El taxista se detuvo en Iroquois Square y señaló una hilera de cajeros automáticos instalados en una plaza dotada de una fuente y una escultura de bronce que no se asemejaba a nada en particular. El último cajero de la izquierda era de color verde brillante.
—¿Le va bien esto? —inquirió el hombre.
—Sí, gracias. No tardo nada.
Pero sí tardó. Primero le costó un gran esfuerzo pulsar el número secreto, pese a que la máquina contaba con teclas enormes, y cuando por fin logró completar aquella fase de la operación, no lograba decidir cuánto debía sacar. Pulsó siete-cinco-coma-cero-cero, vaciló antes de pulsar CONTINUAR y por fin retiró la mano. Norman la pegaría por escapar si le echaba el guante, de eso no cabía ninguna duda. Pero si la pegaba con la suficiente furia como para enviarla al hospital (o para matarte, murmuró una vocecilla, a lo mejor te mata, Rosie, y si lo olvidas es que estás loca), sería porque le había robado la tarjeta del cajero… y por usarla. ¿Quería realmente arriesgarse a semejantes represalias por setenta y cinco ridículos dólares? ¿Era suficiente?
—No —murmuró.
Alargó la mano y esta vez pulsó tres-cinco-cero-coma-cero-cero… y volvió a titubear. No sabía exactamente cuánto dinero de lo que él llamaba «bolsillo» estaba ingresado en la cuenta asociada a la tarjeta, pero trescientos cincuenta dólares debían de ser un buen pellizco. Se enfadaría tanto…
Desvió la mano hacia la tecla CANCELAR/COMENZAR y entonces volvió a preguntarse qué importaba. Se enfadaría de todos modos. Ya no había vuelta atrás.
—¿Va a tardar mucho, señora? —le preguntó una voz a su espalda—. Es que ya se me ha pasado el descanso del café.
—Oh, lo siento —exclamó ella dando un respingo—. No, es que estaba… pensando en las musarañas.
Pulsó la tecla CONTINUAR. Las palabras UN MOMENTO POR FAVOR aparecieron en la pantalla del cajero. La espera no fue larga, pero sí lo suficiente como para que Rose imaginara de la forma más vívida que la máquina empezaría a emitir en cualquier momento una sirena aguda y gorjeante, y que una voz mecanizada gritaría: ¡ESTA MUJER ES UNA LADRONA! ¡DETÉNGANLA! ¡ESTA MUJERES UNA LADRONA!
En lugar de acusarla de ladrona, la pantalla le dio las gracias, le deseó buenos días y escupió diecisiete billetes de veinte y uno de diez. Rosie dirigió al joven que esperaba su turno una sonrisa nerviosa y regresó al taxi a toda prisa.