Rosie, desnuda y blanca, oprimiéndose el bulto empapado del camisón contra el vientre para protegerlo en la medida de lo posible, echó a andar en dirección al templo. En cinco zancadas llegó a la cabeza de piedra que yacía entre la maleza. Bajó la vista hacia ella en espera de ver a Norman. Por supuesto que sería Norman, de modo que le convenía estar preparada. Así funcionaban las cosas en los sueños.
Pero no era Norman. Las entradas en el pelo, las mejillas carnosas y el exuberante bigote a lo David Crosby pertenecían al hombre apoyado en la puerta de la taberna El Sorbo el día en que Rosie había estado buscando Hijas y Hermanas.
Me he vuelto a perder, pensó. Desde luego que me he vuelto a perder.
Pasó junto a la cabeza de piedra de ojos vacíos que parecían llorar, con una larga brizna de hierba mojada que le cruzaba la mejilla y parecía una cicatriz verde, esa cabeza que parecía susurrar a sus espaldas mientras Rosie se acercaba al extraño templo. Eh muñeca quieres marcha vaya tetas qué te parece echamos un polvo quieres hacer el perro qué te parece…
Subió la escalinata resbaladiza y traicionera a causa de las parras y las enredaderas que la cubrían, y tuvo la sensación de que la cabeza rodaba sobre su cuello de piedra, aplastando el agua enfangada para observar la flexión de su trasero desnudo mientras Rosie subía para adentrarse en las tinieblas.
No pienses en ello, no pienses en ello, no pienses.
Resistió la tentación de correr, de escapar tanto de la lluvia como de aquella mirada imaginaria, y siguió abriéndose paso entre la maleza, evitando los lugares en que los elementos habían agrietado la piedra, dejando al descubierto abismos dentados capaces de fracturar el tobillo a cualquiera. Y no era aquella la peor de las posibilidades; quién sabía qué cosas venenosas se ocultarían en aquellos lugares oscuros, acechándola para picarla o morderla.
El agua le goteaba de los omóplatos y le recorría la columna; tenía más frío que nunca, pero pese a ello se detuvo en el último escalón para contemplar las tallas que adornaban la parte superior de la entrada amplia y oscura. No las había visto en el cuadro, pues se perdían en las sombras que proyectaba el tejado.
Mostraban a un muchacho de expresión dura apoyado contra lo que podría ser un poste telefónico. El cabello le caía sobre la frente, y llevaba el cuello de la cazadora subido. Del labio inferior pendía un cigarrillo, y su postura algo agazapada e indolente lo identificaba como el señor Más Enrollado del Mundo, versión finales de los setenta. ¿Y qué más revelaba su postura? Eh, muñeca, decía. Eh, muñeca, muñeca, ¿te apetece echar un polvo? ¿Nos lo hacemos o qué?
¿Quieres hacer el perro conmigo?
Era Norman.
—No —susurró casi en un gemido—. Oh, no.
Oh, sí. Era Norman, sin lugar a dudas. Norman en la época en que aún era el Fantasma de las Palizas Futuras, Norman apoyado contra un poste telefónico en la esquina de State Street con la carretera 49, en el centro de Aubreyville (el centro de Aubreyville, vaya chiste), Norman observando los coches que pasaban mientras los Bee Gees cantaban You Shoud be Dancing en el Pub Finnegan’s, que tenía la puerta abierta y el equipo de música a tope.
El viento remitió por un instante, y Rosie oyó de nuevo el llanto del bebé. No daba la impresión de estar herido, sino más bien hambriento. Los gemidos lejanos lograron apartarla de las perversas tallas y hacerla avanzar, pero justo antes de entrar en el templo, no pudo evitar volver a alzar la vista. Norman había desaparecido, si es que había estado allí alguna vez, para dar paso a unas palabras esculpidas justo encima de su cabeza. CHUPA MI POLLA INFECTADA DE SIDA.
Nada permanece en los sueños, pensó. Los sueños son como el agua…
Miró de nuevo por encima del hombro y vio a «Wendy» aún de pie junto al pilar caído, empapada en las telarañas desmoronadas de su vestido. Rosie alzó la mano en la que no sostenía el camisón enrollado a modo de saludo. «Wendy» levantó la suya y luego se quedó ahí de pie, haciendo caso omiso de la intensa lluvia.
Rosie cruzó la entrada ancha y fresca y se adentró en el templo. Se detuvo un instante, tensa, preparada para salir corriendo si veía…, bueno…, si veía no sabía qué. «Wendy» le había advertido que no debía hacer caso de los fantasmas, pero Rosie creía que la mujer de la túnica roja podía permitirse el lujo de ser valiente, porque, al fin y al cabo, no era ella quien tenía que entrar en el templo.
Suponía que hacía más calor dentro que fuera, pero no tenía esa sensación, sino más bien le parecía que las piedras de aquel lugar despedían un frío húmedo, el frío de las criptas y los mausoleos, y por un instante no estuvo segura de poder seguir avanzando por el pasillo penumbroso y salpicado de hojas muertas que hacía mucho tiempo que se extendía ante ella. Hacía demasiado frío…, frío en demasiados sentidos. Se quedó quieta, tiritando e intentando recobrar el aliento, con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho y nubecillas de vapor brotándole de la piel. Se tocó el pezón izquierdo con la yema del dedo y no le extrañó hallarlo duro como una piedra.
Fue la idea de regresar junto a la mujer de la colina lo que la impulsó a avanzar, la idea de enfrentarse a Rose Madder con las manos vacías. Echó a andar por el pasillo lenta y cuidadosamente, escuchando los gemidos lejanos del bebé. Le parecía que procedían de muy lejos y que alguna clase de comunicación mágica y sutil transportaba el sonido hasta ella.
Baja y tráeme a mi bebé.
Caroline. El nombre que había proyectado poner a su hija, a esa hija que Norman le había arrebatado de una paliza, acudió a su mente sin esfuerzo. Los pechos empezaron a palpitarle de nuevo. Rosie se los tocó e hizo una mueca. Estaban hipersensibles.
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra, y se le ocurrió que el Templo del Toro ofrecía un aspecto sorprendentemente cristiano, que de hecho se parecía bastante a la Primera Iglesia Metodista de Aubreyville, a la que Rosie había acudido dos veces por semana antes de casarse con Norman. La boda se había celebrado en la Primera Iglesia Metodista, y fue en ella donde tuvo lugar el funeral por el padre, la madre y el hermano menor de Rosie tras el accidente que había segado sus vidas. Había varias hileras de bancos de madera, y los del fondo aparecían cubiertos y medio sepultados en montículos de hojas que olían a canela. Más adelante, los bancos seguían en pie y se alineaban en pulcras hileras. Sobre ellos yacían a intervalos regulares unos libros negros y gruesos cuyo título podría haber sido Libro Metodista de Himnos y Loas, el libro con que Rosie había crecido.
Lo siguiente que percibió mientras caminaba por el pasillo central como una extraña novia desnuda fue el olor del lugar. Bajo la fragancia agradable de las hojas que el viento había llevado hasta el interior del templo a lo largo de los años acechaba un olor menos agradable. Recordaba un poco al moho, un poco al añublo, un poco a descomposición avanzada, pero en realidad no era ninguno de esos olores.
¿Sudor viejo, quizá? Sí, tal vez. Y a lo mejor otros fluidos. Se le ocurrió la posibilidad del semen. Y de la sangre.
Tras percibir aquel olor la acometió la sensación innegable de que unos ojos malévolos la observaban. Percibió que examinaban su desnudez con atención, refocilándose en ella, tal vez, resiguiendo cada curva y cada línea descubierta, memorizando el movimiento de sus músculos bajo la piel mojada y resbaladiza.
Quiero hablar contigo de cerca, parecía susurrarle el templo bajo el tamborileo hueco de la lluvia y el crujido de las hojas viejas bajo sus pies desnudos. Quiero hablar contigo de cerca…, pero no tenemos que hablar mucho para decir las cosas que tenemos que decir, ¿verdad, Rosie?
Se detuvo cerca de la parte delantera del templo y cogió uno de los libros negros del segundo banco. Cuando lo abrió, la azotó una ráfaga de putrefacción tan intensa que estuvo a punto de ahogarla. La imagen de la parte superior de la página era un escueto dibujo que jamás había visto en los libros de himnos metodistas de su juventud; mostraba a una mujer arrodillada que se la estaba chupando a un hombre cuyos pies no eran pies, sino cascos. Su rostro aparecía confuso, pero Rosie distinguió en él una similitud ominosa… o al menos eso creyó. Se parecía al antiguo compañero de Norman, Harley Bissington, que siempre había comprobado dónde terminaba el dobladillo de su vestido cuando la veía sentarse.
Debajo del dibujo, la página amarillenta estaba cubierta de letras cirílicas, ilegibles pero conocidas. Tardó sólo un instante en comprender por qué le resultaban familiares: eran las mismas letras que llenaban el periódico de Peter Slowik cuando Rosie se había acercado a la cabina de Asistencia al viajero para pedirle ayuda.
Y entonces, de repente, el dibujo empezó a moverse, y sus líneas parecieron arrastrarse hacia sus dedos blancos y arrugados por la lluvia, dejando pequeños rastros de babas tras de sí. Estaba vivo. Cerró el libro de golpe, y la garganta se le secó cuando oyó el chapoteo procedente de su interior. Lo dejó caer, y el estruendo que provocó al chocar contra el banco o su propio grito de asco espantó a una bandada de murciélagos en la zona penumbrosa que Rosie suponía era el coro. Algunos de ellos se convirtieron en figuras errantes en el techo, con sus alas negras arrastrando aquellos cuerpos repugnantemente rollizos por el aire cargado, y al cabo de un instante regresaron a su escondrijo. Ante ella se erigía el altar, y experimentó un gran alivio al ver una puerta estrecha abierta a su izquierda, una puerta por la que se filtraba un rayo oblongo de luz blanca y limpia.
Errrres reeaaaalmente Rooooosie, susurró la voz muda del templo, amenazadoramente divertida. Y errrres Rooooosie Reeaaal… Ven aquí y te pondreeeé… como una motooooo…
Rosie resistió la tentación de mirar atrás y siguió con la mirada fija en la puerta y la luz natural que se filtraba por ella. La lluvia había remitido, y el tamborileo hueco del techo se había reducido a un murmullo constante.
Sólo para hombres, Rooooosie, susurró el templo, y entonces añadió lo que Norman siempre decía cuando no quería contestar a alguna de sus preguntas pero no estaba realmente enfadado con ella. Es cosa de hombres.
Contempló la zona del altar al pasar junto a ella, pero en seguida desvió la mirada. Estaba vacío…; no había púlpito, símbolos ni libros arcanos, pero sí vio otra sombra de pez manta sobre la piedra desnuda. Su color oxidado indicaba que se trataba de sangre, y el tamaño de la mancha sugería que se había derramado mucha allí a lo largo de los años. Muchísima.
Es como el Motel Roach, Rooooosie, susurró la sala, y las hojas del suelo se removieron, emitiendo un sonido que parecía una carcajada en una boca desdentada. La gente entra, pero nunca vuelve a saliiiir.
Avanzó con firmeza hacia la puerta, intentando hacer caso omiso de aquella voz, con los ojos aún clavados en la luz. Casi esperaba que se le cerrara en las narices en cuanto se acercara, pero no fue así. Y ningún coco travieso con cara de Norman apareció en ella. Cruzó el umbral y se halló en una escalinata pequeña de piedra que daba a un jardín envuelto en la fragancia fresca de la lluvia y en un aire que empezaba a tornarse más cálido pese a que la lluvia no había cesado del todo. En todas partes se oía el goteo y el susurro del agua. Los truenos seguían retumbando en el cielo, pero estaba segura de que se alejaban. Y el bebé, al que no había oído desde hacía varios minutos, volvió a llorar.
El jardín estaba dividido en dos partes, con flores a la izquierda y hortalizas a la derecha, pero todas las plantas estaban muertas. Muertas de un modo cataclísmico, y el verdor exuberante que rodeaba el Templo del Toro como en un abrazo empeoraba aún más el aspecto de aquella muerte, como si se tratara de un cadáver con los ojos abiertos y la lengua fuera. Enormes girasoles de tallo amarillento, centro amarronado y pétalos arrugados y desvaídos dominaban el lugar como carceleros enfermos que hubieran sobrevivido en una prisión cuyos presos hubieran muerto en su totalidad. Los parterres estaban llenos de pétalos abiertos que la hicieron pensar, en un recuerdo de pesadilla, en lo que había visto al regresar al cementerio donde yacía su familia un mes después del entierro. Había caminado hasta la parte posterior del pequeño cementerio tras dejar flores frescas en sus tumbas para recuperar el dominio de sí misma, y había quedado horrorizada al ver montículos de flores podridas en el declive situado entre el muro de piedra y el bosque que se extendía detrás del cementerio. El hedor de su perfume moribundo le había recordado lo que les estaba sucediendo a su madre, su padre y su hermano bajo tierra. El cambio que estaban experimentando.
Rosie desvió a toda prisa la mirada de las flores, pero lo primero que vio en el huerto agonizante no fue mucho mejor: una de las hileras parecía estar empapada en sangre. Se enjugó el agua de los ojos, volvió a mirar y exhaló un suspiro de alivio. No era sangre, sino tomates. Una hilera de ocho metros de tomates caídos, medio podridos.
Rosie.
Esta vez no era el templo quien la llamaba. Era la voz de Norman y estaba justo detrás de ella, y de repente se dio cuenta de que olía la colonia de Norman. Todos mis hombres llevan Colonia Inglesa o nada en absoluto, pensó, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
Estaba detrás de ella.
Justo detrás de ella.
Alargando el brazo hacia ella.
No, no me lo creo. No me lo creo aunque me lo crea.
Era una idea completamente absurda, por supuesto, con toda probabilidad lo bastante absurda como para merecer un hueco en el Libro Guinness de los Récords, pero de algún modo consiguió calmarla. Caminando despacio, a sabiendas de que si intentaba andar si quiera un poco más deprisa podía perder el control, Rosie bajó los tres escalones de piedra (mucho más humildes incluso que los de la parte delantera del edificio) y se adentró en los restos de lo que mentalmente había bautizado como los jardines del Toro. Seguía lloviendo, pero poco, y el viento se había convertido en un mero suspiro. Rosie recorrió un pasillo formado por dos hileras de maizales marrones e inclinados (no tenía ni la menor intención de caminar descalza entre los tomates podridos ni sentirlos explotar bajo sus pies), escuchando el rugido pétreo del río cercano. El sonido se hacía cada vez más fuerte a medida que avanzaba, y cuando salió del maizal vio que el río fluía a menos de cinco metros de ella. Mediría unos tres metros de ancho y aparentaba ser poco profundo de ordinario a juzgar por las orillas suaves, pero en aquel momento estaba crecidísimo a causa de la tormenta. Sólo se apreciaban las puntas de las cuatro rocas grandes y blancas que lo cruzaban y parecían caparazones blanqueados de tortuga.
El agua del río era de color alquitranado, negro y opaco. Rosie avanzó lentamente hacia él, casi sin darse cuenta de que se estaba retorciendo el cabello para librarse del agua que lo empapaba. Al acercarse percibió un curioso olor a mineral procedente del agua, un olor pesadamente metálico pero extrañamente atractivo. De repente sintió sed, tanta sed que su garganta se convirtió en una piedra ardiente.
No bebas de él, por mucha sed que tengas. No bebas.
Sí, eso era lo que había dicho la mujer; le había dicho que si mojaba siquiera un dedo en el agua olvidaría todo lo que sabía, incluso su propio nombre. Pero ¿era tan terrible eso? Pensando en ello, ¿era realmente tan terrible, sobre todo teniendo en cuenta que una de las cosas que podía olvidar era Norman y la posibilidad de que todavía no hubiera acabado con ella, de que hubiera matado a un hombre por su causa?
Tragó saliva y oyó el chasquido de su garganta seca. Una vez más, casi inconsciente de lo que hacía, Rosie se pasó una mano por el costado, por la curva del pecho y por el cuello para recoger la humedad que encontraba y lamerla de la palma. Aquello no calmó su sed, sino que la despertó por completo. El agua relucía negra mientras fluía en torno a las rocas blancas, y el extraño y atractivo olor mineral parecía llenarle la cabeza entera. Sabía el sabor que tendría el agua, un sabor insípido y desprovisto de aire, como jarabe frío, y sabía cómo le llenaría la garganta y el vientre de sales extrañas y bromuros exóticos. El sabor de la tierra sin memoria. Y entonces se acabarían los recuerdos del día en que la señora Pratt (blanca como la nieve a excepción de los labios, que tenían el color de los arándanos) había acudido a su casa para decirle que su familia, toda su familia, había muerto en un accidente de coche, los recuerdos de Norman con el lápiz o Norman con la raqueta de tenis. Las imágenes del hombre en la puerta de El Sorbo o la mujer gorda que había llamado a las mujeres de Hijas y Hermanas lesbianas de la caridad. Los sueños de estar sentada en el rincón con los riñones tan doloridos que la hacían vomitar, recordándose una y otra vez que debía vomitar en el delantal. Algunas cosas merecían caer en el olvido, mientras que otras, cosas como lo que Norman le había hecho con la raqueta de tenis, tenían que caer en el olvido…, aunque la mayoría de la gente jamás tenía ocasión de olvidarlas, ni siquiera en sueños.
Rosie temblaba de pies a cabeza; tenía los ojos clavados en el agua que fluía junto a ella como seda transparente impregnada de tinta negra; la garganta le ardía como brasas, los ojos le palpitaban en las cuencas y se vio a sí misma tendiéndose de bruces, sumergiendo la cabeza en aquella negrura para beber como un caballo.
También olvidarías a Bill, susurró la señora Práctica-Sensata en tono casi de disculpa. Olvidarías las motas verdes de sus ojos y la pequeña cicatriz que tiene en la oreja. Últimamente han pasado cosas que merece la pena recordar, Rosie. Lo sabes, ¿verdad?
Sin vacilar más (no creía que ni siquiera pensar en Bill la salvara si esperaba más), Rosie pisó la primera roca con los brazos extendidos para conservar el equilibrio. El agua teñida de rojo goteaba sin cesar de la bola mojada de su camisón, y sintió la piedra envuelta en el centro como si del hueso de un melocotón se tratara. Se quedó con el pie izquierdo sobre la roca y el derecho en la orilla, hizo acopio de valor y avanzó con el derecho hasta pisar la segunda roca. Hasta ahora iba bien. Levantó el pie izquierdo y lo adelantó hasta la siguiente. Esta vez perdió un poco el equilibrio y se inclinó hacia la derecha mientras agitaba el brazo izquierdo para no caer y el rugido del extraño río le llenaba los oídos. Probablemente no estuvo tan cerca de caer como pensaba, y al cabo de un instante se hallaba sobre las rocas centrales del río con el corazón desbocada.
Temerosa de que pudiera congelarse si dudaba demasiado, Rosie avanzó hasta la última roca y saltó a la hierba muerta que cubría la otra orilla. Sólo había caminado tres pasos en dirección a la arboleda cuando se dio cuenta de que la sed había pasado como una pesadilla.
Era como si en el pasado hubieran enterrado allí a muchos gigantes que habían muerto intentando salir de allí; los árboles eran sus manos descarnadas, que se alargaban sin frutos hacia el cielo y hablaban de asesinato sin articular palabra. Las ramas muertas se entrelazaban creando extraños dibujos geométricos que se recortaban contra el cielo. Un sendero conducía hasta ellos guardado por la estatua de un muchacho con un enorme falo erecto. Tenía las manos levantadas sobre la cabeza, como si indicara que acababan de marcar un gol en un partido de fútbol. Cuando Rosie pasó junto a él, sus ojos la siguieron, estaba segura.
¡Eh, muñeca!, espetó el muchacho de piedra en su cabeza. ¿Te apetece echar un polvo? ¿Quieres hacer el perro conmigo?
Rosie se apartó de él y levantó las manos para protegerse, pero el muchacho de piedra volvía a ser sólo una estatua…, si es que en algún momento había sido otra cosa. De su pene desproporcionado caían gotas de agua. No tiene problemas para mantener la erección, pensó Rosie con la mirada fija en las pupilas sin vida y la sonrisa de algún modo demasiado sabia (¿Había estado sonriendo antes? Rosie no lo recordaba) del muchacho. Norman te envidiaría.
Pasó junto a la estatua y siguió por el camino que conducía a la arboleda muerta, reprimiendo el impulso de mirar por encima del hombro para asegurarse de que la estatua no la seguía para hacer algo con su erección de piedra. No se atrevía a mirar. Temía que su mente sobrecargada le hiciera ver algo que no existía.
La lluvia se había convertido en una leve llovizna, y de repente, Rosie se dio cuenta de que ya no oía al bebé. Tal vez se había dormido. A lo mejor el toro Erinyes se había cansado de escuchar su llanto y se lo había zampado como si fuera un canapé. En cualquier caso, ¿cómo iba a encontrarlo si no lloraba?
Cada cosa a su tiempo, Rosie, susurró la señora Práctica-Sensata.
—Para ti es fácil decirlo —replicó Rosie al mismo volumen.
Siguió avanzando mientras escuchaba las gotas de lluvia que caían de los árboles muertos y empezaba a darse cuenta, aunque a regañadientes, de que veía caras en la corteza. No era como cuando te tumbabas de espaldas y contemplabas las nubes, pues entonces era tu imaginación la que hacía el noventa por ciento del trabajo. Aquellos rostros eran reales. Gritaban. A Rosie le parecían rostros de mujer en su mayoría. Mujeres con las que alguien había hablado de cerca.
Tras recorrer otro trecho dobló un recordo y descubrió que el sendero estaba bloqueado por un árbol caído que en apariencia se había desplomado en el punto álgido de la tormenta. Uno de los lados aparecía astillado y ennegrecido. Varias de las ramas de ese costado aún humeaban perezosas, como las cenizas de una hoguera mal apagada. A Rosie le daba miedo encaramarse a él para pasar, pues el tronco estaría repleto de astillas, puntas y gubias.
Empezó a rodear el árbol por la derecha, donde las raíces aparecían arrancadas de la tierra, y casi había regresado al sendero cuando una de las raíces del árbol dio un respingo, tembló y se deslizó por su muslo como una polvorienta serpiente marrón.
¡Eh, muñeca! ¿Quieres hacer el perro? ¿Quieres hacer el perro, zorra?
La voz procedía de la caverna seca y arenosa que había dejado el árbol arrancado. La raíz se deslizó muslo arriba.
¿Quieres ponerte a cuatro patas, Rosie? ¿Qué te parece? Te daré por el culo, Rosie, te devoraré como si fueras un bocadillo de queso fundido. ¿O prefieres chuparme la polla infectada de sida…?
—Suéltame —ordenó Rosie con calma al tiempo que apretaba el camisón arrugado contra la raíz que le atenazaba la pierna.
La raíz aflojó la presión y cayó al suelo. Rosie terminó de rodear el árbol y siguió caminando por el sendero. La raíz la había apretado de tal forma que tenía una marca roja en el muslo, pero no tardó en desaparecer. Suponía que tendría que estar aterrorizada por lo que acababa de suceder, que tal vez había algo que quería aterrorizarla. En tal caso, no había funcionado. Decidió que aquella cámara de los horrores era bastante cutre para alguien que había vivido con Norman Daniels durante catorce años.