59

Rosie se alejó despacio de la escalera. Al llegar al sendero que conducía a la arboleda muerta se sentó con la niña sobre el regazo. Sólo pretendía recobrar el aliento, pero el sol le calentaba la espalda, y cuando volvió a levantar la cabeza, un leve cambio en la proyección de su sombra le hizo pensar que tal vez se había quedado dormida.

Cuando se levantó con una mueca por el dolor que se apoderó de los músculos del muslo derecho, oyó el grito ronco y enojado de muchos pájaros que parecían una gran familia enzarzada en una enconada disputa durante la cena del domingo. La niña emitió un leve ronquido cuando Rosie la cambió de posición para que estuviera más cómoda, hizo una burbujita de saliva en los labios fruncidos y calló. Rosie adoraba y envidiaba a un tiempo su tranquilidad plácida y dormida.

Siguió andando por el sendero y se volvió para contemplar el único árbol vivo de hojas verdes y brillantes, la abundancia de frutos rojos violáceos y la boca de metro estilo Fábulas Clásicas. Se quedó mirando aquellas cosas durante largo rato, llenándose los ojos y la mente de ellas.

Son reales, se dijo. ¿Qué más pueden ser estas cosas que veo con tanta claridad? Y me he quedado dormida, lo sé. ¿Cómo es posible dormir en un sueño? ¿Cómo puede una dormirse si ya está dormida?

Olvídalo, aconsejó la señora Práctica-Sensata. Será lo mejor, al menos por ahora.

Sí, probablemente tenía razón.

Rosie reemprendió el regreso y al llegar al árbol caído que bloqueaba el sendero se dio cuenta, entre divertida y exasperada, de que podía haber evitado el difícil rodeo en torno a las raíces nudosas, pues había un camino muy sencillo por encima del tronco.

Bueno, al menos ahora, pensó Rosie mientras lo tomaba. ¿Estás segura de que antes ya estaba, Rosie?

El chapoteo del río negro llegó hasta ella, y cuando alcanzó la orilla comprobó que el nivel había empezado a descender y que las rocas de paso ya no parecían tan peligrosamente pequeñas; ahora aparentaban ser del tamaño de baldosas, y el agua había perdido aquella fragancia tan ominosamente atractiva. Ahora simplemente olía a agua dura, la clase de agua que deja marcas anaranjadas alrededor de los desagües de la bañera y el lavabo.

El chillido enojado de los pájaros (Has sido tú. No, tú. No, tú. Tú. Tú.) empezó de nuevo, y Rosie vio veinte o treinta de los pájaros más grandes que había visto en su vida alineados a lo largo del punto más elevado del tejado del templo. Eran demasiado grandes como para ser cuervos, y al cabo de un instante, Rosie decidió que eran la versión de este mundo de las águilas ratoneras o los buitres. Pero ¿de dónde habían salido? ¿Y por qué estaban allí?

Sin darse cuenta de lo que hacía hasta que la niña se retorció y protestó en sueños, Rosie la apretó contra su pecho con más fuerza sin perder de vista a los pájaros. Todos ellos levantaron el vuelo al mismo tiempo, y sus alas emitieron el mismo sonido que sábanas en un tendedero. Era como si hubieran advertido que Rosie los observara y eso no les hiciera gracia. La mayoría de ellos fue a posarse en los árboles muertos que se alzaban a sus espaldas, pero algunos siguieron volando por el cielo brumoso, planeando en círculos como malos augurios en una película del oeste.

¿De dónde han salido? ¿Qué quieren?

Más preguntas para las que Rosie no tenía respuestas. Las desterró de su mente y cruzó las rocas del río. Mientras se acercaba al templo vio un sendero descuidado pero visible que transcurría a lo largo del flanco pétreo del edificio. Rosie lo tomó sin vacilar un instante, a pesar de que iba desnuda y el sendero estaba rodeado a ambos lados de zarzales. Caminaba con cuidado, ladeando el cuerpo para evitar que la cadera le rozase las plantas hirientes, sosteniendo a (Caroline) la niña de forma que no le hicieran daño. Rosie no pudo evitar unos cuantos arañazos pese a las precauciones que tomó, pero sólo uno de ellos, precisamente en el muslo derecho que tanto había sufrido ya, lo bastante profundo como para hacerle sangre.

Cuando dobló la esquina del templo y examinó la fachada le pareció que el edificio había cambiado de algún modo y que la transformación era tan fundamental que no alcanzaba a comprenderla. Por un instante olvidó la idea al ver que «Wendy» seguía junto al pilar caído, pero tras avanzar otra docena de pasos en dirección a la mujer del vestido rojo, Rosie se detuvo y miró atrás, abriendo los ojos, abriendo la mente para ver de verdad el templo.

Esta vez reconoció el cambio de inmediato y emitió un gruñido de sorpresa. El Templo del Toro parecía rígido e irreal…, bidimensional. A Rosie le recordó un verso que había leído en el instituto, un verso acerca de un navío pintado en un océano pintado. La sensación extraña e inquietante de que el templo carecía de perspectiva (o de hallarse en un extraño mundo no euclidiano en el que todas las leyes geométricas eran distintas) la había abandonado, y el templo había perdido su aura amenazadora. Ahora sus líneas se le antojaban rectas en todos los lugares donde debían ser rectas; no había en la arquitectura curvas ni ángulos repentinos que perturbaran el ojo. De hecho, el templo parecía un cuadro pintado por un artista cuyo talento mediocre y romanticismo barato se hubieran combinado para crear una obra de arte mala, la clase de pintura que siempre acababa cubierta de polvo en un rincón del sótano o un estante del desván, junto con números atrasados del National Geographic y montones de rompecabezas a los que les faltaban un par de piezas.

O tal vez en el tercer pasillo de una casa de empeños, aquél por el que apenas pasa gente.

—¡Mujer! ¡Eh, mujer!

Giró sobre sus talones para encararse con «Wendy» y vio que la llamaba por señas con aire impaciente.

—¡Date prisa! ¡Trae a la niña! ¡Esto no es una atracción turística!

Rosie no le hizo caso. Había arriesgado su vida por aquella niña y no iba a permitir que le metieran prisas. Apartó la manta y contempló ese cuerpo tan desnudo y femenino como el suyo. Sin embargo, allí terminaba todo el parecido. La niña no tenía cicatrices ni marcas que recordaran dientes de ratonera. Por lo que Rosie sabía, no había una sola mácula en aquel cuerpo pequeño y maravilloso. Con un dedo resiguió la silueta entera de la niña, desde el tobillo hasta la cadera y de allí al hombro. Perfecto.

Sí, perfecto. Y ahora que has arriesgado la vida por ella, Rosie, ahora que la has salvado de las tinieblas, el toro y Dios sabe cuántas cosas más, ¿tienes intención de entregarla a esas dos mujeres? Las dos tienen una enfermedad, y la de la colina sufre además trastornos mentales. Trastornos mentales graves. ¿Tienes intención de entregarles a la niña?

—No le pasará nada —aseguró la mujer de piel oscura.

Rosie se volvió en dirección a la voz. «Wendy Yarrow» estaba justo detrás de ella y observaba a Rosie con una comprensión absoluta.

—Sí —asintió como si Rosie hubiera expresado sus dudas en voz alta—. Sé lo que estás pensando y te digo que no pasa nada. Está loca, eso está más claro que el agua, pero su locura no se extiende a la niña. Sabe que aunque la llevó en su vientre no podrá quedársela, igual que no puedes quedártela tú.

Rosie miró hacia la colina, donde la mujer de la túnica esperaba junto al poni.

—¿Cómo se llama? —inquirió—. La madre de la niña. ¿Es…?

—Eso no importa —la atajó la mujer de piel oscura y vestido rojo como si temiera que Rosie pronunciara una palabra que mejor sería callar—. Su nombre no importa. Lo que importa es su cabeza. Últimamente se ha vuelto muy impaciente, además de muchas otras cosas. Será mejor que nos dejemos de cháchara y subamos.

—Tenía pensado llamar Caroline a mi hija —explicó Rosie—. Norman dijo que le parecía bien, aunque en realidad le importaba un bledo.

Rosie empezó a llorar.

—Me parece un nombre muy bonito. Un nombre bueno. No llores, vamos. Deja de llorar. —Rodeó con el brazo los hombros de Rosie y la condujo colina arriba; la hierba susurraba al rozar las piernas desnudas de Rosie y le hacía cosquillas en las rodillas—. ¿Quieres un consejo, mujer?

Rosie la miró con curiosidad.

—Sé que es difícil aceptar consejos en asuntos de penas, pero piensa que soy bastante indicada para darte uno. Nací esclava, me crié encadenada y me liberó una mujer que no es del todo diosa. Ella.

Señaló a la mujer que las esperaba en silencio.

—Ha bebido las aguas de la juventud y me ha hecho beberlas a mí también. Ahora estamos juntas, y no sé ella, pero a veces cuando me miro al espejo me gustaría ver arrugas. He enterrado a mis hijos, a los hijos de mis hijos y así sucesivamente hasta cinco generaciones. He visto las guerras llegar e irse como olas en la playa que borran las huellas y se llevan los castillos de arena. He visto cuerpos en llamas y cientos de cabezas ensartadas en postes a lo largo de las calles de la Ciudad de Lud. He visto a líderes sabios asesinados y a locos ocupar sus puestos, y aún estoy viva.

Exhaló un profundo suspiro.

—Aún estoy viva, y eso es lo que me convierte en una persona indicada para darte un consejo. ¿Quieres oírlo? Contesta. No es un consejo que ella deba oír, y ya estamos muy cerca.

—Sí, quiero oírlo —asintió Rosie.

—Es mejor ser despiadado con el pasado. Lo importante no son los golpes que hemos recibido, sino los que hemos sobrevivido. Y recuerda, por tu cordura si no por tu vida, ¡no la mires a la cara!

La mujer de rojo pronunció aquellas últimas palabras en un susurro enfático. Al cabo de menos de un minuto, Rosie volvía a hallarse ante la mujer rubia. Clavó la mirada en el dobladillo de la túnica de Rose Madder y no se dio cuenta de que abrazaba a la niña con demasiada fuerza hasta que Caroline se removió en sus brazos y agitó un brazo con aire indignado. La niña se había despertado y observaba a Rosie con gran interés. Sus ojos tenían el mismo matiz azul brumoso que el cielo estival.

—Lo has hecho muy bien —alabó aquella voz grave, dulce y embriagadora—. Te doy las gracias. Y ahora dámela.

Rose Madder extendió las manos salpicadas de sombras. Y en aquel momento, Rosie vio otra cosa que aún le hizo menos gracia; entre los dedos de la mujer se extendía un fango gris verdoso que parecía musgo. O escamas. Sin pensar en lo que hacía, Rosie apretó ala niña contra sí. Esta vez, Caroline se retorció con más fuerza y profirió un gritito.

Una mano oscura oprimió el hombro de Rosie.

—No pasa nada, ya te lo he dicho. Nunca le haría daño, y me ocuparé personalmente de ello hasta que termine nuestro viaje. No falta mucho para que entregue a la niña a…, bueno, eso no importa. La niña le pertenecerá aún por un tiempo. Dásela.

Con la sensación de que era lo más difícil que había hecho en una vida llena de cosas difíciles, Rosie le alargó a la niña. Oyó un leve gruñido de satisfacción cuando las manos envueltas en sombras tomaron a la pequeña. Ésta alzó la mirada hacia el rostro que Rosie tenía prohibido mirar… y se echó a reír.

—Sí, sí —ronroneó la voz dulce y embriagadora, y en ella Rosie percibió algo de la sonrisa de Norman, aquella sonrisa que le daba ganas de gritar—. Sí, bonita, estaba oscuro, ¿verdad? Oscuro, feo y malo, oh, sí, mamá lo sabe.

Las manos manchadas alzaron al bebé para apretarlo contra el vestido rojo violáceo. La niña levantó la cabeza, sonrió, sepultó la carita en el pecho de su madre y cerró los ojos.

—Rosie —dijo la mujer de la túnica con voz distraída, pensativa y demente, la voz de un déspota que pronto se hará con el control personal de varios ejércitos imaginarios.

—Sí —casi susurró Rosie.

—Realmente Rosie. Rosie Real.

—S-sí, eso creo.

—¿Recuerdas lo que te he dicho antes de que bajaras?

—Sí —asintió Rosie—, lo recuerdo muy bien.

Ojalá no lo recordara…

—¿Qué te he dicho? —insistió Rose Madder con aire codicioso—. ¿Qué te he dicho, Rosie Real?

—«Yo resarzo».

—Sí, yo recompenso. ¿Lo has pasado mal en la oscuridad? ¿Lo has pasado mal, Rosie Real?

Rosie reflexionó sobre el asunto.

—Sí, pero la oscuridad no ha sido lo peor. Creo que lo peor ha sido el río. Quería beber.

—¿Hay muchas cosas en tu vida que querrías olvidar?

—Sí, creo que sí.

—¿A tu marido?

Rosie asintió.

La mujer que sostenía al bebé dormido contra su pecho pronunció las siguientes palabras con una firmeza monótona y extraña que heló la sangre de Rosie.

—Te divorciarás de tu marido.

Rosie abrió la boca, pero de inmediato se dio cuenta de que no podía hablar, por lo que volvió a cerrarla.

—Los hombres son bestias —sentenció Rose Madder—. A algunos se los puede domar y después adiestrar. Pero a otros no. Cuando nos topamos con uno al que no podemos domar ni adiestrar, un canalla, ¿debemos sentirnos malditas o engañadas? ¿Debemos sentarnos junto a la carretera o en una mecedora junto a la cama, para el caso es lo mismo, lamentándonos por nuestro destino? ¿Debemos despotricar contra el ka? No, porque el ka es la rueda que mueve el mundo, y el hombre o la mujer que despotriquen contra él morirán aplastados bajo su peso. Pero hay que encargarse de las bestias canallas. Y debemos afrontar esa misión con esperanza en nuestros corazones, pues tal vez la próxima bestia será distinta.

Bill no es una bestia, pensó Rosie, y en aquel momento supo que jamás osaría decírselo a esa mujer. No le costaba imaginar a la mujer de la túnica agarrándola para arrancarle el corazón con los dientes.

—En cualquier caso, las bestias lucharán —prosiguió Rose Madder—. Su naturaleza consiste en bajar la cabeza y abalanzarse unas sobre otras para probar los cuernos. ¿Lo entiendes?

De repente, Rosie creyó comprender lo que decía la mujer y se aterrorizó. Se llevó los dedos a los labios. Los tenía calientes, febriles.

—No habrá ninguna batalla —aseguró—. No habrá ninguna batalla porque no saben nada el uno del otro. Son…

—Las bestias lucharán —repitió Rose Madder.

Le alargó algo. Rosie tardó un momento en darse cuenta de lo que era: el brazalete de oro que Rose Madder había llevado sobre el codo derecho.

—No…, no puedo…

—Cógelo —espetó la mujer de la túnica con súbita impaciencia—. ¡Cógelo, cógelo! ¡Y deja de lloriquear! ¡Por el amor de todos los dioses, deja de lloriquear como un estúpido cordero degollado!

Rosie alargó la mano temblorosa y cogió el brazalete. Pese a que había estado en contacto con la piel de la mujer rubia, se le antojó frío. Si me pide que me lo ponga no sé qué voy a hacer, se dijo Rosie, pero Rose Madder no le pidió que se lo pusiera, sino que extendió una de sus manos manchadas y señaló el olivo. El caballete había desaparecido, y el cuadro, al igual que había sucedido con el suyo, se había tornado gigantesco. Y además había cambiado. Todavía mostraba la habitación de Trenton Street, pero ya no había ninguna mujer de cara a la puerta. La estancia estaba sumida en la oscuridad. Sólo un mechón de cabello rubio y un hombro desnudo asomaban por encima de la manta en la cama.

Soy yo, pensó Rosie maravillada. Soy yo, dormida en la cama, soñando este sueño.

—Vete —ordenó Rose Madder.

Le tocó la nuca, y Rosie avanzó un paso en dirección al cuadro, sobre todo para evitar cualquier contacto con aquella mano fría y terrible. En aquel momento se dio cuenta de que percibía el rumor lejano del tráfico. Los grillos saltaban en la hierba alta alrededor de sus pies y tobillos.

—Vete, pequeña Rosie Real. Gracias por salvar a mi bebé.

—Nuestro bebé —corrigió Rosie, y de inmediato se horrorizó, pensando que cualquier persona que contradijera a esa mujer debía de estar tan loca como ella.

—Sí, sí. Nuestro bebé —concedió sin embargo la mujer de la túnica, más divertida que enfadada—. Y ahora vete. Recuerda lo que tengas que recordar y olvida lo que tengas que olvidar. Protégete mientras estés fuera de mi círculo de influencia.

De eso puedes estar segura, pensó Rosie. Y no volveré por aquí para pedirte ningún favor, de eso también puedes estar segura. Eso sería como contratar a Idi Amin para que se ocupara de la comida en una fiesta o a Adolf Hitler para…

La idea quedó interrumpida cuando Rosie vio que la mujer del cuadro se removía en la cama y se cubría el hombro desnudo con la manta.

Sólo que ya no era un cuadro.

Era una ventana.

—Vete —repitió la mujer del vestido rojo en voz baja—. Lo has hecho muy bien. Vete antes de que cambie de opinión.

Rosie avanzó hacia el cuadro, y a sus espaldas, Rose Madder volvió a hablar, aunque su voz había perdido toda cualidad dulce y embriagadora para convertirse en una especie de rugido ronco y asesino.

—¡Y recuerda que yo resarzo!

Rosie hizo una mueca al oír aquel grito inesperado y se abalanzó hacia delante, convencida de que la mujer de la túnica había olvidado el servicio que le había prestado y había decidido matarla a pesar de todo. Tropezó con algo (tal vez la parte inferior del marco) y tuvo la sensación de que caía. Tuvo tiempo para percibir que el estómago le daba un vuelco como si de un acróbata se tratara, y entonces no quedó más que la oscuridad que silbaba a su alrededor. En él creyó oír un sonido ominoso, distante pero acercándose. Quizás era el sonido de los trenes en los profundos túneles que se abrían bajo la Estación Central, quizás el rugido de un trueno, quizás el toro Erinyes, recorriendo las tinieblas ciegas de su laberinto con la cabeza baja y los cuernos cortos y afilados surcando el aire.

Y durante un rato, Rosie no supo nada en absoluto.