Pensar en Bill le dio fuerzas para trabajar y sumergirse en el mundo tenebroso de Mata todos mis mañanas sin problema alguno, y a la hora de comer aún tuvo menos tiempo para pensar en la mujer del cuadro. El señor Lefferts la llevó a un pequeño restaurante italiano llamado Della Femmina, el restaurante más agradable en el que Rosie había estado nunca, y mientras ella se tomaba el melón, le ofreció lo que denominó «un acuerdo comercial más sólido». Le propuso firmar un contrato según el cual ganaría ochocientos dólares a la semana durante veinte semanas o doce libros, según lo que terminara primero. No eran los mil dólares que Rhoda le había instado a exigir, pero Robbie también le prometió ponerla en contacto con un agente que le proporcionaría todos los trabajos radiofónicos que Rosie quisiera.
—Puedes ganar veintidós mil dólares hasta finales de año. Rose. Más, si quieres…, pero ¿por qué matarte a trabajar?
Rosie le preguntó si podía pensárselo durante el fin de semana, y el señor Lefferts respondió que por supuesto. Antes de dejarla en el vestíbulo del Edificio Corn (Rhoda y Curt estaban sentados en un banco junto al ascensor y cuchicheaban como marujas), Robbie extendió la mano. Rosie correspondió el gesto, esperando que él le estrechara la mano, pero en lugar de eso, tomó la mano de Rosie entre las suyas y se la besó. El gesto (nadie le había besado nunca la mano, aunque lo había visto hacer en muchas películas) le produjo un estremecimiento.
No fue hasta que estuvo sentada en la cabina de grabación, mirando cómo Curt ponía una cinta nueva en el magnetófono de bobinas, cuando Rosie volvió a pensar en el cuadro que ahora estaba a buen recaudo (eso esperas Rosie eso esperas) en el armario. De repente se le ocurrió qué otro cambio se había producido en la pintura, qué faltaba en ella: el brazalete. La mujer de la túnica roja violácea lo había llevado sobre el codo derecho, pero aquella mañana, su brazo había aparecido desnudo hasta el hombro.