez que hagamos el amor, sin mosquitos que nos muerdan el culo, ortigas que nos dejen como un semáforo ni mocosos de la universidad apareciendo en el momento crucial. Además, prometí tenerte de vuelta a las cuatro para que pudieras vender camisetas, y no quiero que luego vayas con prisas.
Rosie miró el reloj y se sorprendió al comprobar que eran las dos y diez. Si sólo habían pasado cinco o diez minutos besuqueándose sobre la roca, ¿cómo era posible? A regañadientes llegó a la maravillosa conclusión de que llevaban mucho más tiempo ahí, al menos media hora, tal vez incluso tres cuartos.
—Vamos —instó Bill mientras se bajaba de la roca.
Hizo una mueca al sumergir los pies en el agua fría, y Rosie atisbó el bulto de sus pantalones por última vez. Eso lo he hecho yo, pensó, y la asombraron los sentimientos que aquella idea desencadenó: placer, diversión e incluso cierta presunción.
Bajó de la roca y le cogió la mano antes de darse cuenta de lo que hacía.
—Vale, ¿y ahora qué?
—¿Qué tal un pequeño paseo antes de volver? Para refrescarnos un poco, por así decirlo.
—De acuerdo, pero no nos acerquemos a los zorros. No quiero volver a molestarlos.
Molestarla a ella, pensó. No quiero volver a molestarla a ella.
—Muy bien. Iremos hacia el sur.
Se volvió para emprender el camino. Rosie le oprimió la mano para que se girara de nuevo hacia ella, y cuando lo hizo le rodeó el cuello con los brazos. La dureza bajo el cinturón no había desaparecido del todo, y Rosie se alegraba. Hasta entonces no había tenido ni idea de que en esa dureza pudiera existir algo que le resultara atractivo a una mujer, pues había estado convencida de que no se trataba más que de una ficción inventada por las revistas dedicadas a vender ropa, maquillaje y productos de belleza para el cabello. Tal vez ahora sabía algo más. Se apretó contra el bulto y miró a Bill a los ojos.
—¿Te importa que diga algo que mi madre me enseñó a decir antes de ir a mi primera fiesta de cumpleaños? Tenía unos cuatro o cinco años, creo.
—Adelante —accedió él con una sonrisa.
—Gracias por un día encantador, Bill. Gracias por el día más maravilloso desde que era pequeña. Gracias por pedirme que lo compartiera contigo.
Bill la besó.
—Yo también lo he pasado muy bien, Rosie. Hace años que no era tan feliz. Vamos a dar ese paseo.
Cogidos de la mano, se dirigieron hacia el sur por la orilla. Bill la condujo por otro sendero hasta un campo de heno largo y estrecho que parecía no haber sido tocado en años. La luz de la tarde lo bañaba con rayos polvorientos, y las mariposas revoloteaban por entre la hierba trazando dibujos aleatorios. Las abejas zumbaban, y a su izquierda, un pájaro carpintero martilleaba un árbol sin cesar. Bill le mostró flores, indicándole los nombres de casi todas. Rosie creía que se había equivocado en un par de ellas, pero no se lo dijo. Le mostró unas setas agrupadas al pie de un roble que se alzaba al borde del campo. Le dijo que eran venenosas, pero no demasiado peligrosas porque eran amargas. Eran las que no sabían amargas las que te hacían daño e incluso podían matarte.
Cuando regresaron al merendero, los mocosos de la universidad a los que se había referido Bill ya habían llegado en una furgoneta y un cuatro por cuatro. Eran simpáticos pero armaron un barullo impresionante mientras llevaban neveras llenas de cerveza a la sombra e instalaban una red de voleibol. Un chico de unos diecinueve años llevaba a hombros a su novia, ataviada con bermudas de color caqui y sujetador de bikini. Cuando empezó a correr, la chica se puso a gritar y a palmearle la cabeza de cabello cortado al cepillo. Mientras los observaba, Rosie se preguntó si los gritos de la muchacha llegarían a oídos de la zorra tumbada en el claro y supuso que sí. Casi la veía con la cola enroscada en torno a los cachorros repletos de leche y dormidos, escuchando los gritos humanos procedentes de la playa, las orejas erguidas, los ojos brillantes, inteligentes y tan propensos a la locura.
Acaba muy deprisa con los machos, pero la hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, pensó Rosie, y de repente recordó las setas venenosas que había visto al borde de aquel prado cubierto de maleza, creciendo en la sombra, al amparo de la humedad. Setas araña, las había llamado la abuela de Rosie cuando se las enseñaba en verano, y aunque aquel nombre debía de ser invención de la abuela Weeks, Rosie jamás había olvidado el aspecto desagradable que ofrecían, la carne pálida y cérea, salpicada de motas oscuras que en verdad parecían arañas diminutas con un poco de imaginación…, y la abuela había tenido mucha.
La hembra puede tener la rabia durante mucho tiempo, se dijo. Acaba muy deprisa con los machos, pero…
—Rosie, ¿tienes frío?
Rosie se lo quedó mirando sin comprender.
—Estabas temblando.
—No, no tengo frío.
Se volvió de nuevo hacia los chicos, que no los veían ni a ella ni a Bill porque tenían más de veinticinco años, y una vez más miró a Bill.
—Pero creo que es hora de volver.
—Creo que tienes razón —asintió Bill.