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La temperatura descendía al menos cinco grados al otro lado, y la hierba alta le hacía cosquillas en los tobillos y las espinillas. Por un instante creyó oír de nuevo a lo lejos el llanto del niño, pero el sonido se desvaneció en seguida. Miró por encima del hombro, esperando ver su habitación, pero había desaparecido. Un olivo viejo y nudoso extendía sus raíces y ramas en el punto por el que acababa de adentrarse en aquel mundo. Bajo el árbol vio un caballete y un taburete. Sobre el taburete descansaba una caja de pinturas abierta, llena de pinceles y colores.

El lienzo colocado sobre el caballete era del mismo tamaño que el cuadro que Rosie había comprado en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad. Mostraba su estudio de Trenton Street visto desde la pared en la que había colgado a Rose Madder. Había una mujer, a todas luces la propia Rosie, de pie en el centro de la habitación, de cara a la puerta del rellano del primer piso. No se hallaba exactamente en la misma postura que la mujer que contemplaba el templo en ruinas, ya que, por ejemplo, no tenía la mano levantada, pero se parecía lo suficiente como para dar a Rosie un susto de muerte. Había otra cosa inquietante en el cuadro: la mujer llevaba pantalones pitillo de color azul marino y una blusa rosa sin mangas. Era la ropa que Rosie había proyectado ponerse para la excursión del sábado. Tendré que llevar otra cosa, pensó a la desesperada, como si cambiarse de ropa en el futuro pudiera cambiar lo que estaba viendo en aquel instante.

Algo le rozó el brazo, y Rosie profirió un grito. Se giró y vio que el poni la miraba con sus ojos pardos y una expresión de disculpa. Otro trueno retumbó en el cielo.

Junto al carrito al que estaba enganchado el caballito lanudo había una mujer. Llevaba una túnica roja de varias capas. Le llegaba hasta los tobillos, pero era de un tejido parecido a la gasa, casi transparente. Rosie entreveía el matiz oscuro de su piel a través de los sofisticados pliegues de la ropa. Un relámpago iluminó el cielo, y por un instante Rosie vio de nuevo lo que había visto en el cuadro poco después de que Bill la llevara a casa después de la cena en La Cocina del Abuelo: la sombra del carrito sobre la hierba y la sombra de la mujer que surgía de ella.

—Note preocupes —la tranquilizó la mujer de la túnica roja—. Radamanthus no hace nada. No muerde más que la hierba y los claveles. Sólo te está olisqueando.

De repente, Rosie sintió una profunda oleada de alivio al darse cuenta de que aquella era la mujer a la que Norman siempre había llamado (siempre con voz amarga) «ese maldito putón verbenero». Era Wendy Yarrow, pero Wendy Yarrow estaba muerta, así que todo aquello era un sueño, y sanseacabó. Por muy realista que le pareciera y por vívidos que resultaran los detalles (el pequeño rastro de humedad que el poni le había dejado en el brazo, por ejemplo), aquello era un sueño.

Claro, se dijo. Nadie se mete en los cuadros, Rosie.

Pero aquello apenas surtió efecto en ella. Sin embargo, la idea de que la mujer que llevaba el carro era Wendy Yarrow, fallecida hacía tanto tiempo, sí surtió efecto en ella.

Se levantó otra ráfaga de viento, y una vez más oyó el llanto del bebé. En aquel instante, Rosie vio otra cosa; sobre el asiento del carrito del poni descansaba una gran cesta hecha de juncos verdes entretejidos. Varios lazos de seda decoraban el asa, y otros adornaban las esquinas. El dobladillo de una manta rosa, sin duda tejida a mano, sobresalía por el borde.

—Rosie.

La voz era grave y dulcemente embriagadora. Sin embargo, a Rosie le puso la piel de gallina. Había algo en ella que no encajaba, y tenía la sensación de que se trataba de algo que sólo una mujer distinguiría, pues los hombres que oyeran una voz como aquella pensarían en sexo y olvidarían todo lo demás. Pero había algo que no cuadraba. Que no cuadraba en absoluto.

—Rosie —repitió la voz.

Y de repente lo comprendió: era como si la voz pugnara por ser humana. Como si pugnara por recordar lo que significaba ser humana.

—Niña, no la mires a la cara —advirtió la mujer de la túnica roja con voz angustiada—. Las personas como tú no deben mirarla a la cara.

—No, no quiero mirarla a la cara —repuso Rosie—. Quiero irme a casa.

—No te lo reprocho, pero es demasiado tarde —dijo la mujer mientras acariciaba el cuello del poni con mirada grave y la boca fuertemente apretada—. Y no la toques. No quiere hacerte daño, pero ya no puede controlarse —añadió llevándose un dedo a la sien.

Rosie se volvió con reticencia hacia la mujer de la túnica y avanzó un paso. La fascinaba la textura de la espalda de la mujer, del hombro desnudo y de la parte baja de su cuello. Su piel era más fina que la seda. Pero más arriba…

Rosie no sabía qué eran aquellas sombras grises que asomaban justo debajo del nacimiento del cabello de la mujer, y no creía que le apeteciera descubrirlo. Lo primero que pensó fue que se trataba de mordiscos, pero no lo eran. Rosie sabía el aspecto que tenían los mordiscos. ¿Sería lepra? ¿Algo peor? ¿Algo contagioso?

—Rosie —repitió la voz dulce y embriagadora por tercera vez, y algo en ella dio a Rosie ganas de gritar, al igual que la sonrisa de Norman le había dado ganas de gritar a veces.

Esta mujer está loca. Le pase lo que le pase además, esas manchas en la piel, por ejemplo, es secundario. Está loca.

Otro relámpago iluminó el cielo. Otro trueno lo siguió. Y el viento que soplaba con furia desde el templo en ruinas situado al pie de la colina le llevó el llanto lejano de un bebé.

—¿Quién eres? —inquirió—. ¿Quién eres? ¿Por qué estoy aquí?

Por toda respuesta, la mujer alargó el brazo derecho y lo giró, dejando al descubierto una cicatriz circular en la cara interior.

—Éste sangró bastante y luego se infectó —explicó con aquella voz dulce y embriagadora.

Rosie alargó su propio brazo. Era el izquierdo en lugar del derecho, pero la marca era idéntica a la de la mujer. Una certeza leve pero terrible llenó su mente: si tenía que ponerse la túnica roja violácea, la llevaría de modo que fuera su hombro derecho el que quedara al descubierto en lugar del izquierdo, y si se ponía el brazalete de oro, lo llevaría sobre el codo izquierdo en lugar del derecho.

La mujer de la colina era su reflejo.

La mujer de la colina era…

—Eres yo, ¿verdad? —preguntó Rosie, y entonces, cuando la mujer de la trenza se movió ligeramente, añadió en un grito estridente y tembloroso—: Note gires. ¡No quiero verte!

—No te precipites —dijo Rose Madder con voz extraña y paciente—. Eres realmente Rosie, eres Rosie Real. No olvides eso cuando olvides todo lo demás. Y no olvides otra cosa. Yo resarzo. Lo que hagas por mí lo haré por ti. Y por eso estamos unidas ahora. Ése es nuestro equilibrio. Nuestro ka.

Otro relámpago; otro trueno; otra ráfaga de viento que atravesó el olivo. Los cabellos que se habían escapado de la trenza de Rose Madder se agitaron con furia. Incluso a aquella luz mortecina se antojaban filamentos de oro.

—Baja —ordenó Rose Madder—. Baja y tráeme a mi bebé.