62

Aquella noche, al volver a casa, Rosie se arrodilló junto a la cama y miró debajo. El brazalete de oro yacía al fondo, reluciendo suavemente en la oscuridad. A Rosie le hizo pensar en el anillo de boda de una giganta. Junto a él vio otra cosa, un paquetito de tela azul. Bueno, al parecer había encontrado un trozo de su camisón. Sobre él se veían manchas violáceas. Parecían de sangre, pero Rosie sabía que no lo eran; eran manchas de una fruta que más valía no probar. Se había limpiado manchas muy parecidas de las manos aquella mañana en la ducha.

El brazalete pesaba mucho, al menos medio kilo, si no uno. Si estaba hecho del material del que aparentaba estar hecho, ¿cuánto valdría? ¿Doce mil dólares? ¿Quince mil? No estaba mal teniendo en cuenta que había salido de un cuadro que había cambiado por un anillo de pedida de escaso valor. Aun así no le hacía gracia tocarlo, por lo que lo dejó sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara.

Sostuvo el paquetito de algodón azul en la mano durante un instante, sentada como una adolescente con la espalda apoyada en la cama y los pies cruzados, y por fin desdobló una esquina. Dentro vio tres semillas, tres semillas pequeñas, y cuando Rosie se las quedó mirando con horror desesperado e irracional, aquellas palabras despiadadas volvieron acudir a su mente y se aferraron a ella como hierros candentes:

Yo resarzo.