65

Bill no la torturó llegando tarde. Rosie había llevado una de las sillas de la cocina junto a la ventana para poder sentarse y esperarlo (lo había hecho a las siete y cuarto, tres horas después de salir de la ducha), y a las ocho y veinticinco, una moto con una nevera portátil atada al portapaquetes aparcó en un hueco delante del edificio. La cabeza del conductor estaba cubierta por un gran casco azul, y desde su punto de observación, Rosie no logró distinguir su rostro, pero sabía que era él. La línea de sus hombros ya le resultaba inconfundible. Bill dio gas en punto muerto y luego paró el motor antes de bajar el caballete con la bota. Bajó una pierna, y por un instante se hizo visible la forma de su muslo bajo los vaqueros desvaídos. Rosie experimentó una oleada tímida pero inequívoca de lujuria. Esto es en lo que pensaré esta noche antes de dormirme, esto es lo que veré. Y si tengo mucha, mucha suerte soñaré con ello.

Estuvo tentada de esperarlo arriba, de dejar que viniera a buscarla al igual que una muchacha que se siente a gusto en casa de sus padres espera al chico que la invita al baile, lo espera aun cuando ya ha llegado, espiando tras la cortina de su cuarto con su vestido de baile sin tirantes, esbozando una sonrisa misteriosa cuando lo ve bajarse del coche de su padre, recién lavado y encerado, ajustándose tímidamente la pajarita o tirándose de la faja.

Se lo pensó unos instantes, pero luego abrió el armario, introdujo la mano y sacó el jersey. Recorrió el pasillo a toda prisa y se puso la prenda mientras andaba. A1 llegar a la escalera y ver que Bill ya subía por ella con la cabeza levantada para mirarla, se le ocurrió que había alcanzado la edad perfecta; era demasiado mayor para ser coqueta por el simple placer de serlo, pero demasiado joven para no creer que algunas esperanzas, las que de verdad importan, pueden resultar fundadas aunque todo indique lo contrario.

—Hola —lo saludó desde la cima de la escalera—. Qué puntual.

—Claro —repuso él mirándola desde abajo con aire ligeramente sorprendido—. Siempre soy puntual. Me educaron así. Creo que además lo llevo en la sangre. —Alargó una mano enguantada como un caballero de película—. ¿Estás preparada? —preguntó con una sonrisa.

Era una pregunta que Rosie aún no sabía cómo responder, de modo que se limitó a reunirse con él, aceptó la mano que le tendía y dejó que la condujera al exterior, a la luz del sol que bañaba el primer sábado de junio. Bill la dejó en la acera junto a la motocicleta inclinada, la miró de arriba abajo con ojo crítico y por fin meneó la cabeza.

—No, no, con ese jersey no bastará —aseguró—. Menos mal que no he olvidado lo que aprendí en los Boy Scouts.

A cada lado del portapaquetes de la Harley había una maleta. Bill abrió una y sacó una cazadora de cuero parecida a la suya, con bolsillos de cremallera arriba y abajo en ambos lados, pero por lo demás negra y lisa. Nada de tachuelas, charreteras, relámpagos ni adornos varios. Era más pequeña que la de Bill. Rosie se la quedó mirando, allí colgada de sus manos como un pellejo, y con la pregunta evidente atragantada entre los labios.

Bill vio su expresión, la descifró al instante y volvió a menear la cabeza.

—Es la cazadora de mi padre. Me enseñó a conducir con una vieja Indian que compró a cambio de una mesa de comedor y un dormitorio. El año que cumplió los veintiuno se recorrió el país entero con esa moto, según dice. Era de las que hay que poner en marcha con el pie, y si te olvidas de ponerla en punto muerto se te puede escapar por entre las piernas.

—¿Y qué pasó? ¿La destrozó? —Esbozó una sonrisa—. ¿La destrozaste tú?

—Ni una cosa ni otra. Murió de vieja. Desde entonces sólo han entrado Harleys en la familia Steiner. Ésta es una Heritage de mil trescientos cuarenta y cinco centímetros cúbicos. —Acarició el manillar con delicadeza—. Hace cinco años que papá no la conduce.

—¿Se ha cansado de llevarla?

—No, es que tiene glaucoma.

Rosie se puso la cazadora. Calculaba que el padre de Bill mediría al menos ocho centímetros menos que su hijo y pesaría unos veinte kilos menos, pero pese a todo, la cazadora le llegaba casi a las rodillas. Sin embargo, abrigaba mucho, y Rosie se la abrochó hasta el cuello con cierto placer sensual.

—Te queda bien —comentó Bill—. Tienes un aspecto un poco gracioso, como una niña que jugara a ponerse la ropa de mamá, pero te queda bien, de verdad.

Rosie creyó que podía decirle algo que no había podido decirle cuando estaban sentados en el parque comiendo perritos calientes, y de repente le pareció muy importante decirlo.

—Bill.

Bill se volvió hacia ella con una sonrisa, aunque sus ojos mostraban una expresión solemne.

—¿Sí?

—No me hagas daño.

Bill reflexionó unos instantes sin abandonar la sonrisa ni la expresión solemne de los ojos, y por fin meneó la cabeza.

—No, no te haré daño.

—¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo. Vamos, sube. ¿Has subido alguna vez a un caballo de hierro?

Rosie denegó con la cabeza.

—Bueno, estos estribos son para tus pies.

Bill se inclinó sobre la parte posterior de la moto, rebuscó en la maleta y sacó un casco. Rosie contempló el color rojo violáceo sin la menor sorpresa.

—Toma.

Rosie se lo caló y luego se agachó para mirarse solemnemente en uno de los retrovisores de la Harley. Lo que vio la hizo estallar en carcajadas.

—¡Parezco una futbolista!

—La más guapa del equipo —Bill le asió los hombros para darle la vuelta—. Se ata debajo de la barbilla. Deja que lo haga yo.

Por un instante tuvo el rostro de Bill a la distancia de un beso y experimentó una especie de vértigo al pensar que, si quería besarla allí mismo, en la acera soleada llena de gente que paseaba camino de los recados ociosos del sábado, ella se lo permitiría.

Bill retrocedió un paso.

—¿Está demasiado apretado?

Rosie meneó la cabeza.

—¿Seguro?

Rosie asintió.

—Pues entonces di algo.

—O ehtá ebahiao abetao —farfulló ella, y se echó a reír al ver la expresión de Bill, que no tardó en unirse a sus carcajadas.

—¿Preparada? —volvió a preguntarle Bill.

Seguía sonriendo, pero sus ojos conservaban aquella expresión solemne y reflexiva, como si supiera que se habían embarcado en una aventura de gran envergadura, en la que cada palabra, cada movimiento podían tener consecuencias inconmensurables.

Rosie cerró el puño, golpeó la parte superior del casco y esbozó una sonrisa nerviosa.

—Supongo que sí. ¿Quién sube primero, tú o yo?

—Yo —repuso Bill al tiempo que pasaba una pierna sobre la Harley—. Ahora tú.

Rosie pasó una pierna con cuidado y apoyó las manos en los hombros de Bill. El corazón le latía con violencia.

—No —dijo él—. Alrededor de la cintura, ¿vale? Necesito los brazos y las manos para conducir.

Rosie deslizó las manos entre los brazos y los costados de Bill antes de entrelazarlas sobre su estómago plano. De repente tuvo la sensación de soñar. ¿Todo aquello se debía a una sola gota de sangre sobre la sábana? ¿Una decisión impulsiva de salir por la puerta principal y marcharse? ¿Era posible?

Dios mío, por favor, que no sea un sueño, pensó.

—Pon los pies sobre los estribos.

Rosie obedeció y experimentó una punzada de temor y delicia cuando Bill enderezó la moto y retiró el caballete con la bota. Ahora que tan sólo sus pies la mantenían en equilibrio, a Rosie le recordó el momento en que una barca pequeña queda liberada de su última amarra y flota junto al embarcadero con mayor libertad que antes. Se apoyó con más decisión contra la espalda de Bill, cerró los ojos y aspiró una profunda bocanada de aire. La fragancia del cuero caldeado por el sol se parecía mucho a lo que había imaginado, y eso le gustó. Todo le gustaba. Le daba miedo y le gustaba.

—Espero que lo pases bien —comentó Bill—. De verdad que sí.

Pulsó un botón que había sobre la parte derecha del manillar, y la Harley se puso en marcha con un estallido. Rosie dio un respingo y se acercó más a Bill, aferrándose a él con más fuerza y perdiendo una parte de su timidez.

—¿Vas bien? —inquirió él.

Rosie asintió, pero entonces se dio cuenta de que él no vería el gesto y repuso que sí, que iba bien.

Al cabo de un instante, la acera que se extendía a su izquierda empezó a quedar atrás. Bill echó un vistazo atrás para comprobar si se acercaban coches y a continuación dirigió la moto al carril derecho de Trenton Street. No era como girar en un coche; la motocicleta se inclinó como una avioneta alineándose con la pista. Bill dio gas, y la Harley se lanzó hacia delante, soplando una ráfaga de viento al interior del casco de Rosie, que se echó a reír.

—¡Ya me parecía que te gustaría! —gritó Bill por encima del hombro cuando se detuvieron en el semáforo de la esquina.

Cuando apoyó el pie en el suelo, fue como si estuvieran de nuevo unidos a la tierra firme, pero por el más fino de los hilos. Cuando el semáforo cambió a verde, el motor volvió a rugir bajo las piernas de Rosie, esta vez con mayor autoridad, y la moto tomó Deering Avenue a lo largo del parque Bryant, pasando junto a las sombras de robles viejos que se dibujaban en el pavimento como manchas de tinta. Rosie miró por encima del hombro de Bill y vio el sol que los guiaba por entre los árboles, despidiendo destellos como un heliógrafo, y cuando Bill ladeó la moto para torcer en Calumet Avenue, Rosie se ladeó con él.

Ya me parecía que te gustaría, había dicho Bill al salir, pero sólo le gustó mientras atravesaron la parte norte de la ciudad, pasando por barrios cada vez más residenciales, cuyas casas casi adosadas le recordaron las escenas de Todos en familia y donde parecía haber un El Sorbo en cada esquina. Cuando llegaron a la ronda del lago en dirección a las afueras, a Rosie no sólo le gustaba el paseo, sino que estaba encantada, y cuando Bill salió de la ronda del lago para tomar la carretera 27, una vía de dos carriles que reseguía la orilla del lago hasta el siguiente estado, Rosie tenía la sensación de que podría pasarse el resto de su vida subida a aquella moto. Si Bill le hubiera preguntado qué le parecería llegar hasta Canadá para ir a un partido de béisbol de los Blue Jays en Toronto, por ejemplo, Rosie se habría limitado a apoyar la cabeza en el cuero que separaba sus omóplatos para que Bill advirtiera que estaba asintiendo.

La carretera 27 era estupenda. A mediados de veranos estaría plagada de tráfico incluso a aquella hora de la mañana, pero en aquel momento iba casi vacía, un lazo negro pespunteado de amarillo en la parte central. A su derecha, el lago centelleaba de un brillante color azul por entre los árboles; a su izquierda vieron granjas de productos lácteos, cabañas para turistas y tiendas de recuerdos que iniciaban la temporada.

Rosie no tenía necesidad alguna de hablar; de hecho, no estaba segura de que pudiera hablar aunque quisiera. Bill fue dando gas a la Harley hasta que la aguja del cuentakilómetros se colocó en un ángulo de ciento ochenta grados respecto al cero, como un reloj que indicara las doce, y el viento silbó con más fuerza en el casco de Rosie. Tenía la sensación de volar, esa sensación que recordaba de los sueños de su infancia, sueños en que volaba sin miedo sobre campos, montañas, tejados y chimeneas con el cabello flotando como una bandera detrás de ella. Siempre había despertado de aquellos sueños temblando, bañada en sudor, aterrada y encantada, y así era como se sentía en aquel momento. Al mirar a la izquierda vio su sombra flotando junto a ella como en aquellos sueños, pero ahora la acompañaba otra sombra, lo que le gustaba mucho más. No recordaba haberse sentido tan feliz en ningún otro instante de su vida. El mundo entero se le antojaba perfecto, y tenía la impresión de encajar en él a la perfección.

La temperatura fluctuaba ligeramente a medida que avanzaban, descendiendo mientras atravesaban lugares sombreados o valles, subiendo cuando se sumergían de nuevo en la luz del sol. A cien kilómetros por hora, los olores llegaban en cápsulas, tan concentrados que era como si salieran despedidos de surtidores. Vacas, estiércol, heno, tierra, hierba cortada, alquitrán fresco cuando pasaban junto a una zona en construcción, gas de escape cuando adelantaron a un camión de granja que traqueteaba por la carretera. En la caja abierta del camión yacía un perro mestizo con el hocico entre las patas, mirándolos con total indiferencia. Cuando Bill se desvió para adelantar en un tramo recto, el granjero alzó la mano para saludar a Rosie. Ella distinguió las patas de gallo que se arremolinaban alrededor de sus ojos, la piel enrojecida y agrietada a los lados de su nariz, el destello de su alianza a la luz del sol. Con mucho cuidado, como un equilibrista en la cuerda floja haciendo una pirueta sin red, Rosie retiró una mano de la cintura de Bill y devolvió el saludo al hombre. El granjero le dedicó una sonrisa y luego quedó atrás.

A unos quince o veinte kilómetros de la ciudad, Bill señaló una reluciente silueta de metal que se dibujaba en el cielo ante ellos. Al cabo de un instante, Rosie oyó el ritmo constante de los rotores del helicóptero, y luego distinguió a dos hombres sentados en la cabina redondeada. Cuando el aparato los sobrevoló con gran estruendo, Rosie vio que el acompañante se inclinaba para gritar algo al oído del piloto.

Lo veo todo, pensó antes de preguntarse por qué le impresionaba tanto la idea. En realidad no estaba viendo nada que no pudiera apreciarse desde un coche. No es verdad, se corrigió. Estoy viendo algo diferente porque no lo miro a través de una ventana, y eso hace que deje de ser paisaje. Es el mundo, no un paisaje, y yo estoy en ese mundo. Estoy volando por el mundo, como en los sueños que tenía de pequeña, pero ahora no voy sola.

El motor palpitaba a un ritmo constante entre sus piernas. No le producía exactamente una sensación sexual, pero sí le hizo tomar conciencia de lo que tenía allí abajo y para qué servía. Cuando no contemplaba el paisaje se dedicaba a observar fascinada los pelillos de la nuca de Bill y a preguntarse qué sensación produciría tocarlos, alisarlos como si de plumas se tratara.

Una hora después de dejar la ronda del lago se hallaban en pleno campo. Bill redujo hasta poner la Harley en segunda, y cuando llegaron a un cartel que rezaba ÁREA DE PICNIC SHORELAND. CAMPING SÓLO CON AUTORIZACIÓN, redujo a primera y torció por un sendero de grava.

—Sujétate bien —advirtió; Rosie lo oyó bien porque el viento ya no le silbaba en los oídos—. Baches.

Había baches, pero la Harley los salvó con facilidad, convirtiéndolos en meros bultitos. Al cabo de cinco minutos se detuvieron en un pequeño estacionamiento de tierra. Más allá se veían mesas de picnic y barbacoas de piedra; salpicaban una gran extensión de hierba que descendía de forma paulatina hasta una calita rocosa que apenas podía llamarse playa. A la calita llegaban olas pequeñas en ordenada procesión. Tras ellas, el lago se extendía hasta el horizonte, donde la línea que separaba el cielo del agua se diluía en la neblina azulada. En el lugar no había nadie aparte de ellos, y cuando Bill apagó el motor de la Harley, el silencio dejó a Rosie sin aliento. Sobre el agua, las gaviotas volaban en círculos, chillando en dirección a la orilla con su voz estridente y frenética. Desde el oeste les llegaba el sonido de un motor, tan lejano que era imposible determinar si pertenecía a un camión o a un tractor. Y el silencio.

Bill empujó con la bota una piedra plana hacia la moto y bajó el caballete de forma que descansara sobre ella. A continuación se apeó y se volvió hacia Rosie con una sonrisa. Al ver su expresión, la sonrisa se trocó en una mirada de preocupación.

—Rosie, ¿te encuentras bien?

—Sí, ¿por qué? —replicó ella sorprendida.

—No sé, tienes una expresión de lo más extraña…

Ya me lo imagino, pensó ella. Desde luego que me lo imagino.

—Estoy bien —aseguró—. Me da la sensación de estar soñando, eso es lo que pasa. No paro de preguntarme cómo he llegado hasta aquí.

Lanzó una carcajada nerviosa.

—Pero ¿no te vas a desmayar ni nada por el estilo?

Esta vez, Rosie rió con más naturalidad.

—No, de verdad que estoy bien.

—¿Y te ha gustado?

—Me ha encantado.

Estaba luchando con la hebilla que unía las correas del casco, pero sin demasiado éxito.

—Cuesta un poco la primera vez. Deja que te ayude.

Bill se inclinó hacia ella para abrir la hebilla, de nuevo a la distancia de un beso, aunque esta vez no se apartó. Le sacó el casco con las palmas de las manos y luego la besó en la boca, mientras el casco pendía de la correa entre los dos primeros dedos de su mano izquierda y él apoyaba la derecha en la parte baja de la espalda de Rosie. Aquel beso disipó todos los temores de Rosie; el contacto de su boca y la presión de su mano eran como volver a casa. Advirtió que estaba empezando a llorar, pero no le importaba. Aquellas lágrimas no dolían.

Bill se apartó un poco de ella sin soltarla; el casco seguía bamboleándose contra la rodilla de Rosie como un péndulo.

—¿Estás bien? —preguntó Bill mirándola a los ojos.

Sí, intentó responder ella, aunque de sus labios no brotó sonido alguno. Se limitó a asentir con un gesto.

—Perfecto.

Y con aire muy solemne, como quien lleva a cabo una misión importante, le besó las mejillas frías y húmedas hacia arriba y hacia dentro, en dirección a la nariz, primero bajo el ojo derecho y luego bajo el izquierdo. Sus besos eran suaves como el aleteo de las pestañas. Rosie nunca había sentido nada igual y de repente le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó con fuerza, el rostro sepultado en el hombro de su cazadora y los húmedos ojos cerrados. Bill la sostuvo, acariciándole la trenza con la mano que había descansado sobre su espalda.

Al cabo de un rato, Rosie retrocedió y se secó las lágrimas con la manga.

—No siempre lloro —aseguró—. Debe de costarte creerlo, pero es verdad.

—Me lo creo —repuso él al tiempo que se quitaba el casco—. Vamos, ayúdame con la nevera.

Rosie lo ayudó a desabrochar las correas elásticas que la sujetaban, y juntos la llevaron hasta una de las mesas de picnic. Rosie se quedó mirando el agua.

—Éste debe de ser el lugar más hermoso del mundo —comentó—. No puedo creer que no haya nadie más.

—Bueno, la carretera 27 queda un poco apartada de la ruta turística habitual. Venía con mi familia cuando era pequeño. Mi padre me contó que lo encontró por casualidad mientras paseaba en bici. Ni siquiera en agosto viene mucha gente, mientras que el resto de las zonas de picnic del lago están atestadas.

—¿Has traído a otras mujeres aquí? —preguntó Rosie lanzándole una mirada rápida.

—No —denegó él—. ¿Te apetece dar un paseo? Podríamos ir abriendo boca, y además quiero enseñarte una cosa.

—¿Qué?

—Será mejor que te lo enseñe.

—De acuerdo.

Bill la condujo hasta la orilla, donde se sentaron juntos sobre una roca grande para quitarse los zapatos. A Rosie le divirtió ver los gruesos calcetines blancos de deporte que Bill llevaba debajo de las botas. Era la clase de calcetines que asociaba con el instituto.

—¿Las dejamos aquí o nos las llevamos? —inquirió Rosie levantando las zapatillas.

Bill reflexionó unos instantes.

—Llévatelas. Yo dejaré las mías aquí. Apenas me puedo poner estas malditas botas con los pies secos, y mojados no te digo nada.

Se quitó los calcetines blancos y los colocó pulcramente sobre las punteras gruesas de las botas. Algo en su modo de hacerlo y el aspecto modoso que ofrecían los calcetines la hizo sonreír.

—¿Qué pasa?

—Nada —repuso Rosie meneando la cabeza—. Venga, enséñame la sorpresa.

Se dirigieron hacia el norte por la orilla, Rosie con las zapatillas en la mano izquierda, Bill a la cabeza. Al sumergir los pies en el agua, Rosie la notó tan fría que jadeó. Veía sus pies bajo el agua como peces pálidos y relucientes, algo separados del resto de su cuerpo a la altura de los tobillos por obra de la refracción. El fondo estaba cubierto de grava, pero no dolía. Aunque estuvieras haciéndotelos pedazos no te enterarías, pensó. Estás entumecida, cariño. Pero no se los estaba haciendo pedazos. Tenía la sensación de que Bill no permitiría eso. Era una idea ridícula pero poderosa.

A unos cuarenta metros alcanzaron un sendero cubierto de maleza que se alejaba tortuoso de la orilla, arena blanca y gruesa entre juníperos bajos y robustos, y en aquel momento se apoderó de Rosie una intensa sensación de déjá vu, como si hubiera visto aquel sendero en un sueño apenas recordado.

Bill señaló la cima de la cuesta.

—Vamos allí arriba —susurró—. No hagas ruido.

Esperó a que Rosie se pusiera las zapatillas deportivas y luego siguió andando. Al llegar a la cima se detuvo a esperarla, y cuando Rosie lo alcanzó y empezó a hablar, se llevó un dedo a los labios y luego señaló algo con él.

Se hallaban al borde de un claro pequeño y salpicado de arbustos, una especie de mirador a unos veinte metros sobre el lago. En el centro se veía un árbol caído. Bajo la maraña de raíces cubiertas de tierra yacía una esbelta zorra roja que amamantaba a tres cachorros. Cerca del grupo, un cuarto cachorro perseguía con entusiasmo su propia cola en un parche soleado. Rosie se los quedó mirando, fascinada.

Bill se acercó a ella, y su susurro le hizo cosquillas en la oreja además de producirle un escalofrío.

—Vine anteayer para comprobar que el merendero seguía aquí y aún merecía la pena. Hacía cinco años que no venía, así que no estaba seguro. Di un paseo y me encontré con esta familia. Vulpes fulva, el zorro rojo. Los pequeños deben de tener unas seis semanas.

—¿Cómo es que sabes tanto?

—Me gustan los animales —repuso Bill con un encogimiento de hombros—. Leo cosas sobre ellos e intento verlos en su hábitat siempre que tengo ocasión.

—¿Cazas?

—Dios mío, no. Ni siquiera hago fotos. Sólo miro.

La zorra los había visto. Sin moverse adoptó una actitud aún más quieta y una expresión aguda y vigilante.

No la mires a la cara, pensó Rosie de repente. No tenía ni idea de lo que significaba aquel pensamiento; sólo sabía que no era su propia voz la que oía en su mente. No la mires a la cara. Las personas como tú no deben mirarla a la cara.

—Son preciosos —murmuró al tiempo que alargaba la mano para coger la de Bill.

—Sí que lo son —asintió él.

La zorra se había vuelto hacia el cuarto cachorro, que había renunciado a perseguirse la cola y empezado a atacar su sombra. La madre emitió un solo ladrido agudo. El pequeño se volvió, observó con descaro a los recién llegados que estaban de pie en el sendero, trotó hacia su madre y se tendió junto a ella. La zorra le lamió la cabeza con rapidez y eficacia, pero sin perder de vista a Rosie y Bill.

—¿Tiene compañero? —inquirió Rosie.

—Sí, lo vi el otro día. Un perro de buen tamaño.

—¿Así es como se llaman? ¿Perros?

—Sí, perros.

—¿Dónde está?

—No muy lejos. Cazando. Probablemente los pequeños ven muchas gaviotas con las alas rotas en la cena.

Rosie se volvió hacia las raíces del árbol bajo el cual habían instalado su guarida los zorros, y una vez más la embargó aquella sensación de déjá vu. La imagen fugaz de una raíz moviéndose hacia ella para asirla le cruzó la mente como un rayo antes de disiparse.

—¿La estamos asustando? —preguntó Rosie.

—Un poquito, quizá. Si nos acercáramos más se defendería.

—Sí —asintió Rosie—. Y si intentáramos hacer algo a los pequeños, ella se resarciría.

Bill la miró con expresión extraña.

—Bueno, sí, supongo que sí.

—Me alegro de que me hayas traído a verlos.

—Bien —exclamó Bill con una sonrisa que le iluminó el rostro entero.

—Volvamos. No quiero asustarla y además tengo hambre.

—Vale, yo también.

Bill alzó una mano y saludó a la zorra con aire solemne. La madre los observó con sus ojos brillantes y serenos… y luego arrugó el hocico en un gruñido silencioso, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y pulcros.

—Sí —dijo Bill—. Eres una buena madre. Cuídalos mucho.

Se volvió para alejarse. Rosie empezó a seguirlo, pero miró por encima del hombro aquellos ojos brillantes y serenos. La zorra seguía con el hocico arrugado, mostrando los dientes mientras amamantaba a sus pequeños a la luz silenciosa del sol. Tenía el pelaje más anaranjado que rojo, pero algo en el matiz, el contraste violento con el verde perezoso que lo rodeaba, hizo que Rosie volviera a estremecerse. Una gaviota sobrevoló el lugar, proyectando su sombra en el claro, pero la zorra no perdió de vista a Rosie en ningún momento. Rosie sintió aquellos ojos sobre ella, vigilantes y completamente concentrados en su quietud incluso cuando Rosie se volvió para seguir a Bill.