Norman había ido de pesca en busca de Rose.
Permaneció despierto en la cama de la habitación del hotel toda la noche del jueves y la madrugada del viernes. Apagó todas las luces a excepción del fluorescente del baño, que despedía un resplandor difuso que le gustaba. Le recordaba el aspecto de las farolas al mirarlas a través de la niebla. Yacía en la cama casi en la misma postura que Rosie aquel jueves por la noche, sólo que con una sola mano debajo de la almohada en lugar de ambas. Necesitaba una mano para fumar y para llevarse a los labios la botella de whiskey barato que tenía en el suelo.
¿Dónde estás, Rosie?, preguntó a la esposa que ya no estaba allí. ¿Dónde estás y cómo reuniste el valor suficiente para largarte, tan ratoncito asustado como eres?
Era esta segunda pregunta la que más le preocupaba. ¿Cómo se había atrevido? La primera no revestía tanta importancia, al menos no desde un punto de vista práctico, porque sabía dónde estaría el sábado. El león no tiene que preocuparse por el lugar en que pasta la cebra; lo único que tiene que hacer es esperar junto al lugar en el que bebe. Hasta ahí bien, pero aun así…, ¿cómo había podido atreverse a abandonarle? Aunque la vida de Norman terminara con la última conversación que sostuviera con Rose, quería descubrirlo. ¿Lo habría planeado? ¿Habría sido por casualidad? ¿Una aberración nacida de un impulso solitario? ¿La había ayudado alguien (aparte de Peter Slowik y la Cabalgata de chochos de Durham Street, claro está)? ¿Qué había hecho desde que se marchara de aquella encantadora ciudad junto al lago? ¿Trabajar de camarera? ¿Sacudirlos pedos de las sábanas de algún nido de pulgas como éste? No lo creía. Era demasiado perezosa para trabajar de empleada doméstica, no había más que ver cómo llevaba la casa, y no sabía hacer nada más. Si una tenía tetas, sólo quedaba una opción. Rose estaba allí fuera, en alguna parte, haciendo esquinas. Claro que sí. ¿Dónde iba a estar si no? Dios sabía que era un polvo de mierda, que tirársela daba más o menos el mismo morbo que tirarse un trozo de barro, pero los hombres estaban dispuestos a pagar por un chocho aunque no hiciera más que estar ahí y gotear un poco después del rodeo. Así que estaba claro que Rosie estaba haciendo esquinas.
Se lo preguntaría. Se lo preguntaría todo. Y cuando tuviera todas las respuestas que necesitaba, le rodearía el cuello con el cinturón para que no pudiera gritar y mordería…, mordería…, mordería… y mordería. Aún le dolían las mandíbulas y la boca por lo que le había hecho a Tambor el Increíble judío Urbano, pero no permitiría que eso lo detuviera o siquiera se interpusiera en su camino. En el fondo de la bolsa de viaje llevaba tres analgésicos explosivos y se los tomaría antes de poner manos a la obra con su corderito perdido, su pequeña y dulce Rose errante. En cuanto a lo que sucedería después, cuando todo hubiera pasado, cuando los analgésicos dejaran de hacer efecto…
Pero no se lo imaginaba y no quería imaginárselo. Tenía la sensación de que no habría un después, sólo oscuridad. Pero no importaba. De hecho, una buena dosis de oscuridad podía ser precisamente lo que le habría recetado el médico.
Siguió tumbado en la cama, tomándose el mejor whiskey del mundo y consumiendo un cigarrillo tras otro, mirando el humo flotar hacia el techo en espirales sedosas que se teñían de azul al surcar el suave resplandor blanco procedente del baño, y salió de pesca en busca de Rose. Salió de pesca, pero no pescó nada más que agua. No había nada, y eso lo volvía loco. Era como si la hubieran raptado los extraterrestres o algo así. En un momento dado, ya bastante borracho, dejó caer un cigarrillo encendido en la palma de su mano y cerró el puño, imaginando que era la mano de ella en lugar de la suya, que sostenía la mano de Rose entre la suya, sobre el calor del cigarrillo. Y cuando el dolor se apoderó de él y por entre sus nudillos empezaron a brotar hilos de humo, susurró:
—¿Dónde estás, Rose? ¿Dónde te escondes, ladrona?
Poco más tarde se durmió. El viernes por la mañana despertó alrededor de las diez, cansado, resacoso y un poco asustado. Había tenido sueños muy extraños durante toda la noche. En ellos seguía despierto en su cama del noveno piso del Whitestone, y la luz del baño seguía proyectando aquel resplandor blanco hacia su habitación, y el humo del cigarrillo seguía subiendo en espirales de color cambiante. Sólo que en los sueños veía imágenes en el humo, como si estuviera en el cine. Vio a Rose en el humo.
Ahí estás, pensó mientras la observaba caminar por un jardín muerto en plena tormenta. Por alguna razón, Rose iba desnuda, y Norman experimentó una inesperada oleada de lujuria. Durante ocho años no había sentido más que cierta repulsión cansina al verla desnuda, pero ahora había cambiado. A mejor, de hecho.
No es porque haya perdido peso, pensó en el sueño, aunque por lo visto ha adelgazado…, al menos un poco. Sobre todo es por su forma de moverse. ¿Qué es?
Y entonces se le ocurrió. Tenía el aspecto de una mujer que se está tirando a un hombre y todavía no se ha cansado, ni mucho menos. Aunque se le hubiera pasado por la cabeza poner en duda aquella afirmación, preguntar ¿Quién? ¿Rosie? Estás de broma, tío, un solo vistazo a su cabello habría disipado todas sus dudas. Se lo había teñido de rubio puta, como sise creyera Sharon Stone o Madonna.
Observó a la Rose de humo salir del extraño jardín muerto y acercarse a un río tan oscuro que parecía llevar tinta en lugar de agua. Lo cruzó por unas rocas de paso, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, y Norman vio que llevaba en la mano una especie de trapo arrugado. Le pareció que se trataba de un camisón y pensó: ¿Por qué no te lo pones, zorra de mierda? ¿O es que esperas que venga tu novio para echarte un polvo? Me encantaría verlo, de verdad. Te advierto una cosa. Si te pesco aunque sólo sea haciendo manitas con un tío cuando por fin te encuentre, la poli lo encontrará con la polla metida en el culo como si fuera una vela de cumpleaños.
Pero no llegó nadie, al menos no en el sueño. La Rose suspendida sobre su cama, la Rose de humo, recorrió un sendero que atravesaba una arboleda que parecía tan muerta como…, bueno, tan muerta como Peter Slowik. Por fin llegó a un claro en el que había un árbol que parecía vivo. Se arrodilló, recogió muchas semillas del suelo y las envolvió con lo que se le antojó otro trozo de camisón. A continuación se levantó, caminó hasta una escalera que se abría cerca del árbol (en los sueños uno nunca sabía qué mierda iba a pasar) y desapareció por ella. Estaba esperando a que saliera cuando empezó a sentir una presencia a sus espaldas, algo tan frío como la corriente procedente de una cámara frigorífica abierta. Se había topado con gente que daba bastante miedo durante su carrera como policía, y los adictos al crack a los que él y Harley Bissington se enfrentaban de vez en cuando eran probablemente los que más miedo daban, y uno acababa por desarrollar una percepción que detectaba su presencia. Norman detectaba algo así en aquel momento. Algo había surgido detrás de él, y en ningún momento puso en duda que se trataba de algo peligroso.
—Yo resarzo —susurró una voz de mujer. Era una voz dulce y suave, pero también espeluznante. En ella no había ni rastro de cordura.
—Pues me alegro, zorra —espetó Norman en sueños—. Tú intenta resarcirte conmigo y ya verás lo que te pasa.
La mujer profirió un grito, un sonido que pareció ir directamente a la cabeza de Norman sin pasar por sus oídos, y de repente percibió cómo se abalanzaba sobre él con las manos extendidas. Aspiró profundamente y disipó la nube de humo. La mujer desapareció. Norman sintió cómo desaparecía. Durante un rato no vio más que oscuridad, una oscuridad en la que él flotaba pacíficamente, libre de los miedos y los deseos que lo atormentaban cuando estaba despierto.
El viernes despertó a las diez y diez; desvió los ojos del reloj que había junto a la cama hacia el techo de la habitación, casi esperando ver figuras fantasmales flotando en nubes de humo viejo. Sin embargo, no vio figura alguna, ni fantasmal ni de ninguna otra clase. Tampoco había humo, sólo el olor a Pall Mall, in hoc signo vinces. Sólo estaba el detective Norman Daniels, tendido en una cama sudada que olía a tabaco pasado y alcohol. El sabor que le llenaba la boca le producía la sensación de haberse pasado la noche entera chupando la puntera de un zapato recién embetunado, y la mano izquierda le dolía a rabiar. Abrió el puño y vio una ampolla roja y brillante en el centro de la palma. Se la quedó mirando durante largo rato mientras las palomas agitaban las alas y se picoteaban unas a otras sobre la cornisa. Por fin recordó que se había quemado con el cigarrillo y asintió. Lo había hecho porque no podía ver a Rose por mucho que lo intentara…, y entonces, como recompensa, había soñado con ella durante toda la noche.
Colocó dos dedos a los lados de la ampolla y apretó, incrementando lentamente la presión hasta que reventó. Se limpió la mano en la sábana, deleitándose en las oleadas de dolor que lo acometían. Permaneció tendido, mirándose la mano, casi observando cómo palpitaba, durante un minuto más o menos. Luego introdujo la mano bajo la cama para sacarla bolsa de viaje. En el fondo había una lata de caramelos que contenía un surtido de pastillas. Algunas de ellas eran excitantes, pero la mayor parte eran tranquilizantes. Por regla general, a Norman no le costaba excitarse, sino que era volver a tranquilizarse lo que le resultaba difícil.
Se tomó un tranquilizante con un trago de whiskey y se recostó en la almohada con la mirada fija en el techo y empezó a fumar un cigarrillo tras otro, extinguiéndolos en el cenicero repleto cuando estaban consumidos.
Ahora no estaba pensando en Rose, al menos no deforma directa; estaba pensando en el picnic, el que organizaban sus nuevas amigas. Había estado en Ettinger’s Pier y lo que había visto lo desalentaba. Era un lugar enorme, una combinación de playa, merendero y parque de atracciones, y no veía el modo de vigilarlo con la seguridad de verla llegar o marcharse. Si dispusiera de seis hombres (o incluso cuatro, si sabían lo que se hacían), sería harina de otro costal, pero estaba solo. Había tres entradas, suponiendo que Rose no llegara en barco, y no podía vigilarlas todas al mismo tiempo. Eso significaba mezclarse entre la gente, y mezclarse entre la gente sería una putada. Le habría gustado que Rose fuera la única que le reconociera, pero si los deseos fueran cerdos, el bacon siempre estaría de oferta. Tenía que suponer que lo estarían buscando y que habrían recibido fotografías suyas de alguna asociación de mujeres de su ciudad. No sabía la x, pero empezaba a creer que las dos primeras letras de la palabra fax significaban Fastídiate, Amigo.
Eso era una parte del problema. La otra residía en su convencimiento, respaldado por más de una experiencia amarga, de que los disfraces eran la mejor receta para el desastre en situaciones como aquella. El único modo más rápido y seguro de cagarla en una misión era, con toda probabilidad, llevar el conocido micrófono, con el que podían perderse seis meses de vigilancia y preparación si en la zona en la que planeabas echarle el guante a algún capullo había un niño manejando una barca o un coche de carreras por control remoto.
Vale, se dijo. Deja de quejarte. Recuerda lo que decía el viejo Whitey Slater: lo que hay es lo que hay. La cuestión es cómo vas a abordar la situación. Y ni se te ocurra tirar la toalla. Sólo faltan veinticuatro horas para la puta fiesta, y si no la coges allí puedes buscarla hasta Navidad sin encontrarla. Por si no lo habías notado, esto es una ciudad grande. Se levantó, entró en el baño y se duchó con la mano de la ampolla fuera de la cabina. Se puso unos vaqueros desteñidos y una camisa verde anodina, se caló la gorra de los CHISOX y se guardó las gafas de sol baratas en el bolsillo de la camisa, al menos por el momento. Bajó a la planta baja en ascensor y se acercó al quiosco para comprar el periódico y una caja de tiritas. Mientras esperaba a que el gilipollas del mostrador le devolviera el cambio, miró por encima del hombro del tipo a través de un panel de vidrio que se alzaba detrás del quiosco. Distinguió los ascensores de servicio y mientras miraba, uno de ellos se abrió. De él salieron tres camareras que charlaban y reían. Todas llevaban bolso, por lo que Norman supuso que salían a comer. Había visto a la del centro, una chica delgada y bonita de espesa cabellera rubia, en alguna otra parte. Al cabo de un instante lo recordó. La había visto mientras se dirigía hacia Hijas y Hermanas. La rubia había caminado a su lado un rato. Pantalones rojos. Culito bien puesto.
—Aquí tiene, señor —dijo el vendedor.
Norman se guardó el cambio en el bolsillo sin verificarlo. Tampoco volvió a mirar al trío de camareras al pasar junto a ellas, ni siquiera a la del culito bien puesto. La había situado de forma automática, un reflejo de policía, como una rodilla que se levanta sola. Su mente consciente estaba concentrada en una sola cosa: el mejor modo de ver a Rose en la fiesta sin que ella lo viera a él.
Avanzaba por el pasillo en dirección a las puertas de entrada cuando oyó una palabra que en el primer momento consideró procedente de su propia cabeza: Ettinger’s Pier.
Vaciló un instante, el corazón empezó a latirle con violencia y la ampolla de la mano se puso a palpitar. Sólo fue un segundo de vacilación, nada más, un ligero titubeo antes de seguir avanzando hacia las puertas giratorias con la cabeza baja. Cualquier observador habría supuesto que le había dado un calambre en la rodilla o la pantorrilla, y eso estaba bien. No se atrevía a vacilar, ésa era la cuestión. Si la mujer que había hablado era una de las zorras del club de Durham Avenue, podía llegar a reconocerlo si llamaba la atención…, tal vez ya lo había reconocido si era la monada con que se había cruzado unos días antes la que había pronunciado las dos palabras mágicas. Sabía que era improbable, pues como policía sabía por experiencia lo increíblemente poco observadora que era la mayoría de la gente, pero de vez en cuando la excepción confirmaba la regla. Muchos asesinos, secuestradores y atracadores que habían logrado zafarse de la justicia el tiempo suficiente para figurar en la lista de las diez personas más buscadas por el FBI se encontraban de nuevo metidos en el fregado porque un dependiente del 7-Eleven que leía manuales de detectives o una guardia urbana que miraba todos los reality shows de la tele acababan identificándolos. No se atrevía a detenerse, pero…
… Pero tenía que hacerlo.
Norman se arrodilló con brusquedad a la izquierda de la puerta giratoria, de espaldas a las mujeres. Bajó la cabeza y fingió atarse los cordones de los zapatos.
Me da pena perderme el concierto, pero si quiero ese coche no puedo desperdiciar la…
Las mujeres salieron del hotel, pero lo que Norman había oído lo convenció; se referían al picnic, el picnic y el concierto que pondría el broche de oro al día, ofrecido por un grupo llamado las Indigo Girls, probablemente un atajo de tortilleras. Por tanto, cabía la posibilidad de que aquellas mujeres conociesen a Rosie. Una posibilidad remota, pues muchas personas que no guardaban relación alguna con Hijas y Hermanas irían a Ettinger’s Pier al día siguiente, pero posibilidad al fin y al cabo. Y Norman creía a pies juntillas en la mano del destino. Lo jodido era que aún no sabía cuál de las tres había hablado.
Que sea la rubia, rogó al tiempo que se incorporaba a toda prisa y cruzaba la puerta giratoria. Que sea la rubia de ojos grandes y culito bien puesto. Que sea ella, por favor.
Por supuesto, era peligroso seguirlas, ya que nunca se sabía cuándo una de ellas podía darse la vuelta distraídamente y ganar el gordo de la lotería, pero en aquel momento no le quedaba otro remedio. Las siguió despacio, con la cabeza ladeada, como si los trastos de los escaparates por los que pasaba fueran de vital interés para él.
—¿Qué tal las fundas de almohada hoy? —preguntó la foca que caminaba en la parte interior a las otras dos mujeres.
—Por una vez están todas —repuso la mujer de mayor edad que caminaba en la cara exterior—. ¿Y tú qué tal, Pam?
—Todavía no las he contado; es demasiado deprimente —contestó la rubia.
Las tres mujeres se echaron a reír, ese sonido agudo y gorjeante que siempre provocaba dentera a Norman. Se detuvo al instante, examinando artículos deportivos en un escaparate para dejar que las mujeres se adelantaran un poco. Era ella, sí, señor, de eso no cabía la menor duda. La rubia era la que había pronunciado las palabras mágicas Ettinger’s Pier. A lo mejor aquello cambiaba la situación entera, a lo mejor no. En ese momento estaba demasiado emocionado como para planteárselo. Sin embargo, era un golpe de suerte extraordinario, la clase de pista milagrosa y casual que uno siempre esperaba encontrar cuando trabajaba en un caso complicado, la clase de pista que aparecía con mucha más frecuencia de lo que la gente imaginaba.
De momento archivaría todo aquello en el fondo de su mente y pondría manos a la obra con Pam. Ni siquiera preguntaría por ella en el hotel, al menos por ahora. Sabía que se llamaba Pam, y eso ya era mucho para empezar.
Norman llegó a la parada del autobús, esperó quince minutos el bus del aeropuerto y subió. Era un trayecto muy largo, pues la terminal se hallaba en las afueras de la ciudad. Cuando por fin se apeó delante de la Terminal A, se puso las gafas de sol, cruzó la calle y se dirigió al aparcamiento de larga duración. El primer coche en el que intentó hacer el puente llevaba tanto tiempo estacionado que no le quedaba batería. El segundo, un anodino Ford Tempo, se puso en marcha a la primera. Explicó al tipo de la caja que había pasado tres semanas en Dallas y había perdido el ticket. Siempre los perdía, dijo. Perdía los de la lavandería y en las tiendas de fotos siempre tenía que mostrar el carné de conducir porque nunca encontraba el ticket cuando iba a recoger sus carretes. El hombre de la caja asentía y asentía como quien ha escuchado una historia aburrida diez millones de veces. Cuando Norman le ofreció humildemente diez dólares adicionales en lugar del ticket, el hombre de la caja se irguió un poco. El dinero desapareció.
Norman Daniels salió del aparcamiento de larga duración casi en el mismo instante en que Robbie Lefferts ofrecía a su mujer «un acuerdo comercial más sólido».
A unos tres kilómetros del aeropuerto, Norman aparcó detrás de un Le Sabre hecho polvo y cambió las matrículas. Al cabo de otros tres kilómetros se detuvo en un túnel de lavado. Habría apostado algo a que el Tempo resultaría ser azul marino, pero perdió. Era verde. No creía que importara, pues el hombre de la cala sólo había apartado los ojos de su pequeño televisor en blanco y negro cuando el billete de diez pavos había aparecido debajo de su nariz, pero más valía prevenir. De ese modo iría más tranquilo.
Norman encendió la radio y encontró una emisora de temas carrozas. En aquel momento, Shirley Ellis cantaba una canción, y Norman tarareó con ella según sus instrucciones: «Si las primeras dos letras siempre son las mismas/Déjalas correr y pronuncia el nombre/Como Barry-Barry, deja la B, oh-Arry/Es la única regla contraria». Norman se dio cuenta de que se sabía toda la letra de aquella estúpida canción. ¿Qué clase de mundo era éste, en que uno no recordaba la puta ecuación cuadrática ni las diversas formas del verbo francés avoir dos años después de acabar el instituto, pero en cambio cuando se acercaba a los cuarenta seguía recordando canciones estúpidas a más no poder? ¿Qué clase de mundo era éste?
Un mundo que estoy dejando atrás, pensó Norman con serenidad, y sí, aquello parecía ser cierto. Era como las películas de ciencia ficción en las que los astronautas veían la Tierra empequeñecerse por las pantallas, primero reducida al tamaño de una pelota, luego de una moneda y por fin de un puntito brillante antes de desaparecer del todo. Así era el interior de su cabeza ahora, una nave espacial en misión de cinco años para explorar nuevos mundos y pisar lugares en los que el hombre no había estado jamás. Nave Interespacial Norman a punto de alcanzar la velocidad de la luz.
Shirley Ellis acabó la canción, y a continuación sonó algo de los Beatles. Norman bajó el volumen de la radio con tal violencia que arrancó el botón. No le apetecía escuchar ninguna mierda hippy como Hey Jude.
Se hallaba aún a unos tres kilómetros del límite de la ciudad en sí misma cuando divisó un lugar llamado Campamento Base. ¡LOS MEJORES ACCESORIOS MILITARES DEL MUNDO!, anunciaba el rótulo del escaparate, y por alguna razón, aquello lo hizo estallar en carcajadas. Tenía la impresión de que, en algunos sentidos, era el eslogan más curioso que había visto en su vida; parecía significar algo, pero resultaba imposible descubrir qué. En cualquier caso, el rótulo carecía de importancia. Con toda probabilidad, la tienda tenía una de las cosas que estaba buscando, y así era.
Sobre el pasillo central del establecimiento pendía una gran pancarta que aconsejaba: MÁS VALE PREVENIR QUE CURAR. Norman examinó tres tipos diferentes de gases lacrimógenos, cartuchos de gas pimienta, un estante de estrellas ninfa (el arma perfecta para la defensa doméstica si te atacaba un tetrapléjico ciego), pistolas de gas que disparaban balas de goma, hondas, nudillos de latón tanto lisos como con tachuelas, cachiporras, bolas, látigos y silbatos.
A medio pasillo había una vitrina en la que Norman vio lo que consideraba el único artículo útil de Campamento Base. Por sesenta y tres dólares y cincuenta centavos compró un taser que producía una gran descarga (aunque probablemente no los noventa mil voltios que prometía la etiqueta), gracias a sus dos polos de acero, cuando se apretaban los gatillos. Norman consideraba que aquel arma era tan peligrosa como un revólver de calibre pequeño, y lo mejor era que no había que firmar en ninguna parte para comprarla.
—¿Guiere uda bila de dueve voldios? —preguntó el dependiente.
Era un joven calvo de labio leporino. Llevaba una camiseta que proclamaba MÁS VALE TENER UN ARMA Y NO NECESITARLA QUE NECESITAR UNA Y NO TENERLA. A Norman le pareció la clase de tipo cuyos padres bien podrían haber sido parientes.
—Va gon bilas de dueve voldios.
Norman comprendió por fin lo que estaba diciendo el chico y asintió.
—Déme dos —pidió—. A saco.
El chico se echó a reír como si fuera lo más divertido que había oído en su vida, más divertido aún que LOS MEJORES ACCESORIOS MILITARES DEL MUNDO, se agachó, sacó dos pilas de nueve voltios de debajo del mostrador y las dejó junto al taser Omega de Norman.
—¡Gué bazadaaa! —exclamó el chico con otra carcajada.
Norman lo captó al cabo de un momento y se unió a las risas del dependiente; más tarde pensó que fue en aquel preciso instante cuando alcanzó la velocidad de la luz y todas las estrellas se convirtieron en líneas. Adelante, señor Sulu, esta vez vamos a pasar de largo el imperio Klingon.
Entró en la ciudad con el Tempo robado y en un barrio en el que las modelos sonrientes de los anuncios de cigarrillos empezaban a ser negras en lugar de blancas encontró una barbería que respondía al encantador nombre de No te cortes. Entró y vio a un joven negro con un bigote estupendo sentado en un sillón anticuado de barbero. Llevaba auriculares y sobre su regazo descansaba un ejemplar de jet.
—¿Qué quiere? —preguntó el barbero.
Le habló tal vez con mayor brusquedad de la que habría empleado con un negro, pero no sin cortesía. Uno no era descortés con un hombre como ése sin una razón pero que muy buena, sobre todo si estaba solo en su barbería. Medía al menos un metro ochenta y cinco, era de hombros anchos, constitución corpulenta y piernas gruesas. Además olía a policía.
Sobre el espejo se veían fotografías de Michael Jordan, Charles Barkley y Jalen Rose. Jordan llevaba el uniforme de los Barons de Birmingham. Sobre su fotografía había una tira de papel que decía EL PASADO Y EL FUTURO DE LOS BULLS. Norman señaló a Jordan.
—Quiero un corte como ése.
El negro se quedó mirando a Norman con cautela, primero para asegurarse de que no iba borracho ni ciego, luego para asegurarse de que no le estaba tomando el pelo. Lo segundo le costó más que lo primero.
—¿Qué dice, hermano? ¿Quiere que lo rape al cero?
—Exacto.
Norman se pasó una mano por el cabello espeso y negro, aunque surcado ya por las primeras canas. No lo llevaba ni muy largo ni muy corto. Era el peinado que había lucido durante los últimos veinte años. Se miró en el espejo, intentando imaginar qué aspecto tendría tan calvo como Michael Jordan, pero en blanco. No lo consiguió. Con un poco de suerte, Rose y sus nuevas amigas tampoco lo conseguirían.
—¿Seguro?
De repente, Norman se sintió casi enfermo por el deseo de arrojar a aquel hombre al suelo, ponerle las rodillas sobre el pecho y morderle el labio superior hasta arrancárselo, bigote estupendo y todo. Suponía que sabía la razón. Se parecía a aquel maricón de mierda, Ramon Sanders. El que había intentado sacar dinero con la tarjeta que la zorra mentirosa de su mujer le había robado.
Oh, barbero, pensó. Oh, barbero, no sabes lo cerca que estás de pasar a la historia. Si me haces una sola pregunta más, si me sueltas una sola palabra equivocada más, te hago papilla. Y no puedo decirte nada; no podría advertirte aunque quisiera, porque me he quedado sin voz. Así que, eso es lo que hay.
El barbero se lo quedó mirando con recelo durante otro instante que se le antojó eterno. Norman se quedó donde estaba y le permitió hacerlo. Había recobrado la compostura. Que pasara lo que tuviera que pasar. Todo estaba en manos de ese negrata de mierda.
—Bueno, supongo que sí —dijo el barbero por fin con una voz suave que desarmaba a cualquiera.
Norman relajó la mano derecha, que se había metido en el bolsillo para asir el mango del taser. El barbero dejó la revista sobre el mostrador, junto a los frascos de tónico y colonia (había un pequeño rótulo de latón que decía SAMUEL LOWE), luego se levantó y sacudió un delantal de plástico.
—Pues si quiere que lo deje como Mike, adelante.
Al cabo de veinte minutos, Norman se miró pensativamente en el espejo. Samuel Lowe estaba junto a su silla y lo observaba. Lowe tenía un aire aprensivo, pero también parecía interesado. Daba la impresión de estar viendo algo conocido pero desde una perspectiva totalmente nueva. Habían entrado otros dos clientes. Ellos también observaban a Norman con idénticas expresiones de aprobación.
—Qué bien le queda —murmuró uno de los recién llegados con aire de sorpresa.
Norman no acababa de asimilar que el hombre del espejo era él mismo. Guiñó el ojo y el hombre del espejo le devolvió el gesto, sonrió y el hombre del espejo sonrió, se giró y el hombre del espejo se giró, pero de nada servía. Antes tenía frente de policía; ahora tenía frente de profesor de matemáticas, una frente que se perdía en la inmensidad. No acababa de dar crédito a las curvas suaves y en cierto modo sensuales de su cráneo pelado. Y la blancura. No había creído estar especialmente moreno, pero en comparación con el cráneo pálido, el resto de su piel parecía más morena que la de un vigilante de la playa. Su cabeza se le antojaba extremadamente frágil y demasiado perfecta una persona como él. Como para pertenecer a cualquier ser humano, sobre todo un hombre. Parecía una pieza de porcelana de Delft.
—Tiene una buena cabeza, oiga —comentó Lowe.
Hablaba con voz cauta, pero Norman no tuvo la sensación de que intentara halagarle, lo que era una suerte, porque Norman no estaba de humor para que le lamieran el culo.
—Le queda muy bien. Parece más joven, ¿verdad, Dale?
—No está mal —asintió el otro recién llegado—. Nada mal.
—¿Cuánto dice que le debo? —preguntó Norman a Samuel Lowe.
Intentó apartarse del espejo pero le inquietó y asustó un poco comprobar que sus ojos intentaban seguir la línea de la coronilla para ver qué aspecto tenía por detrás. Aquella sensación de disociación le acometió con más fuerza que nunca. Él no era el hombre del espejo, el hombre con cráneo de sabio que enarcaba las cejas negras y espesas. ¿Cómo iba a ser él? Se trataba de un desconocido, nada más, un Lex Luthor fantástico dispuesto a hacer de las suyas en Metrópolis, y las cosas que hiciera a partir de ahora carecían de importancia. A partir de ahora, nada importaba. Sólo atrapar a Rosie, por supuesto. Y hablar con ella. De cerca.
Lowe volvía a observarlo con aquella expresión recelosa, desviando de vez en cuando los ojos para mirar a los otros clientes, y de repente Norman se dio cuenta de que estaba comprobando si los otros dos lo ayudarían en caso de que el hombre blanco, el hombre blanco y calvo, perdiera la chaveta…
—Lo siento —se disculpó intentando adoptar un tono amable y conciliatorio—. Estaba diciendo algo, ¿verdad? ¿Qué decía?
—Decía que treinta me parece bien. ¿Y a usted?
Norman se sacó un fajo de billetes doblados del bolsillo delantero, separó dos billetes de veinte de debajo de la vieja pinza y se los alargó.
—Me parece poco —replicó—. Tome cuarenta y acepte mis disculpas. Lo ha hecho muy bien. Es que he tenido una semana espantosa.
Y tan espantosa, colega, pensó.
Samuel Lowe se relajó visiblemente y cogió el dinero.
—Vale, hermano —dijo—. Y lo decía en serio. Tiene una cabeza cojonuda. No es usted Michael, pero es que nadie es Michael.
—Excepto Michael puntualizó el recién llegado que se llamaba Dale.
Los tres negros rieron con ganas y se dedicaron mutuos gestos de aprobación. Aunque podría habérselos cargado a los tres sin ningún esfuerzo, Norman se unió al coro de risas. Los recién llegados habían cambiado la situación. Era hora de volver a tener cuidado. Norman salió de la barbería sin dejar de reír.
Tres adolescentes negros estaban apoyados contra una valla cerca del Tempo, pero no se habían molestado en hacerle nada al coche, quizás porque estaba demasiado hecho polvo. Examinaron la calva blanca de Norman con interés y luego se miraron poniendo los ojos en blanco. Aparentaban unos catorce años y parecían inofensivos. El del centro empezó a decir «¿Me estás mirando a mí?» como Roben De Niro en Taxi Driver. Norman pareció advertirlo y se lo quedó mirando, sólo a él, por lo visto, haciendo caso omiso de los otros dos, y el chico decidió que tal vez su imitación de Roben De Niro necesitaba unos cuantos ensayos más, por lo que lo dejó correr.
Norman se subió al coche robado recién lavado y se marchó. Al cabo de seis manzanas en dirección al centro entró en una tienda de ropa de segunda mano que se llamaba Tócala otra vez, Sam. Había algunas personas echando un vistazo, y todas se lo quedaron mirando. A Norman no le importó que lo observaran, sobre todo si era su cráneo recién afeitado lo que miraban. Si le estaban mirando fijamente la cabeza no tendrían ni puta idea del aspecto de su rostro al cabo de cinco minutos.
Encontró una cazadora de motorista llena de tachuelas, cremalleras y cadenitas plateadas relucientes; cada uno de sus pliegues crujió cuando la retiró de la percha. El dependiente abrió la boca para pedirle doscientos cuarenta dólares por ella, pero entonces vio los ojos atormentados que lo miraban bajo el impresionante desierto blanco de la cabeza recién afeitada y le dijo a Norman que la cazadora costaba ciento ochenta más IVA. Habría rebajado el precio si Norman hubiera regateado, pero no fue así. Norman estaba cansado, la cabeza le martilleaba, y lo único que quería era volver al hotel y dormir. Quería dormir de un tirón hasta el día siguiente. Necesitaba descansar lo más posible, pues al día siguiente estaría muy ocupado.
Hizo dos paradas más en el trayecto de vuelta. La primera fue una tienda en la que vendían artículos médicos y ortopédicos. Norman compró una silla de ruedas manual que plegada cabría en el maletero del Tempo. A continuación fue al Centro Cultural y Museo de la Mujer. Pagó seis dólares para entrar pero no visitó la exposición, sino que se limitó a asomar la cabeza al auditorio, donde se estaba celebrando una conferencia sobre el parto natural. Pasó un momento por la tienda de regalos y se fue…
Una vez en el Whitestone subió a su habitación sin preguntar por la rubia del culito bien puesto. No se atrevía a pedir ni un vaso de agua dado el estado en que se encontraba. La cabeza recién afeitada le palpitaba como una forja de acero, los ojos le latían en las cuencas, los dientes y las mandíbulas le dolían. Lo peor de todo era que su mente parecía estar suspendida sobre él como un globo de helio; tenía la impresión de que seguía unida a él sólo por un hilillo finísimo que podía romperse en cualquier momento. Tenía que descansar. Dormir. Tal vez entonces su mente volvería a meterse en su cabeza, donde tenía que estar. En cuanto a la rubia, lo mejor sería considerarla un as en la manga, algo que utilizar sólo en caso de extrema necesidad. Romper el vidrio en caso de incendio.
Norman se metió en la cama a las cuatro de la tarde del viernes. El martilleo que le azotaba las sienes no guardaba ya relación alguna con la resaca, sino que se había convertido en lo que denominaba una de sus «jaquecas especiales». Las sufría con frecuencia cuando trabajaba demasiado, y desde que Rose se marchara y el caso de la red de crack se acercara a su punto álgido, sufría a menudo dos por semana. Tendido en la cama con la vista clavada en el techo, los ojos le lloraban, la nariz le goteaba, y veía extraños dibujos brillantes en torno a los objetos. El dolor había alcanzado niveles tales que tenía la impresión de llevar en la cabeza un feto espantoso que pugnara por nacer; el nivel en que no había nada que hacer salvo echarse y esperara que pasara, y el modo de hacer eso consistía en atravesar los momentos uno a uno, pasando de uno a otro como quien cruza un río por las rocas de paso. Aquella idea despertó un recuerdo vago en lo más profundo de su mente, pero la imagen no logró abrirse paso por entre el dolor incesante, deforma que Norman lo dejó correr. Se masajeó el cráneo rapado con la mano. Aquella suavidad no podía formar parte de él; era como tocar el capó de un coche recién encerado.
—¿Quién soy? —preguntó a la habitación vacía—. ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo? ¿Quién soy?
Se quedó dormido antes de encontrar respuesta a cualquiera de aquellas preguntas. El dolor lo persiguió durante buena parte del trayecto hacia las profundidades carentes de sueños, como una mala idea que no ceja, pero por fin logró dejarlo atrás. La cabeza se le cayó a un lado, y un fluido que no era exactamente una lágrima le brotó del ojo izquierdo para rodarle por la fosa nasal y la mejilla. Empezó a roncar con fuerza.
Cuando despertó doce horas más tarde, a las cuatro de la madrugada del sábado, el dolor de cabeza se había esfumado. Se sentía fresco y lleno de energía, como solía sucederle después de sus «jaquecas especiales». Se incorporó en la cama, bajó los pies al suelo y contempló la oscuridad por la ventana. Había palomas posadas en la cornisa, arrullándose incluso en sueños. Sabía a ciencia cierta, sin ningún atisbo de duda, que aquel día sería el fin. Con toda probabilidad, también sería su fin, pero eso carecía de importancia. El mero hecho de saber que ya no habría más dolores de cabeza le bastaba para contentarse.
En el otro extremo de la habitación, su nueva cazadora de motorista estaba colgada sobre una silla como un fantasma negro y decapitado.
Levántate pronto, Rose, pensó casi con ternura. Levántate pronto, corazoncito, y echa un buen vistazo a la salida del sol, ¿vale? Tienes que echarle el mejor vistazo que puedas, porque será la última que veas.