Rosie torció a la derecha y empezó a caminar con Caroline —un nombre como cualquier otro, al fin y al cabo— bien segura entre sus brazos. En ningún momento llegó a perder del todo esa sensación infernal de estar flotando ni el miedo de que llegaría a una encrucijada en la que habría olvidado dejar una semilla, pero encontró la semilla en cada cruce. Pero Erinyes también seguía allí, y el retumbar de sus cascos sobre la piedra, a veces lejanos y amortiguados, otras cercanos y terriblemente intensos, le recordaban el viaje que había hecho con sus padres a Nueva York cuando tenía unos cinco o seis años. Las dos cosas que mejor recordaba de aquel viaje eran las coristas marchando por el escenario del Radio City Music Hall, las piernas moviéndose al unísono, y el barullo y la confusión de la Estación Central que tanto la había intimidado, con todos aquellos ecos y los enormes rótulos iluminados y la gente yendo y viniendo en oleadas. La gente de la estación la había fascinado tanto como las coristas (y por muchas de las mismas razones, aunque esa idea no se le ocurriría hasta más tarde), pero el estruendo de los trenes la había aterrado, porque no sabía de dónde venían o adónde iban. Los chirridos y traqueteos incorpóreos se acercaban y alejaban, a veces distantes, otras tan cercanos que el suelo vibraba. A1 escuchar al toro Erinyes correr ciegamente por el laberinto, Rosie volvió a ver aquella imagen del pasado con asombrosa claridad. Comprendió que ella, que nunca había invertido un solo dólar en la lotería ni jugado un solo cartón del bingo de la iglesia para ganar un pavo o un juego de vasos, estaba participando ahora en un juego de azar en el que el premio era su vida y la pérdida su muerte… y la del bebé. Pensó en el hombre de la terminal de Portside, el hombre del rostro apuesto y poco digno de confianza que jugaba a los triles sobre la maleta. Ahora ella se había convertido en el as de picas. La cruda realidad era que el toro no precisaba el oído ni el olfato para encontrarla; podía tropezarse con ella por pura casualidad.
Pero aquello no sucedió. Rosie dobló el último recodo y vio la escalera ante ella. Jadeando, llorando y riendo a un tiempo salió del pasadizo y corrió hacia ella. Subió media docena de peldaños y miró atrás. Desde allí veía el laberinto adentrarse en la oscuridad, una confusión de esquinas, encrucijadas y callejones sin salida. En alguna parte oyó el galope de Erinyes. El galope que se alejaba. Se habían salvado, y Rosie dejó caer los hombros en un suspiro de alivio.
La voz de «Wendy Yarrow» le llenó los oídos. Deja eso ahora… tienes que volver con la niña. Lo has hecho muy bien, pero todavía no has acabado.
No, era cierto. Le quedaban doscientos peldaños que subir, esta vez con una niña en brazos, y la verdad es que estaba exhausta.
Paso a paso, querida, advirtió la señora Práctica-Sensata. Así es como tienes que hacerlo. Paso a paso.
Sí, sí, señora Práctica y Sensata, Reina de la Filosofía de los doce pasos.
Rosie empezó a subir (paso a paso), mirando por encima del hombro y pensando pensamientos (¿saben los toros subir escaleras?) medio articulados mientras el laberinto quedaba atrás. La niña se le antojaba cada vez más pesada, como si en aquel lugar rigiera una extraña ley matemática. Cuanto más cerca de la superficie, más pesada se tornaba la niña. Sobre ella vio un rayo de claridad diurna y se concentró en él. Durante un rato pareció burlarse de ella y no acercarse en absoluto mientras su respiración se hacía cada vez más dificultosa y la sangre le palpitaba en las sienes. Por primera vez en casi dos semanas empezaron a dolerle los riñones, a latirle en un contrapunto amortiguado que armonizaba con su corazón cansado. Hizo caso omiso de todos aquellos síntomas, al menos en la medida de lo posible, y mantuvo la vista clavada en el rayo de luz. Por fin empezó a engrandecerse y a adquirir la forma de la abertura de la superficie.
A cinco peldaños del final, un calambre paralizador le atenazó los grandes músculos del muslo derecho, endureciéndole la carne desde la rodilla hasta la nalga derecha. Cuando alargó el brazo para masajearse la pierna tuvo la sensación de estar moldeando piedra dura. Con un leve gruñido y la boca contraída en una mueca de dolor, trabajó los músculos (otra cosa que había aprendido a hacer sola muchas veces a lo largo de su matrimonio) hasta que por fin empezaron a relajarse. Flexionó la pierna a la altura de la rodilla para comprobar si el calambre volvía a apoderarse de ella. No fue así, por lo que Rosie subió los últimos escalones intentando usar la pierna derecha lo menos posible. Una vez arriba se detuvo mirándolo todo deslumbrada, como un minero que, en contra de sus expectativas, hubiera sobrevivido a un terrible hundimiento.
Las nubes se habían disuelto mientras estaba en el laberinto, y el día aparecía iluminado por la turbia luz del sol. El aire era pesado y húmedo, pero Rosie creía que jamás había aspirado algo tan dulce. Volvió el rostro surcado de sudor y lágrimas hacia el azul celeste que se apreciaba entre las escasas nubes. En alguna parte seguían retumbando los truenos, pero ya no parecían más que chulos abatidos que profirieran amenazas vanas. Aquello le recordó a Erinyes, que seguiría corriendo en la oscuridad, buscando aún a la mujer que había invadido su territorio y robado su tesoro. Cherchez la femme, pensó Rosie con el atisbo de una sonrisa. Puedes cherchez todo lo que te venga en gana, grandullón; esta femme, por no mencionar a su petite fille, se ha largado.