57

No sabía cuánto tiempo había tardado en abrirse paso hasta el centro del laberinto, porque perdió la noción del tiempo por completo. Sabía que no podía haber pasado tanto tiempo porque el llanto de la niña continuaba…, aunque de forma intermitente cuando Rosie ya estaba muy cerca. En dos ocasiones había vuelto a oír los cascos del toro martilleando el suelo de piedra, una vez a lo lejos y la segunda tan cerca que Rosie se llevó las manos al pecho mientras esperaba a que el animal apareciera al final del pasillo en que se encontraba.

Si se veía obligada a retroceder, siempre recogía la última semilla para no equivocarse al salir. Había empezado con casi cincuenta; al doblar una esquina y ver un brillo mucho más intenso frente a ella, no le quedaban más que tres.

Caminó hasta el final del pasadizo y se detuvo en la boca del mismo, contemplando la sala cuadrada de piedra que se abría ante ella. Alzó la mirada esperando ver un techo, pero tan sólo vio una oscuridad cavernosa que le dio vértigo. Bajó los ojos, distinguió unos cuantos montículos más de estiércol repartidos por el suelo y por fin centró su atención en el centro de la sala. Tendida sobre una pila de mantas se veía una niña pequeña y rubia. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y las mejillas surcadas de lágrimas, pero en aquel momento guardaba silencio. Había levantado las piernecitas y al parecer intentaba mirarse los dedos de los pies. De vez en cuando emitía una especie de jadeo sollozante que conmovió a Rosie mucho más que los alaridos de antes; era como si la pequeña supiera que la habían abandonado.

Tráeme a mi bebé.

¿El bebé de quién? ¿Quién es ella en realidad? ¿Y quién la ha traído hasta aquí?

Decidió que no le importaban las respuestas a aquellas preguntas, al menos de momento. Lo único que importaba era que aquella niña estaba allí acostada, tan dulce y sola, intentando consolarse con los dedos de los pies a aquella fría luz verdosa que brillaba en el corazón del laberinto.

Y esta luz no puede ser buena para ella, pensó Rosie distraída al tiempo que corría hacia el centro de la sala. Seguro que emite alguna clase de radiación.

La niña volvió la cabeza, vio a Rosie y le tendió los brazos. Con aquel gesto se granjeó el corazón de Rosie. Envolvió con la primera manta el pecho y el vientre de la niña antes de levantarla en volandas. El bebé aparentaba tener unos tres meses. Rodeó el cuello de Rosie con los bracitos y dejó caer la cabeza sobre su hombro con un golpecito seco. De nuevo empezó a sollozar, pero muy débilmente.

—Tranquila —murmuró Rosie al tiempo que acariciaba aquella espalda diminuta y envuelta en la manta.

Percibió el olor de la piel del bebé, cálido y más dulce que cualquier perfume. Olió la fragancia del cabello fino que flotaba en torno al cráneo perfecto.

—Tranquila, Caroline, no pasa nada, vamos a salir de este sitio tan asquero…

De repente oyó el martilleo de cascos que se acercaban a sus espaldas y cerró la boca, rogando a Dios que el toro no hubiera oído su voz desconocida, rezando por que los cascos dieran media vuelta y se alejaran cuando Erinyes escogiera un camino que no la condujera hasta ella. Pero no sucedió así. Los cascos se aproximaron más y se tornaron más secos a medida que el toro avanzaba hacia el corazón del laberinto. De repente se detuvieron, pero Rosie oyó algo grande respirando con fuerza, como un hombre corpulento que acabara de subir la escalera.

Muy despacio, sintiéndose vieja y rígida, Rosie se volvió hacia el sonido con el bebé en brazos. Se volvió hacia Erinyes, y Erinyes estaba allí.

Ese toro me olería y vendría corriendo. Eso era lo que había dicho la mujer del vestido rojo… y otra cosa. Vendría a por mí, pero las dos moriríamos. ¿La había olido Erinyes? ¿La había olido a pesar de que no era luna llena para ella? Rosie no lo creía. Creía que el toro era el encargado de vigilar a la niña, tal vez de vigilar cualquier cosa que se hallara en el corazón del laberinto, y que era el llanto del bebé lo que lo había atraído, al igual que había sucedido con Rosie. Tal vez eso era importante, pero tal vez no. En cualquier caso, el toro estaba allí y era la bestia más fea que Rosie había visto en su vida.

Estaba en la boca del pasadizo por el que acababa de llegar, y tenía una forma tan extraña como el templo que Rosie había atravesado; era como si estuviera mirándolo a través de corrientes de agua clara y en rápido movimiento. Sin embargo, el toro no se movía en absoluto, al menos de momento. Mantenía la cabeza baja. Con uno de los enormes cascos delanteros, tan hendido que parecía la garra de un pájaro gigantesco, golpeaba el suelo sin cesar. Sus hombros eran bastante más altos que Rosie, y calculó que pesaría unas dos toneladas como mínimo. La parte superior de su cabeza era plana como un martillo y brillante como la seda. Tenía cuernos cortos, de poco menos de treinta centímetros, pero gruesos y afilados. A Rosie no le costó imaginar cómo se los clavaba en el vientre desnudo… o en la espalda si intentaba escapar. Sin embargo, no podía imaginar qué sensación produciría aquella muerte, ni siquiera después de todos los años que había pasado con Norman.

El toro levantó un poco la cabeza, y Rosie comprobó que en efecto sólo tenía un ojo, una cosa azul y turbia, enorme y grotesca, situada sobre el hocico. Cuando el animal volvió a bajar la cabeza y a golpear el suelo con el casco, Rosie comprendió otra cosa: el toro se estaba preparando para atacar.

La niña profirió un alarido estridente que sobresaltó a Rosie.

—Chist —susurró meciéndola en sus brazos—. Chist, pequeña, no tengas miedo, no tengas miedo.

Pero había miedo, y mucho. El toro parado delante de la estrecha boca del pasadizo estaba a punto de abrirle la cremallera de las entrañas y decorar con ellas las curiosas paredes relucientes. Suponía que se recortarían negras sobre la superficie verde, como las sombras que de vez en cuando parecían retorcerse en la piedra. En aquella cámara no había donde esconderse, ni un triste pilar, y si corría hacia el pasadizo por el que había llegado, el toro ciego oiría el sonido de sus pies sobre la piedra y le cortaría el paso antes de que pudiera escapar; le daría una cornada, la arrojaría contra la pared, la volvería a cornear y por fin la pisotearía hasta matarla. Y a la niña también, si Rosie conseguía seguir sosteniéndola en brazos.

Tiene sólo un ojo y es ciego, pero a su olfato no le pasa nada.

Rosie se quedó mirando a la bestia con los ojos abiertos de par en par, fascinada por el casco que golpeaba el suelo. Cuando aquellos golpes cesaran…

Bajó los ojos hacia el camisón mojado y arrugado que sostenía en la mano. El camisón arrugado que envolvía la piedra enrollada en el trapo.

A su olfato no le pasa nada.

Hincó una rodilla en tierra sin perder de vista al toro y apretando a la niña contra su hombro con la mano derecha. Con la izquierda desdobló el camisón. Antes, el trapo con que había envuelto la piedra había sido de color rojo oscuro gracias a la sangre de «Wendy Yarrow», pero la tormenta se había llevado la mayor parte de la sangre, y la tela había adquirido un matiz rosado. Sólo las esquinas del trapo, las que había atado, eran de un color más brillante, de color rosa violáceo, de hecho.

Rosie cogió la piedra con la mano derecha y la sopesó. En el momento en que el toro flexionaba las patas, hizo rodar la piedra por el suelo a la izquierda del toro. Éste giró la cabeza pesadamente hacia ese lado, sus fosas nasales aletearon, y por fin se abalanzó hacia lo que oía y olía.

Rosie se levantó a la velocidad del rayo. Dejó los restos arrugados del camisón junto a la pila de mantas del bebé. Aún llevaba en la mano el paquetito con las tres semillas, pero no se dio cuenta. Tan sólo era consciente de que corría por la sala en dirección al pasadizo que quería tomar, mientras a sus espaldas el toro Erinyes atacaba la piedra, la coceaba, la perseguía, la golpeaba con la cabeza chata y la volvía a perseguir, enviándola a uno de los otros pasadizos para volver a perseguirla, gruñendo con voz ronca. Rosie corría, sí, pero a cámara lenta, y todo aquello se le antojaba de nuevo un sueño, porque así se corría siempre en los sueños, sobre todo en las pesadillas, cuando el enemigo te pisaba los talones. En las pesadillas, las huidas siempre se convertían en danzas subacuáticas.

Rosie entró en el estrecho pasadizo en el momento en que oía que el toro daba la vuelta y se acercaba de nuevo a ella. Se aproximaba deprisa, cerniéndose sobre ella, y Rosie gritó apretando contra sí a la pequeña, que gritaba asustada, sin dejar de correr como alma que lleva el diablo. De nada le sirvió. El toro era más rápido. La alcanzó… y luego desapareció al otro lado de la pared que se alzaba a su derecha. Erinyes había descubierto el truco de la piedra a tiempo para dar media vuelta y alcanzarla, pero se había equivocado de pasadizo.

Rosie siguió corriendo entre jadeos, con la boca seca y el pulso latiéndole en las sienes, la garganta y los ojos. No tenía ni idea de dónde estaba o en qué dirección corría; ahora todo dependía de las semillas. Si había olvidado siquiera una podía pasarse horas deambulando por el laberinto, hasta que el toro la encontrara y acabara con ella.

Llegó a una encrucijada de cinco pasadizos y se agachó, pero no vio ninguna semilla. Sin embargo, sí vio un charquito reluciente y aromático de pis de toro, y de repente se le ocurrió una idea terriblemente plausible. ¿Y si había dejado una semilla en aquel lugar? No recordaba haber dejado ninguna, pero tampoco recordaba no haberla dejado. ¿Y si había dejado una y el toro la había recogido con el casco mientras atravesaba la encrucijada con la cabeza gacha, los cuernos cortos y afilados surcando el aire, rociando pis mientras galopaba?

No puedes pensar en eso, Rosie… Sea plausible o no, no puedes pensar en ello. Te quedarás paralizada, y el toro acabará por mataros a las dos.

Atravesó la encrucijada sujetando el cuello de la niña con una mano para que la cabeza no le oscilara. El pasadizo continuaba en línea recta unos veinte metros, describía un ángulo recto y luego proseguía otros veinte metros hasta una intersección en forma de T. Se dirigió hacia allí, repitiéndose que no debía perder los nervios si no encontraba ninguna semilla. En tal caso se limitaría a retroceder hasta la encrucijada de cinco pasadizos y tomaría otro, coser y cantar, más fácil imposible, estaba chupado… si lograba no perder los nervios, claro está. En el momento en que se estaba preparando para asimilar aquel pensamiento, una voz desconocida y asustada gimió desde lo más profundo de su mente: Te has perdido, eso es lo que has conseguido por abandonar a tu marido, eso es lo que pasa, te pierdes en un laberinto y juegas al gato y al ratón en la oscuridad con un toro, haces recados para mujeres chifladas… Eso es lo que les pasa a las esposas malas, a las mujeres que no saben quedarse en su lugar. Se pierden en la oscuridad…

Vio la semilla, con la punta afilada señalando claramente hacia el brazo derecho de la encrucijada, y sollozó aliviada. Besó a la niña en la mejilla y comprobó que se había dormido otra vez.