Caminó durante casi dos horas, atravesando un barrio desconocido tras otro, antes de llegar a un centro comercial en la parte oeste de la ciudad. Delante de la tienda de pinturas y moquetas había un teléfono público, y cuando lo utilizó para llamar a un taxi, quedó asombrada al descubrir que ya no estaba en la ciudad, sino en Mapleton. Tenía grandes ampollas en ambos talones y suponía que no era de extrañar, pues debía de haber andado más de diez kilómetros.
El taxi llegó al cabo de un cuarto de hora, y por entonces, Rosie ya había ido a la tienda de veinticuatro horas del otro extremo del centro comercial para comprarse unas gafas de sol baratas y un pañuelo de rayón de color rojo intenso. Recordaba que, en cierta ocasión, Norman le había explicado que si uno quería desviar la atención de su rostro, lo mejor era llevar algo brillante, algo que atrajera la atención del observador en otra dirección.
El taxista era un hombre gordo de cabello despeinado, ojos inyectados en sangre y mal aliento. Su camiseta holgada y desvaída mostraba un mapa de Vietnam del Sur. CUANDO MUERA IRÉ AL CIELO PORQUE HE SERVIDO EN EL INFIERNO, rezaba la inscripción debajo del mapa. TRIÁNGULO DE HIERRO, 1969. Sus ojos enrojecidos la repasaron de arriba abajo con rapidez, pasando de sus labios a sus caderas antes de perder el interés, por lo visto.
—¿Adónde vamos, querida? —preguntó.
—¿Puede llevarme a la estación de los autobuses Greyhound?
—¿Se refiere a Portside?
—¿Es ésa la terminal de autobuses?
—Sí —repuso el hombre mirándola por el retrovisor—. Pero está al otro lado de la ciudad. Le puede subir unos veinte pavos. ¿Puede permitírselo?
—Por supuesto —aseguró Rosie antes de aspirar profundamente y añadir—: ¿Sabe si hay algún cajero automático del Banco Mercantil por el camino?
—Si todos los problemas del mundo fueran tan sencillos —replicó el hombre al tiempo que bajaba bandera.
TARIFA MÍNIMA: 2,50, rezaba el aparato.
Rosie marcó el inicio de su nueva vida en el momento en que el taxímetro pasaba de 2,50 a 2,75, y las palabras TARIFA MÍNIMA desaparecían. Ya no sería Rose Daniels a menos que se viera obligada a ello…, no sólo porque Daniels era el nombre de él y por tanto resultaba peligroso, sino porque lo había desechado. Volvería a ser Rosie McClendon, la muchacha que se había precipitado al infierno a la edad de dieciocho años. Suponía que tal vez habría momentos en que se vería obligada a utilizar su nombre de casada, pero aun entonces seguiría siendo Rosie McClendon en su mente y en su corazón.
Realmente soy Rosie, pensó mientras el taxi atravesaba el Puente Trunkatawny, y sonrió cuando la letra de Maurice Sendak y la voz de Carole King le cruzaban por la mente como dos fantasmas. Y soy Rosie Real.
Pero ¿lo era? ¿Era real?
Pues voy a averiguarlo, pensó. Aquí y ahora.