60

Flotó en silencio, inconsciente como un embrión que duerme sin soñar en la placenta, hasta las siete de la mañana. A aquella hora, el Big Ben que tenía junto a la cama la arrancó del sueño con su aullido despiadado. Rosie se incorporó de golpe en la cama, agitando los brazos y gritando algo que no comprendía, palabras de un sueño ya olvidado.

—¡No me obligues a mirarte! ¡No me obligues a mirarte! ¡No me obligues! ¡No me obligues!

Y entonces vio las paredes color crema, el sofá que era poco más que un sillón con delirios de grandeza, la luz que entraba a raudales por la ventana, y utilizó todas aquellas cosas para aferrarse a la realidad que necesitaba. No importaba quién hubiera sido ni adónde hubiera ido en sueños, pues ahora era Rosie McClendon, una mujer soltera que se ganaba la vida grabando libros. Había vivido muchos años con un mal hombre, pero lo había abandonado y acababa de conocer a uno bueno. Vivía en una habitación en el 897 de Trenton Street, primer piso, al final del pasillo, con buenas vistas al parque Bryant. Ah, y otra cosa. Era una mujer soltera que tenía la intención de no volver a comer en su vida un perrito caliente, sobre todo con chucrut. Por lo visto no le sentaban bien. No recordaba qué había soñado (recuerda lo que tengas que recordar y olvida lo que tengas que olvidar) pero sabía cómo había comenzado. Recordaba haber entrado en aquel maldito cuadro como Alicia había atravesado el espejo.

Rosie permaneció sentada un instante, envolviéndose en su mundo de Rosie Real con toda la firmeza de que era capaz, y por fin extendió la mano hacia el despertador infernal. En lugar de cogerlo lo tiró al suelo. Allí se quedó, emitiendo su chillido emocionado y carente de sentido.

—Ayúdale a caminar… —gruñó.

Se inclinó para recoger el reloj, fascinada otra vez por el cabello rubio que veía por el rabillo del ojo, aquella cascada tan increíblemente distinta a la de esa ratoncita obediente, Rose Daniels. Agarró el despertador, buscó con el pulgar el botón que desactivaba la alarma y de repente se detuvo al darse cuenta de otra cosa. El pecho apretado contra el brazo derecho estaba desnudo.

Desactivó la alarma del despertador y volvió a incorporarse con el reloj en la mano izquierda. Apartó la sábana y la manta ligera que la cubrían. La parte inferior de su cuerpo estaba tan desnuda como la superior.

—¿Dónde está mi camisón? —preguntó a la estancia vacía.

Le parecía que su voz jamás había sonado tan estúpida…, pero, por supuesto, no estaba acostumbrada a irse a la cama con el camisón puesto y despertarse desnuda. Ni siquiera catorce años de matrimonio con Norman la habían preparado para algo tan curioso. Dejó el reloj sobre la mesilla, bajó los pies de la cama y…

—¡Ay! —gritó, asustada por el dolor y la rigidez que le atenazaban las caderas y los muslos; incluso el trasero le dolía—. ¡Ay, ay, AY!

Se sentó en el borde de la cama y flexionó con cuidado la pierna derecha y luego la izquierda. Podía moverlas, pero le dolían mucho, sobre todo la derecha. Era como si se hubiera pasado el día anterior haciendo todos los ejercicios habidos y por haber, la máquina de remo, la cinta de jogging, los steps y toda la pesca, pero el único ejercicio que había hecho era el paseo que había dado con Bill, y desde luego se lo habían tomado con calma.

El sonido se parecía al de los trenes de la Estación Central, pensó.

¿Qué sonido?

Por un instante estuvo a punto de recordarlo, de recordar algo, en todo caso, pero se le escapó en seguida. Se levantó despacio y con cuidado, permaneció un instante junto a la cama y se dirigió al baño. Cojeó hacia el baño. Tenía la sensación de que se había torcido la pierna derecha y le dolían los riñones. ¿Qué narices…?

Recordó haber leído que, en ocasiones, la gente «corría» en sueños. Tal vez era eso lo que había hecho, quizá la maraña de sueños que no lograba recordar había sido tan espantosa que había intentado huir de ella. Se detuvo en la puerta del baño y se volvió para mirar su cama. La bajera aparecía arrugada, pero no retorcida, enredada ni suelta como cabría esperar después de un sueño verdaderamente activo.

Sin embargo, Rosie vio otra cosa que no le hizo mucha gracia, algo que la devolvió a los viejos tiempos de un modo repentino y desagradable: sangre. No eran gotas, sino rastros de líneas, y estaban demasiado abajo como para deberse a una nariz rota o a un labio partido…, a menos que, por supuesto, se hubiera movido tanto en sueños que se hubiera dado la vuelta. Lo siguiente que pensó fue que había recibido una visita del cardenal (así era como su madre insistía en que Rosie llamara la menstruación si por desgracia tenía que mencionarla), pero no le tocaba.

¿Estás con el mes, niña? ¿Es luna llena para ti?

—¿Qué? —preguntó a la habitación vacía—. ¿Qué pasa con la luna?

Una vez más estuvo a punto de asir un recuerdo, pero volvió a escapársele antes de que pudiera registrarlo. Se miró el cuerpo y resolvió al menos uno de los misterios. Tenía un arañazo en el muslo derecho, y bastante profundo a juzgar por su aspecto. Sin duda alguna, de allí procedía la sangre.

¿Me he arañado mientras dormía? ¿Es por eso que…?

Esta vez, la idea que acudió a su mente permaneció en ella un instante, tal vez porque no era una idea propiamente dicha, sino una imagen. Vio a una mujer desnuda, ella misma, abriéndose paso con cuidado por un sendero cubierto de zarzales. Mientras abría el grifo de la ducha y probaba la temperatura del agua se preguntó si sería posible sangrar de forma espontánea en sueños, si el sueño era lo bastante vívido. Como aquellas personas a las que les sangraban las manos y los pies el Viernes Santo.

¿Estigmas? ¿Estás diciendo que aparte de todo lo demás tienes estigmas?

Ni digo nada porque no sé nada, se respondió a sí misma, y cuánta razón tenía. Suponía que podía creer, aunque a duras penas, que en la piel de una persona dormida podía aparecer un arañazo espontáneo que hacía juego con el que dicha persona se estaba haciendo en el sueño. Era un poco descabellado, pero no completamente imposible. Pero sí era imposible la idea de que una persona dormida pudiera hacer desaparecer el camisón soñando que iba desnuda.

(Quítate eso que llevas).

(¡No puedo hacer eso! ¡No llevo nada debajo!)

(No se lo diré a nadie…)

Voces fantasmales. Reconoció una de ellas, pues era la suya, pero ¿y la otra?

No importaba, seguro que no importaba. Se había quitado el camisón mientras dormía, eso era todo, o tal vez en un breve intervalo de vigilia que recordaba tan poco como los extraños sueños en que había corrido por la oscuridad y cruzado ríos negros con ayuda de rocas blancas de paso. Se lo había quitado y cuando se pusiera a buscarlo sin duda lo encontraría hecho una bola bajo la cama.

—Eso. A menos que me lo haya comido o algo…

Retiró la mano con la que estaba probando la temperatura y se la examinó con curiosidad. En las yemas vio unas manchas violáceas desteñidas, así como residuos más brillantes de la misma sustancia bajo las uñas. Se llevó la mano ante el rostro, y una voz procedente de las profundidades de su cabeza, no la voz de la señora Práctica-Sensata, al menos no lo creía, respondió alarmada. ¡No te metas en la boca la mano con la que toques las semillas! ¡No lo hagas, no lo hagas!

—¿Qué semillas? —preguntó Rosie asustada. Se olió los dedos y captó el vestigio de un aroma, un olor que le recordaba a pasteles y azúcar en almibar.

—¿Qué semillas? ¿Qué ha pasado esta noche? ¿Acaso…?

Se obligó a callar. Sabía lo que había estado a punto de decir, pero no quería escuchar la pregunta articulada, suspendida en el aire como un asunto sin zanjar. ¿Acaso todavía está pasando?

Se metió en la ducha, ajustó la temperatura al máximo que podía soportar y cogió la pastilla de jabón. Se lavó las manos con especial cuidado, las restregó hasta que no vio ni rastro de aquella mancha roja violácea, ni siquiera bajo las uñas. Entonces se lavó el pelo y empezó sus ejercicios de vocalización. Curt le había recomendado utilizar nanas en diferentes tonalidades y registros, y eso era lo que hacía en voz baja para no molestar a los vecinos de arriba ni a los de abajo. Cuando salió de la ducha al cabo de cinco minutos, su cuerpo ya se le antojaba hecho de carne en lugar de alambre de espino y cristales rotos. Y su voz también había vuelto a la normalidad.

Comenzó a ponerse unos tejanos y una camiseta, pero entonces recordó que Rob Lefferts la había invitado a comer, por lo que se puso una falda nueva. Se sentó ante el espejo para trenzarse el cabello. Le llevó bastante rato porque tenía la espalda, los hombros y los brazos rígidos. El agua la había aliviado bastante, pero no le había quitado el dolor por completo.

Era una niña bastante grande para su edad, pensó tan absorta en la trenza que ni siquiera registró el pensamiento. Pero cuando estaba a punto de terminar se miró al espejo que reflejaba la habitación a sus espaldas y vio algo que la hizo abrir los ojos de par en par. Las demás disonancias, todas ellas menores, de aquella mañana se borraron de su mente al instante.

—Oh, Dios mío —susurró Rosie con voz débil.

Se levantó rápidamente y atravesó la estancia. Las piernas se le antojaban zancos.

En casi todos los sentidos, el cuadro seguía igual. La mujer rubia seguía de pie en la cima de la colina, con la trenza que le pendía entre los omóplatos y el brazo izquierdo levantado, pero ahora la mano con que se protegía los ojos tenía sentido, porque los nubarrones de tormenta habían desaparecido. El cielo que se extendía sobre la mujer del vestido corto tenía el matiz azul claro de un día húmedo de julio. Unos cuantos pájaros oscuros que antes no estaban volaban en círculos por aquel cielo, pero Rosie apenas los advirtió.

El cielo es azul porque la tormenta ya ha pasado, pensó. Acabó mientras yo estaba…, bueno…, mientras estaba en otra parte.

Lo único que recordaba con certeza acerca de esa otra parte era que se trataba de un lugar oscuro y aterrador. Eso bastaba; no quería recordar nada más y creía que tal vez no haría enmarcar el cuadro a fin de cuentas. Sabía que había cambiado de opinión respecto a la idea de enseñárselo a Bill al día siguiente o siquiera mencionárselo. Sería terrible que descubriera la desaparición de los nubarrones y viera la luz del sol, pero aún sería peor que no viera el cambio, pues eso significaría que Rosie se estaba volviendo loca.

Ni siquiera estoy segura de querer conservar este maldito cuadro, pensó. Da miedo. ¿Sabes lo mas gracioso de todo? Creo que está embrujado.

Levantó el lienzo sin marco, sosteniendo los bordes con las palmas de las manos y negando a su consciente el acceso al pensamiento (cuidado, Rosie, no te caigas dentro) que la impulsaba a tocarlo con tanto cuidado. A la derecha de la puerta de entrada había un armario diminuto que no contenía nada a excepción de las zapatillas planas que llevaba el día en que abandonó a Norman y un jersey nuevo de algún tejido sintético barato. Tuvo que dejar el lienzo en el suelo para abrir la puerta (podría habérselo puesto debajo del brazo el tiempo suficiente para abrir, por supuesto, pero no quería hacer eso), y cuando lo levantó se detuvo en seco, mirando la pintura con fijeza. Había salido el sol, eso era algo nuevo, sin lugar a dudas, y unos cuantos pájaros grandes y negros sobrevolaban el templo en círculos, lo cual probablemente era algo nuevo, pero ¿no había otra cosa? ¿Otro cambio? Creía que sí y tenía la sensación de que no lo veía porque no se trataba de algo añadido, sino de algo que había desaparecido. Algo faltaba en el cuadro. Algo…

No quiero saberlo, se dijo con brusquedad. Ni siquiera quiero pensar en ello.

Eso. Pero lamentaba pensar de ese modo, porque había empezado pensando que aquel cuadro era su amuleto de la suerte, su pata de conejo, por así decirlo. Y una cosa era absolutamente cierta. Había sido el hecho de pensar en Rose Madder, de pie en la colina sin temer nada, lo que le había permitido superar el ataque de pánico que había menos no lo creía, respondió alarmada. ¡No te metas en la boca la mano con la que toques las semillas! ¡No lo hagas, no lo hagas!

—¿Qué semillas? —preguntó Rosie asustada. Se olió los dedos y captó el vestigio de un aroma, un olor que le recordaba a pasteles y azúcar en almibar.

—¿Qué semillas? ¿Qué ha pasado esta noche? ¿Acaso…?

Se obligó a callar. Sabía lo que había estado a punto de decir, pero no quería escuchar la pregunta articulada, suspendida en el aire como un asunto sin zanjar. ¿Acaso todavía está pasando?

Se metió en la ducha, ajustó la temperatura al máximo que podía soportar y cogió la pastilla de jabón. Se lavó las manos con especial cuidado, las restregó hasta que no vio ni rastro de aquella mancha roja violácea, ni siquiera bajo las uñas. Entonces se lavó el pelo y empezó sus ejercicios de vocalización. Curt le había recomendado utilizar nanas en diferentes tonalidades y registros, y eso era lo que hacía en voz baja para no molestar a los vecinos de arriba ni a los de abajo. Cuando salió de la ducha al cabo de cinco minutos, su cuerpo ya se le antojaba hecho de carne en lugar de alambre de espino y cristales rotos. Y su voz también había vuelto a la normalidad.

Comenzó a ponerse unos tejanos y una camiseta, pero entonces recordó que Rob Lefferts la había invitado a comer, por lo que se puso una falda nueva. Se sentó ante el espejo para trenzarse el cabello. Le llevó bastante rato porque tenía la espalda, los hombros y los brazos rígidos. El agua la había aliviado bastante, pero no le había quitado el dolor por completo.

Era una niña bastante grande para su edad, pensó tan absorta en la trenza que ni siquiera registró el pensamiento. Pero cuando estaba a punto de terminar se miró al espejo que reflejaba la habitación a sus espaldas y vio algo que la hizo abrir los ojos de par en par. Las demás disonancias, todas ellas menores, de aquella mañana se borraron de su mente al instante.

—Oh, Dios mío —susurró Rosie con voz débil.

Se levantó rápidamente y atravesó la estancia. Las piernas se le antojaban zancos.

En casi todos los sentidos, el cuadro seguía igual. La mujer rubia seguía de pie en la cima de la colina, con la trenza que le pendía entre los omóplatos y el brazo izquierdo levantado, pero ahora la mano con que se protegía los ojos tenía sentido, porque los nubarrones de tormenta habían desaparecido. El cielo que se extendía sobre la mujer del vestido corto tenía el matiz azul claro de un día húmedo de julio. Unos cuantos pájaros oscuros que antes no estaban volaban en círculos por aquel cielo, pero Rosie apenas los advirtió.

El cielo es azul porque la tormenta ya ha pasado, pensó. Acabó mientras yo estaba…, bueno…, mientras estaba en otra parte.

Lo único que recordaba con certeza acerca de esa otra parte era que se trataba de un lugar oscuro y aterrador. Eso bastaba; no quería recordar nada más y creía que tal vez no haría enmarcar el cuadro a fin de cuentas. Sabía que había cambiado de opinión respecto a la idea de enseñárselo a Bill al día siguiente o siquiera mencionárselo. Sería terrible que descubriera la desaparición de los nubarrones y viera la luz del sol, pero aún sería peor que no viera el cambio, pues eso significaría que Rosie se estaba volviendo loca.

Ni siquiera estoy segura de querer conservar este maldito cuadro, pensó. Da miedo. ¿Sabes lo mas gracioso de todo? Creo que está embrujado.

Levantó el lienzo sin marco, sosteniendo los bordes con las palmas de las manos y negando a su consciente el acceso al pensamiento (cuidado, Rosie, no te caigas dentro) que la impulsaba a tocarlo con tanto cuidado. A la derecha de la puerta de entrada había un armario diminuto que no contenía nada a excepción de las zapatillas planas que llevaba el día en que abandonó a Norman y un jersey nuevo de algún tejido sintético barato. Tuvo que dejar el lienzo en el suelo para abrir la puerta (podría habérselo puesto debajo del brazo el tiempo suficiente para abrir, por supuesto, pero no quería hacer eso), y cuando lo levantó se detuvo en seco, mirando la pintura con fijeza. Había salido el sol, eso era algo nuevo, sin lugar a dudas, y unos cuantos pájaros grandes y negros sobrevolaban el templo en círculos, lo cual probablemente era algo nuevo, pero ¿no había otra cosa? ¿Otro cambio? Creía que sí y tenía la sensación de que no lo veía porque no se trataba de algo añadido, sino de algo que había desaparecido. Algo faltaba en el cuadro. Algo…

No quiero saberlo, se dijo con brusquedad. Ni siquiera quiero pensar en ello.

Eso. Pero lamentaba pensar de ese modo, porque había empezado pensando que aquel cuadro era su amuleto de la suerte, su pata de conejo, por así decirlo. Y una cosa era absolutamente cierta. Había sido el hecho de pensar en Rose Madder, de pie en la colina sin temer nada, lo que le había permitido superar el ataque de pánico que había estado a punto de apoderarse de ella en su primer día de trabajo en el estudio de grabación. Por esa razón no quería tener sensaciones desagradables respecto al cuadro…, pero las tenía. A fin de cuentas, el tiempo no cambiaba de la noche a la mañana en los óleos, y la cantidad de cosas que podían verse en un cuadro no aumentaba y disminuía a placer, como si el encargado de un proyector se dedicara a cambiar de lentes. No sabía qué haría con el cuadro a largo plazo, pero sí sabía dónde pasaría el día y el siguiente fin de semana: en compañía de sus viejas zapatillas.

Lo guardó en el armario, apoyado contra la pared (resistiendo la tentación de colocarlo de cara a ella), y cerró la puerta. A continuación se puso su única blusa buena, cogió el bolso y salió de la habitación. Mientras recorría el pasillo largo y sombrío que conducía a la escalera, dos palabras acudieron a su mente: Yo resarzo. Se detuvo en la cima de la escalera con un estremecimiento tan intenso que estuvo a punto de dejar caer el bolso, y por un instante el dolor de la pierna derecha le llegó casi hasta la nalga, como si estuviera sufriendo un calambre salvaje. Pero el dolor pasó, y Rosie descendió a toda prisa hasta la planta baja. No voy a pensar en ello, se dijo mientras se dirigía hacia la parada del autobús. No tengo que pensar en ello si no quiero. Pensaré en Bill, en Bill y su moto.