54

El llanto del bebé flotaba hacia ellas como algo procedente de otro continente, y Rosie bajó la mirada hacia el templo en ruinas, cuya perspectiva seguía pareciendo extraña y desagradablemente torcida. Estaba asustada, y los pechos le palpitaban como le habían palpitado durante los meses siguientes al aborto.

Abrió la boca sin saber qué palabras brotarían de ella, segura tan sólo de que sería alguna suerte de protesta, pero una mano le asió el hombro antes de que pudiera hablar. Giró en redondo. Era la mujer de rojo. Meneó la cabeza a modo de advertencia, se llevó de nuevo el dedo a la sien y señaló las ruinas.

Otra mano agarró la muñeca derecha de Rosie, una mano fría como una lápida. Se volvió y en el último momento se dio cuenta de que la mujer de la túnica se había girado y ahora se encaraba con ella. A toda prisa, con la mente repleta de confusos pensamientos acerca de Medusa, Rosie bajó la mirada para no encontrarse con la de la mujer. En su lugar vio el dorso de la mano que le asía la muñeca. Estaba cubierto de una mancha de color gris oscuro que le recordó a algún predador del mar (un pez manta, por supuesto). Las uñas eran oscuras y parecían muertas. Mientras las observaba, Rosie vio un gusanillo blanco surgir de una de ellas.

—Vete —ordenó Rose Madder—. Haz por mí lo que yo no puedo hacer. Y recuerda que resarzo.

—De acuerdo.

Se había apoderado de ella un deseo terrible y perverso de mirar a la otra mujer a la cara. Ver lo que había allí. Tal vez ver su propio rostro flotando bajo las sombras grises muertas de alguna enfermedad que te vuelve loca mientras te consume.

—De acuerdo, iré. Lo intentaré, pero no me obligues a mirarte. La mano le soltó la muñeca…, pero muy despacio, como si estuviera dispuesta a agarrársela de nuevo si su dueña percibía aun el menor indicio de debilidad por parte de Rosie. Luego, la mujer giró la mano y señaló hacia el templo con un dedo gris y muerto, al igual que el Fantasma de las Navidades Futuras había señalado una lápida en concreto a Ebenezer Scrooge[4].

—Vete —repitió Rose Madder.

Rosie empezó a descender lentamente por la colina con la mirada baja, observando cómo sus pies desnudos se deslizaban por entre la hierba alta y áspera. No fue hasta que un trueno especialmente intenso retumbó en el cielo cuando alzó la vista y descubrió que la mujer de la túnica roja la había acompañado.

—¿Vas a ayudarme? —le preguntó.

—No puedo llegar demasiado lejos —replicó la mujer de robo al tiempo que señalaba el pilar caído—. Tengo lo mismo que ella, pero hasta ahora casi no me ha afectado.

Alargó un brazo, y Rosie vio una amorfa mancha rosada sobre la carne, dentro de la carne que separaba la muñeca del antebrazo. Tenía otra parecida en la palma de la mano. Ésta resultaba casi bonita. A Rosie le recordó el clavel que había encontrado entre las tablas del suelo de su estudio. Su habitación, el lugar con el que había contado como refugio, se le antojaba muy lejano ahora. Tal vez todo aquello, aquella vida, era el sueño, mientras que esto era la única realidad.

—Son las dos únicas que tengo, al menos de momento —prosiguió la mujer—, pero bastan para mantenerme alejada de allí. Ese toro me olería y vendría corriendo. Vendría a por mí, pero las dos moriríamos.

—¿Qué toro? —inquirió Rosie con extrañeza y temor.

Casi habían alcanzado el pilar caído.

—Erinyes. El guardián del templo.

—¿Qué templo?

—No pierdas el tiempo con preguntas humanas, mujer.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué son preguntas humanas?

—Aquellas cuyas respuestas ya conoces. Ven aquí.

«Wendy Yarrow» esperaba junto al extremo cubierto de musgo del pilar caído y miraba impaciente a Rosie. El templo se cernía sobre ellas. Mirarlo hería los ojos de Rosie del modo en que hiere mirar una película desenfocada. Distinguió bultos leves donde antes estaba segura de no haberlos visto; advirtió pliegues de sombras que desaparecieron en cuanto parpadeó.

—Erinyes sólo tiene un ojo, y ese ojo es ciego, pero a su olfato no le pasa nada. ¿Estás con el mes, niña?

—¿El… mes?

—Que si tienes la regla.

Rosie meneó negativamente la cabeza.

—Bien, porque estaríamos listas antes de empezar si la tuvieras. Yo tampoco la tengo, nada de reglas desde que empezó la enfermedad. Es una pena, porque esa sangre sería la mejor. Pero de todas maneras…

El trueno más monstruoso abrió los cielos justo encima de sus cabezas, y de repente empezaron a caer gotas heladas de lluvia.

—¡Tenemos que darnos prisa! —exclamó la mujer de rojo—. Arranca dos pedazos de tu camisón, uno para hacer un vendaje y el otro lo bastante grande para envolver una piedra y que sobre lo suficiente para atarla. No discutas y deja de hacer preguntas. Haz lo que te digo.

Rosie se inclinó, asió el dobladillo de su camisón de algodón y rasgó una tira larga y ancha del lateral, de forma que su pierna quedó al descubierto casi hasta la cadera. Al caminar pareceré una camarera de restaurante chino, pensó. Arrancó otra tira más delgada y al levantar la mirada se alarmó al ver que «Wendy» sostenía en la mano una daga larga y de aspecto siniestro. Rose no sabía de dónde había salido, a menos que la mujer la hubiera llevado atada al muslo, como la heroína de una de esas novelas dulzonas y salvajes de Paul Sheldon, historias donde siempre existía una razón, por descabellada que fuera, para todo lo que ocurría.

Probablemente la llevaba atada al muslo, pensó Rosie. Sabía que a ella le gustaría tener un cuchillo si viajara en compañía de la mujer de la túnica roja violácea. Recordó el modo en que la mujer que la acompañaba se había llevado el dedo a la sien y advertido a Rosie que no la tocara. No quiere hacerte daño, había asegurado «Wendy Yarrow», pero ya no puede controlarse.

Rosie abrió la boca para preguntar a la mujer que esperaba junto al pilar caído qué pretendía hacer con aquel cuchillo…, pero volvió a cerrarla en seguida. Si las preguntas humanas eran aquellas cuyas respuestas ya conocía, entonces aquella era una pregunta humana, sin lugar a dudas…

«Wendy» pareció percibir que la miraba y levantó la vista hacia ella.

—Primero necesitarás la tira más ancha. Tenla preparada.

Antes de que Rosie pudiera responder, «Wendy» se había clavado la daga en la piel. Siseó algunas palabras que Rosie no comprendió, tal vez una oración, y a continuación se trazó una línea fina a lo largo del antebrazo, una línea que hacía juego con su vestido. La línea engordó y empezó a desdibujarse cuando la piel y los tejidos se retiraron para abrir la herida.

—¡Ooooh, cómo duele! —gimió la mujer al tiempo que extendía la mano en la que llevaba la daga—. ¡Dámela! ¡La tira larga, la tira larga!

Rosie se la dio, confusa y asustada, pero no asqueada; ver sangre no le producía náuseas. «Wendy Yarrow» dobló la tira de algodón hasta convertirla en una compresa que se colocó sobre la herida antes de darle la vuelta y empaparla por el otro lado. No parecía querer contener la hemorragia, sino tan sólo empapar la tela en sangre. Cuando se la devolvió a Rosie, el algodón que había sido de color azul celeste cuando se tendiera en su cama de Trenton Street había cobrado un matiz mucho más oscuro… que le resultaba familiar. El azul y el rojo se habían combinado hasta formar un rojo violáceo.

—Ahora busca una piedra y envuélvela en la tira de tela —ordenó la mujer a Rosie—. Cuando lo hayas hecho, quítate eso que llevas y úsalo para envolver las dos cosas.

Rosie se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, mucho más trastornada por aquella orden que al ver la sangre que brotaba del brazo de la mujer.

—No puedo hacer eso —replicó—. ¡No llevo nada debajo!

«Wendy» esbozó una sonrisa amarga.

—No se lo diré a nadie —aseguró—. Y ahora dame la otra tira antes de que me desangre.

Rosie le entregó la tira más estrecha, que aún era de color azul, y la mujer de piel oscura se envolvió con ella el brazo herido. A su izquierda estalló un relámpago que parecía un cohete monstruoso.

Rosie oyó el estruendo de un árbol al caer fulminado. Aquel ruido fue seguido por el cañonazo de un trueno. Percibió el olor cobrizo que impregnaba el aire, aquel olor tan parecido a las monedas de un centavo. Y entonces, como si el relámpago hubiera abierto el vientre del cielo, llegó la lluvia. Caía en torrentes fríos que el viento tornaba casi horizontales. Rosie vio que el agua golpeaba la tira de tela que sostenía en la mano y le arrancaba nubecillas de vapor, y vio los primeros regueros de agua rosada y sangrienta brotar del paño y gotearle por entre los dedos. Parecía refresco de fresa.

Sin detenerse a pensar en lo que hacía ni por qué, Rosie alargó el brazo por encima del hombro, asió la espalda del camisón, se inclinó hacia delante y se lo quitó. De repente se encontró en la ducha más fría del mundo, intentando recobrar el aliento mientras la lluvia le pinchaba las mejillas, los hombros y la espalda desnuda. La piel se le encogió y se le puso de gallina en todo el cuerpo.

—¡Ay! —gritó desesperada—. ¡Ay, ay! ¡Hace tanto frío!

Dejó caer el camisón, que aún no estaba empapado, sobre la mano en la que sostenía el trapo ensangrentado y encontró una piedra del tamaño de un panecillo entre dos de los segmentos del pilar caído. La cogió, cayó de rodillas y a continuación se cubrió la cabeza y los hombros con el camisón, al igual que un hombre atrapado en una tormenta inesperada se protegería con el periódico a modo de paraguas. Bajo aquella protección temporal envolvió la piedra con el trapo ensangrentado. Le sobraron dos extremos largos y pegajosos que ató en la parte superior con una mueca de asco. La sangre de «Wendy» licuada por la lluvia brotaba del paño y caía al suelo. Con el camisón ya empapado envolvió la piedra y el trapo, tal como le había ordenado la mujer de rojo. Sabía que la mayor parte de la sangre desaparecería con la lluvia. Aquello no era una tormenta normal, sino un auténtico diluvio.

—¡Vamos! —gritó la mujer de piel oscura y vestido rojo—. ¡Entra en el templo! ¡Atraviésalo y no te pares en ningún momento! ¡No recojas nada y no creas nada de lo que veas u oigas! Es un sitio embrujado, eso está claro, pero ni siquiera en el Templo del Toro hay fantasma que pueda hacer daño a una mujer viva.

Rosie estaba tiritando, el agua le entraba en los ojos y le hacía ver doble, le goteaba de la nariz y le pendía de las orejas como joyas exóticas. «Wendy» seguía mirándola con el cabello aplastado contra la frente y las mejillas, los ojos oscuros relampagueantes. Se veía obligada a gritar para hacerse oír por encima del fuerte viento.

—¡Cruza la puerta que hay al otro lado del altar y llegarás a un jardín donde todas las plantas y flores están muertas! ¡Al otro lado del jardín verás una arboleda, y todos los árboles están muertos también, todos menos uno! ¡Entre el jardín y la arboleda hay un río! ¡No bebas de él, por mucha sed que tengas! ¡No bebas ni toques el agua! ¡Hay unas rocas por las que podrás cruzar! ¡Si metes un solo dedo en ese agua, olvidarás todo lo que sabes, incluso tu nombre!

La electricidad surcó las nubes en otro relámpago, convirtiendo los nubarrones en rostros retorcidos de duendes. Rosie nunca había tenido tanto frío ni sido tan consciente del extraño vigor de que hacía gala su corazón para enviar una ráfaga de calor a su piel helada. Y de repente se le ocurrió de nuevo la misma idea: no era un sueño, al igual que el agua que llovía del cielo no era un sistema contra incendios.

—¡Entra en la arboleda! ¡Entre los árboles muertos! ¡El que está vivo es un granado! ¡Coge las semillas que encuentres de la fruta alrededor de la base del árbol, pero no la pruebes ni te metas en la boca la mano con la que cojas las semillas! ¡Baja la escalera que hay al lado del árbol y entra en las cámaras que hay debajo! ¡Encuentra al bebé y sácalo de allí, pero cuidado con el toro! ¡Cuidado con el toro Erinyes! ¡Y ahora vete! ¡Deprisa!

Le daba miedo el Templo del Toro y su perspectiva extrañamente torcida, por lo que Rosie experimentó cierto alivio al descubrir que su deseo desesperado de guarecerse de la tormenta había borrado todo lo demás. Quería protegerse del viento, la lluvia y los relámpagos, pero también quería ponerse a cubierto por si la lluvia decidía transformarse en granizo. La idea de hallarse desnuda en plena tormenta de granizo, aunque se tratara de un sueño, se le antojaba extremadamente desagradable.

Avanzó algunos pasos y luego se volvió para mirar a la otra mujer. «Wendy» parecía estar tan desnuda como la propia Rosie, pues tenía el vestido rojo de gasa completamente adherido a la piel.

—¿Quién es Erinyes? —preguntó Rosie a gritos—. ¿Qué es?

Se arriesgó a mirar el templo por encima del hombro, casi como si esperara que el dios saliera al oír su voz. Pero no apareció ningún dios; sólo el templo reluciendo en medio de la tempestad.

La mujer de piel oscura puso los ojos en blanco.

—¿Por qué eres tan estúpida, niña? —replicó también a gritos—. ¡Vete! ¡Vete mientras aún estés a tiempo!

Y acto seguido señaló el templo sin añadir una palabra más, tal como había hecho su ama.