Al cabo de cinco minutos llegó al final del sendero, que se abría a un claro perfectamente redondo en cuyo centro se hallaba el único ser vivo de toda aquella desolación. Se trataba del árbol más hermoso que Rosie había visto en su vida, y por unos instantes olvidó respirar. Había asistido diligentemente a las clases de la Escuela Dominical Metodista de Aubreyville; recordaba la historia de Adán y Eva en el jardín del Edén, y creía que si realmente había existido el Árbol del Bien y el Mal, sin duda había tenido el mismo aspecto que éste.
Estaba cubierto de una espesa manta de hojas largas y estrechas de color verde brillante, y sus ramas pendían hacia el suelo por el peso de los abundantes frutos granates. Las frutas caídas rodeaban el árbol en un montículo rojo violáceo que casaba a la perfección con el matiz del vestido corto que llevaba la mujer a la que Rosie no se había atrevido a mirar. Muchas de aquellas frutas seguían frescas y gordezuelas; lo más probable era que hubieran caído durante la tormenta que acababa de alejarse. Incluso las piezas podridas tenían un aspecto irresistiblemente dulce; la boca de Rosie se contrajo de placer con la idea de recoger una de las frutas y morderla. Imaginó el sabor áspero y dulce a un tiempo, como el riubarbo cogido a primera hora de la mañana o las frambuesas seleccionadas un día antes de alcanzar la madurez perfecta. Mientras contemplaba el árbol, una de aquellas frutas (a los ojos de Rosie no se parecían en nada a las granadas) cayó de una rama sobrecargada, chocó contra el suelo y se abrió en varios pliegues de color rojo violáceo. Rosie vio las semillas esparcidas en los jugos.
Rosie avanzó un paso hacia el árbol y se detuvo. Seguía debatiéndose entre dos polos. Por una parte, su mente creía que todo aquello tenía que ser un sueño, pero su cuerpo aseguraba con la misma firmeza que no podía ser, que nadie había tenido jamás un sueño tan vívido. Y ahora, como una brújula perturbada y atrapada en un paisaje demasiado atestado de minerales, Rosie oscilaba entre las teorías del sueño y la realidad. A la izquierda del árbol se abría lo que parecía una boca de metro. Escalones anchos y blancos conducían a las tinieblas. Sobre ellos se alzaba un plinto de alabastro sobre el que se veía una sola palabra esculpida: LABERINTO.
De verdad, esto es demasiado, pensó Rosie, pero pese a todo se acercó al árbol. Si aquello era un sueño no pasaría nada por seguir las instrucciones; a lo mejor incluso lograba adelantar el momento en que por fin se despertaría en su propia cama, alargando el brazo hacia el despertador, esperando silenciar su chillido moralista antes de que le abriese la cabeza. ¡Cómo le habría gustado escuchar ahora ese chillido! Tenía frío, los pies sucios, una rama se le había enredado en la pierna y había pasado junto a un muchacho de piedra que, de haber estado en el mundo como Dios manda, habría sido demasiado joven como para saber qué era lo que estaba mirando. Sobre todo tenía la sensación de que si no regresaba pronto a su habitación, lo más probable era que pillara un catarro como la copa de un pino, tal vez incluso una buena bronquitis. Eso acabaría con su cita del sábado y la mantendría alejada del estudio de grabación durante toda la semana siguiente.
Sin darse cuenta del absurdo que encerraba el hecho de creer que podía enfermar como consecuencia de una excursión realizada en un sueño, Rosie se arrodilló junto a la fruta caída. La examinó con atención, preguntándose qué sabor tendría (nada que ver con lo que se encontraba en el pasillo de productos frescos de AP, de eso estaba segura), y a continuación desdobló una esquina del camisón. Arrancó otra tira para hacer un paño y tuvo más éxito del que esperaba. Dejó el trapo en el suelo y empezó a recoger semillas, colocándolas sobre la tela en la que pensaba llevarlas.
Buena idea, se dijo. Si supiera por qué narices quiero llevármelas…
Las yemas de los dedos se le durmieron de inmediato, como si le hubieran administrado una inyección de novocaína. Al mismo tiempo, la fragancia más exquisita del mundo le inundó las fosas nasales. Un olor dulce pero no floral que le recordó las tartas, pasteles y galletas que salían del horno de su abuela. También le recordó otra cosa, algo que estaba a años luz de la cocina de su abuela Weeks, con su linóleo desvaído y sus reproducciones de Currier Ives: el modo en que se había sentido cuando la cadera de Bill rozó la suya al volver al Edificio Corn.
Colocó dos docenas de semillas sobre el trapo, titubeó un instante, se encogió de hombros y añadió otras dos docenas. ¿Bastarían? ¿Cómo iba a saberlo si ni siquiera sabía para qué servían? En cualquier caso, lo mejor era seguir adelante. De nuevo oía los lloros del bebé, pero ahora se le antojaban más bien gemidos resonantes, los sonidos que emiten los bebés cuando están a punto de renunciar y dormirse de una vez.
Dobló el trapo mojado y encajó las esquinas, formando un pequeño sobre que le recordó los paquetes de semillas que su padre compraba en la Burper Company al final de cada invierno, en la época en que Rosie aún asistía regularmente a las clases de la Escuela Dominical. Ya se sentía lo bastante a gusto en su desnudez como para sentirse exasperada en lugar de avergonzada: quería un bolsillo. Bueno, si los deseos fueran cerdos, el bacon siempre estaría de ofer…
La parte de su mente que era práctica y sensata se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer con sus dedos manchados de color rojo violáceo décimas de segundo antes de que se los metiera en la boca. Los apartó a toda prisa con el corazón latiéndole violentamente y ese olor entre áspero y dulce llenándole la cabeza. ¡No pruebes la fruta ni te metas en la boca la mano con la que cojas las semillas!
Aquel lugar estaba lleno de trampas.
Rosie se levantó sin dejar de mirarse los dedos manchados y dormidos como si los viera por primera vez. Se apartó del árbol rodeado de fruta caída y semillas derramadas.
No es el Árbol del Bien y el Mal, pensó Rosie. Tampoco es el Árbol de la Vida. Creo que es el Árbol de la Muerte.
Una pequeña ráfaga de viento pasó silbando junto a ella, agitando las hojas largas y bruñidas del granado, y Rosie tuvo la sensación de que pronunciaba su nombre en cien susurros leves y sarcásticos. Rosie, Rosie, Rosie…
Volvió a arrodillarse con la esperanza de encontrar algo de hierba viva, pero no había. Dejó en el suelo su camisón con la piedra envuelta en él, colocó encima el paquetito de semillas y por fin arrancó varios puñados de hierba muerta y mojada. Se restregó con ella la mano con la que había tocado las semillas. La mancha violácea se debilitó pero no desapareció del todo, y bajo sus uñas conservaba el mismo matiz brillante. Era como mirar una marca de nacimiento que nada puede acabar de borrar. Los llantos del bebé se tornaban cada vez más leves.
—Muy bien —masculló Rosie para sus adentros—. Note vuelvas a meter los dedos en la boca, maldita sea. ¡No te pasará nada si recuerdas eso!
Se acercó a la escalera que se adentraba en la tierra y se detuvo en la cima, asustada de la oscuridad e intentando hacer acopio de valor suficiente para bajar. La piedra de alabastro con la palabra LABERINTO esculpida sobre ella ya no le parecía un plinto, sino una lápida situada sobre una tumba estrecha y abierta.
Sin embargo, el bebé estaba allí abajo, llorando como lloran los bebés cuando nadie acude a consolarlos y por fin deciden arreglárselas como pueden. Fue ese sonido solitario lo que la puso en movimiento. Ningún bebé debería llorar hasta dormirse en un lugar tan solitario como aquél.
Rosie contó los escalones mientras descendía. En el séptimo pasó por debajo del alero que formaba la tierra abierta y la piedra blanca. En el decimocuarto miró por encima del hombro y vio el rectángulo de luz blanca que estaba dejando atrás, y cuando se volvió para seguir avanzando, el rectángulo seguía ante sus ojos, recortado contra la oscuridad como un fantasma reluciente. Siguió bajando y bajando; sus pies desnudos golpeaban la piedra. No conseguiría zafarse del terror que se había apoderado de su corazón. Tendría que aprender a aceptarlo.
Cincuenta escalones. Setena y cinco. Cien. Se detuvo al llegar al ciento veinticinco, pues se dio cuenta de que volvía a ver.
Eso es una locura, se dijo. Imaginaciones tuyas, Rosie, nada más.
Pero no eran imaginaciones suyas. Lentamente se llevó una mano al rostro. Tanto sus dedos como el paquetito que sostenían brillaban con un matiz verdoso opaco y embrujado. Levantó la otra mano, en laque llevaba la piedra envuelta en los restos del camisón. Veía, desde luego. Giró la cabeza a un lado y a otro. Las paredes de la escalera despedían un leve resplandor verdoso. En él retozaban perezosamente formas negras, como si las paredes fueran los vidrios de acuarios en los que flotaban y se retorcían cosas muertas.
¡Basta, Rosie! ¡Deja de pensar así!
Pero no podía. Sueño o no sueño, el pánico y el impulso de retroceder se hallaban muy cerca de ella.
¡Pues entonces no mires!
Buena idea. Una idea genial. Rosie bajó la mirada hacia los mortecinos fantasmas en rayos X que eran sus pies y siguió descendiendo sin dejar de contar los escalones en un susurro. La luz verde se tornaba más brillante a medida que bajaba, y cuando llegó al peldaño doscientos veinte, el último, era como si se hallara en un escenario iluminado con suaves focos de color verde. Alzó la vista, intentando prepararse mentalmente para lo que pudiera ver. El aire húmedo pero fresco se movía…, pero le hizo llegar un olor que no le gustó demasiado. Era un olor a zoo, como si algo salvaje acechara allí abajo. Y así era, por su puesto: el toro Erinyes.
Ante ella se alzaban tres paredes sueltas de piedra, cuyos cantos veía y que se perdían en las tinieblas. Cada una de ellas medía unos cuatro metros de altura, demasiado altas como para que pudiera ver por encima. Brillaban en aquel tono verde opaco, y Rosie examinó con nerviosismo los cuatro pasadizos estrechos que formaban. ¿Cuál de ellos debía tomar? En algún lugar, el bebé seguía llorando…, pero el sonido se debilitaba cada vez más. Era como escuchar una radio a la que estuvieran bajando el volumen de forma inexorable.
—¡Llora! —gritó Rosie, y de inmediato se encogió al oír los ecos de su voz—. ¡Ora… ora… ora!
Nada. Los cuatro pasadizos, las cuatro entradas del laberinto, se abrían en silencio ante ella, como estrechas bocas verticales abiertas en idénticas expresiones de asombro. A cierta distancia, en el segundo empezando por la derecha, vio un bulto oscuro.
Sabes muy bien lo que es, pensó. Después de pasarte catorce años escuchando a Norman y a sus amigos, tendrías que ser bastante idiota para no reconocer la mierda en cuanto la ves.
Aquella idea y los recuerdos que la acompañaban, recuerdos de aquellos hombres sentados en la sala de recreo, hablando del trabajo y tomando cervezas y hablando del trabajo y fumando cigarrillos y hablando del trabajo y contando chistes de negros, portorriqueños y mexicanos y hablando del trabajo, la hicieron enfadar. En lugar de cerrar el paso a aquella emoción, Rosie se rebeló contra el entrenamiento de una vida entera y la acogió con los brazos abiertos. Le sentaba bien estar enfadada, estar cualquier cosa menos aterrorizada. De niña había sido capaz de proferir unos chillidos realmente estridentes, la clase de chillido agudo y taladrante que rompía vidrios y destrozaba tímpanos. A los diez años la habían regañado y avergonzado tanto, diciéndole que no era propio de una señorita, aparte de que destrozaba el cerebro, que dejó de usarlo. En aquel momento, Rosie decidió comprobar si todavía figuraba en su repertorio. Aspiró una gran bocanada de aire húmedo y subterráneo, cerró los ojos y recordó cómo jugaba a Atrapar la Bandera detrás de la escuela de Elm Street o a Policías y Ladrones en el jardín trasero descuidado y cubierto de maleza de Billy Calhoun. Por un instante creyó incluso oler el reconfortante aroma de su camisa de franela favorita, la que había llevado hasta que casi se le rasgó en la espalda, y de repente abrió la boca y profirió uno de aquellos alaridos estridentes de antaño.
La inundó una oleada de alegría extasiada al oír que sonaba igual que en los viejos tiempos, pero había algo aún mejor; la hizo sentir como si en realidad hubiera regresado a los viejos tiempos, como una combinación de Superwoman, la Mujer Biónica y la increíble tiradora Anme Oakley. Y al parecer seguía afectando a los demás, porque el bebé reanudó sus lloros aun antes de que Rosie terminara de enviar su alarido de guerra a la pétrea oscuridad. De hecho, el bebé empezó a gritar a pleno pulmón.
Deprisa, Rosie, tienes que darte prisa. Si la pequeña está muy cansada no mantendrá este volumen durante mucho rato.
Rosie avanzó unos pasos sin dejar de observar los cuatro pasadizos del laberinto y a continuación pasó por delante de cada una de las entradas, escuchando. Era posible que el llanto de la niña sonara con mayor claridad delante de la tercera entrada, pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas. Sin embargo, por algún sitio había que empezar. Echó a andar por aquel pasadizo con los pies desnudos golpeteando el suelo de piedra, pero de repente se detuvo con la cabeza ladeada, mordiéndose el labio inferior. Al parecer, su viejo grito de guerra no sólo había alterado al bebé. En algún lugar, aunque Rosie no podía asegurar a qué distancia por culpa del eco, oyó el sonido de cascos sobre piedra. Se movían perezosos, ora más cerca, ora más lejos (eso asustaba a Rosie más que el sonido en sí), y a veces desaparecían por completo. Oyó un resoplido grave y mojado, seguido de un gruñido aún más grave. Y acto seguido de nuevo la pequeña, cuyos lloros empezaban a remitir una vez más.
Rosie imaginó vívidamente al toro, un animal enorme de pelaje hirsuto y lomo negro sobresaliendo por encima de la cabeza baja. Llevaría un anillo de oro en el hocico, por supuesto, como el Minotauro del libro de mitología que tenía cuando era pequeña, y la luz verde que despedían las paredes arrancaría destellos líquidos a aquel anillo. Erinyes acechaba tranquilamente en uno de los pasadizos que se extendían ante ella, con los cuernos echados hacia delante para el ataque. Aguzando el oído. Esperándola.
Avanzó por el pasadizo de iluminación mortecina, deslizando una mano por la pared, aguzando el oído para oír a la niña y al toro. Asimismo, estaba atenta por si había desvíos, pero no vio ninguno. Al menos de momento. Al cabo de unos tres minutos, el pasadizo que había escogido terminaba en una encrucijada en forma de T. El sonido del bebé parecía algo más fuerte a la izquierda que a la derecha (o es que tengo un oído dominante además de una mano dominante, se preguntó), de modo que tomó aquel camino. Tras avanzar tan sólo dos pasos se detuvo en seco. De repente supo para qué necesitaba las semillas; era una Gretel subterránea y no tenía hermano con quien compartir sus temores. Retrocedió hasta la encrucijada, se arrodilló y desdobló un lado del paquete. Dejó una semilla en el suelo, con la punta afilada apuntando en la dirección por la que había llegado hasta allí. A1 menos, pensó, no había pájaros que pudieran picotear su pista.
Rosie se levantó y echó a andar de nuevo. En cinco pasos llegó a otro pasadizo. Lo escudriñó y descubrió que a pocos metros de distancia se dividía en tres pasillos. Escogió el del centro y lo marcó con una semilla de granada. Al cabo de treinta pasos y dos recodos, el pasadizo moría en una pared de piedra en la que se veían esculpidas cinco palabras: ¿QUIERES HACER EL PERRO CONMIGO?
Rosie regresó a la última encrucijada, se agachó para recoger la semilla y la colocó en la entrada de otro de los pasillos.