La despertó un rayo de luz no violeta, sino de color blanco brillante. Le siguió un trueno, que en esta ocasión no retumbó, sino que rugió con furia.
Rosie se incorporó en la cama jadeando y cubriéndose con la manta hasta el cuello. Estalló otro rayo, y a su luz distinguió la mesa, el mostrador de la cocina, el pequeño sofá que en realidad era poco más que un sillón, la puerta abierta del diminuto cuarto de baño, la cortina de la ducha con estampado de margaritas descorrida en su riel. La luz fue tan brillante y sus ojos estaban tan poco preparados para recibirla que siguió viendo aquellos objetos cuando la habitación ya estaba sumida de nuevo en la oscuridad, sólo que en negativo. Se dio cuenta de que todavía oía el llanto del bebé, pero los grillos se habían esfumado. Soplaba el viento. Rosie lo sentía además de oírlo. Le separaba el cabello de las sienes, y además oyó el crujido de papeles impulsados por él. Había dejado las fotocopias de la novela de Richard Racine sobre la mesa, y el viento las había esparcido por el suelo.
Esto no es un sueño, pensó Rosie al tiempo que bajaba los pies de la cama. En aquel momento se volvió hacia la ventana y se le cortó la respiración. O la ventana había desaparecido o toda la pared se había transformado en una ventana.
En cualquier caso, la vista ya no era Trenton Street y el parque Bryant, sino una mujer ataviada con una túnica de color rojo violáceo, de pie en la cima de una colina cubierta de maleza, contemplando las ruinas de un templo. Pero ahora, el dobladillo del vestido le azotaba los muslos largos y suaves; Rosie vio que los cabellos finos que se le habían escapado de la trenza flotaban al viento como plancton, y que el cielo estaba repleto de nubarrones negruzcos. La cabeza del poni lanudo se movía mientras el animal pastaba en la hierba.
Y si aquello era una ventana, entonces estaba abierta de par en par. Mientras contemplaba la escena, el poni asomó el morro a su habitación, olisqueó las tablas del suelo, las halló desprovistas de interés y siguió pastando a su lado.
Más relámpagos, más truenos. Se levantó otra ráfaga de viento, y Rosie oyó los papeles caídos revolotear en la cocina. El dobladillo del camisón le azotó las piernas mientras se levantaba y caminaba con lentitud hacia el cuadro que ahora cubría toda la pared de izquierda a derecha y de arriba abajo. El viento le apartó el cabello del rostro, y Rosie percibió el olor de la lluvia inminente.
Ya falta poco, pensó. Me voy a quedar empapada. Creo que todos nos vamos a quedar empapados.
ROSE, ¿EN QUÉ ESTÁS PENSANDO?, gritó la señora Práctica-Sensata. ¿EN QUÉ NARICES ESTÁS PEN…?
Rosie acalló la voz —en aquel instante tenía la sensación de que no quería volver a oírla en su vida— y se detuvo ante la pared que había dejado de serlo. Frente a ella, a menos de un metro y medio de distancia, estaba la mujer rubia de la túnica. No se había vuelto, pero Rosie apreciaba ahora las pequeñas curvas y cambios de su mano alzada mientras contemplaba el pie de la colina, así como el pecho izquierdo subiendo y bajando al respirar.
Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y se adentró en el cuadro.