Al cabo de cinco minutos, Bill se acercó al banco que ocupaba Rosie. En las manos llevaba con cuidado una bandeja con dos perritos calientes extralargos y dos vasos de limonada. Rosie cogió un bocadillo y una limonada, dejó la bebida sobre el banco y se volvió hacia Bill con expresión solemne.
—Deberías dejar de invitarme a comer. Empiezo a sentirme como la niña desamparada de las tarjetas de UNICEF.
—Me encanta invitarte a comer —exclamó él—. Estás demasiado delgada, Rosie.
Eso no es lo que dice Norman, pensó, pero no parecía el comentario más apropiado en aquellas circunstancias. No sabía a ciencia cierta cuál sería el comentario apropiado y pensó en las réplicas estúpidas que los personajes espetaban en series televisivas tales como Melrose Place. En aquel instante le habría ido muy bien un poco de aquella cháchara. En lugar de hablar se quedó mirando su perrito caliente con chucrut y empezó a golpear el panecillo con el ceño fruncido y la boca fruncida en un ademán resuelto, como si se tratara de un rito ancestral previo a la ingestión transmitido en su familia a lo largo de generaciones, de madres a hijas.
—Bueno, háblame de Norman, Rosie.
—Muy bien, pero espera a que decida por dónde empezar.
Dio un mordisco al bocadillo, deleitándose con el escozor del chucrut en la lengua, y a continuación tomó un sorbo de limonada. Se le ocurrió que tal vez Bill no querría saber nada más de ella cuando terminara de hablar, que lo único que sentiría sería espanto y asco por una mujer que había vivido con una criatura como Norman durante todos aquellos años, pero era demasiado tarde para preocuparse por esas cosas. Abrió la boca y empezó a hablar. Su voz sonaba bastante firme, lo cual surtió en ella un efecto tranquilizador.
Empezó hablándole de una chica de quince años que se había sentido extraordinariamente guapa con un lazo de color rosa anudado en el pelo, y que, cierta noche, aquella chica había ido a un partido de baloncesto de la universidad simplemente porque su reunión de Futuras Amas de Casa había sido cancelada en el último momento y le quedaban dos horas antes de que su padre fuera a recogerla. O tal vez, explicó, sólo había querido que la gente viera lo guapa que estaba con aquel lazo, y la biblioteca de la escuela estaba cerrada. En las gradas, un chico alto ataviado con cazadora de cuero se había sentado junto a ella, un chico de hombros anchos que cursaba el último año y habría estado corriendo por la cancha con los demás jugadores si no lo hubieran expulsado del equipo en diciembre por pelearse con sus compañeros. Siguió hablando, oyendo cómo brotaban de sus labios cosas que había creído se llevaría consigo a la tumba. No le habló de la raqueta de tenis, pues ese secreto sí se lo llevaría consigo a la tumba, pero sí le contó lo del mordisco de Norman en su luna de miel, le habló de que había intentado convencerse de que había sido un mordisco amoroso, le contó lo del aborto que él le había provocado, le explicó las diferencias cruciales que existen entre palizas en la cara y palizas en la espalda.
—Por eso siempre tengo que ir al lavabo —aclaró con una sonrisa nerviosa mientras se miraba las manos—, pero cada vez estoy mejor.
Le habló de las ocasiones, durante los primeros años de su matrimonio, en que Norman le había quemado los dedos de los pies o de las manos con el encendedor; irónicamente, aquella tortura había cesado al dejar él de fumar. Le habló de la noche en que Norman había llegado a casa del trabajo para sentarse delante de la tele a ver las noticias, con el plato de la cena sobre el regazo pero sin comer; que de repente había dejado el plato a un lado cuando Dan Rather terminó de presentar las noticias y había empezado a pincharla con la punta de un lápiz que había sobre la mesita situada junto al sofá. La pinchó con fuerza suficiente para dejar pequeñas marcas negras en su piel, pero sin llegar a hacerle sangre. Contó a Bill que Norman le había hecho más daño en otras ocasiones, pero que jamás se había asustado tanto como aquel día, sobre todo por su silencio. Cuando habló con él para intentar averiguar qué pasaba, Norman no respondió, sino que siguió persiguiéndola mientras ella retrocedía (no quería correr, ya que eso habría equivalido a arrojar una cerilla a un barril de pólvora), sin responder a sus preguntas ni hacer caso de sus dedos extendidos. Siguió pinchándole los brazos, los hombros y el pecho (llevaba un jersey de escote) con el lápiz, emitiendo pequeños jadeos cada vez que la punta roma del lápiz se le clavaba en la piel. Ha ha ha. Por fin Rosie se había acurrucado en el rincón con las rodillas dobladas sobre el pecho y las manos entrelazadas en la nuca, y Norman se había arrodillado ante ella con el rostro serio, casi aplicado, pinchándola con el lápiz y emitiendo aquel sonido. Le contó a Bill que había pensado que la mataría, que sería la única mujer de la historia a la que apuñalaran hasta la muerte con un lápiz… y que recordaba haberse repetido una y otra vez que no debía gritar, porque los vecinos la oirían y no quería que la encontraran de aquel modo. No con vida, al menos. Resultaba demasiado vergonzante. Y entonces, cuando estaba casi segura de que empezaría a gritar a pesar suyo, Norman había ido al baño y se había encerrado. Permaneció allí dentro mucho rato, y Rosie había empezado a pensar en correr, cruzar la puerta de su casa y correr a cualquier parte, pero era de noche, y Norman estaba en casa. Si hubiera salido del baño y descubierto que se había marchado, la habría perseguido y matado, de eso estaba segura.
—Me habría roto el cuello como si fuera un hueso de pollo —aseguró a Bill sin levantar la vista.
Sin embargo, se había prometido que lo abandonaría; que lo dejaría la próxima vez que le hiciera daño. Pero después de aquella noche, Norman no le había puesto la mano encima durante mucho tiempo. Tal vez cinco meses. Y cuando volvió a atacarla, al principio no fue tan espantoso, y Rosie se había dicho que si podía soportar que la pinchara una y otra vez con un lápiz, podía aguantar unos cuantos puñetazos. Así había vivido hasta 1985, año en que la situación se torció de repente. Le contó el miedo que le había dado Norman aquel año por culpa del asunto de Wendy Yarrow.
—Fue el año en que abortaste, ¿verdad? —preguntó Bill.
—Sí —asintió Rosie sin dejar de mirarse las manos—. Y también me rompió una costilla. O tal vez un par. La verdad es que no me acuerdo, ¿no te parece espantoso?
Bill no respondió, de modo que Rosie siguió hablando a toda prisa, contándole que lo peor, aparte del aborto, por supuesto, eran los silencios largos y aterradores en los que Norman se limitaba a mirarla, respirando con tal fuerza por la nariz que parecía un animal preparándose para atacar. Las cosas habían mejorado un poco después del aborto, explicó. Le contó que hacia el final había empezado a estar un poco ida, que a veces perdía la noción del tiempo cuando estaba sentada en la mecedora y que otras, cuando ponía la mesa para la cena y aguzaba el oído para detectar el sonido del coche de Norman entrando en el camino de entrada, se daba cuenta de que se había duchado ocho o nueve veces aquel día. Por lo general con las luces del baño apagadas.
—Me gustaba ducharme en la oscuridad —confesó aún sin atreverse a levantar la vista—. Era como estar en un armario mojado.
Terminó hablándole de la llamada de Anna, una llamada que Anna había efectuado por una razón importante. Se había enterado de un detalle, un detalle que no había salido en el artículo del periódico, un detalle que la policía había callado para evitar confesiones o pistas falsas. A Peter Slowik lo habían mordido más de tres docenas de veces, y faltaba al menos una parte de su anatomía. La policía creía que el asesino se la había llevado consigo… de un modo u otro. Anna sabía gracias al Círculo de Terapia que Rosie McClendon, cuyo primer contacto significativo en la ciudad había sido su ex marido, estaba casada con un mordedor. Tal vez no guardaba relación alguna con el asesinato, se había apresurado a añadir. Pero…, por otro lado…
—Un mordedor —murmuró Bill casi como si hablara solo—. ¿Así es como los llaman? ¿Es el término que se utiliza?
—Me parece que sí.
Y entonces, tal vez porque temía que Bill no la creyera (que pensara que estaba «fibulando», en palabras de Norman), se bajó el hombro de la camiseta rosa de Tape Engine que llevaba y le mostró una vieja cicatriz circular que recordaba los vestigios de una mordedura de tiburón. Era el primero, el regalo de luna de miel. A continuación se levantó la manga izquierda y le mostró otro. Ésta no le recordaba un mordisco, sino que por alguna razón la hacía pensar en rostros blancos y suaves ocultos en la frondosa maleza.
—Éste sangró bastante y luego se infectó —explicó como si refiriera una información rutinaria, que había llamado la abuela, por ejemplo, o que el cartero había dejado un paquete—. Pero no fui al médico. Norman me trajo un gran frasco de antibióticos. Me los tomé, y la herida mejoró. Conoce a toda clase de personas de las que puede obtener cosas. Los llama «los pequeños ayudantes de papá». Es bastante gracioso si te paras a pensarlo, ¿verdad?
Seguía hablando con la mirada fija en las manos, que tenía entrelazadas sobre el regazo, pero por fin se atrevió a lanzarle una mirada rápida para comprobar su reacción a lo que le estaba contando. Lo que vio la dejó anonadada.
—¿Qué? —dijo Bill con voz ronca—. ¿Qué pasa, Rosie?
—Estás llorando —susurró ella con voz temblorosa.
—No —replicó Bill con aire sorprendido—. Al menos, no creo.
Rosie alargó la mano, trazó con el dedo un círculo bajo el ojo de Bill y sostuvo la yema en alto para que la viera. Bill la examinó de cerca mientras se mordía el labio inferior.
—Y tampoco has comido mucho.
La mitad del perrito caliente de Bill seguía sobre el plato, y el chucrut untado de mostaza sobresalía del panecillo. Bill arrojó el plato de papel a la papelera que había junto al banco y luego se volvió de nuevo hacia ella, enjugándose las lágrimas con aire ausente.
Rosie sintió que la cruda realidad se apoderaba de ella. Ahora le preguntaría por qué se había quedado con Norman, y aunque ella no se levantaría del banco para marcharse (al igual que no había abandonado la casa de Westmoreland Street hasta abril), aquella pregunta interpondría la primera barrera entre ellos, porque Rosie no podía responderla. No sabía por qué se había quedado con él, al igual que no sabía por qué había bastado una solitaria gota de sangre para transformar su vida entera. Sólo sabía que la ducha había sido el mejor lugar de la casa, oscuro, mojado y lleno de vapor, y que, a veces, media hora en la Silla del Osito se le antojaba cinco minutos, y la razón de todo ello carecía de toda importancia cuando una vivía en el infierno. El infierno carecía de motivos. Las mujeres del Círculo de Terapia lo sabían muy bien; nadie le había preguntado por qué se había quedado. Lo sabían. Lo sabían por experiencia propia. Tenía la sensación de que algunas de ellas sabían incluso lo de la raqueta de tenis… o cosas aún peores que la raqueta de tenis…
Pero cuando Bill habló por fin, la pregunta que le formuló fue tan distinta de lo que esperaba que por un instante no pudo más que quedarse con la boca abierta.
—¿Qué probabilidades hay de que matara a la mujer que le estaba dando tantos quebraderos de cabeza en el 85? Esa tal Wendy Yarrow.
Rosie estaba perpleja, pero no con aquella clase de perplejidad que se experimenta cuando se escucha una pregunta impensable; estaba perpleja como si hubiera visto un rostro conocido en el lugar más inverosímil. La pregunta de Bill era una pregunta que llevaba años rondándole por la cabeza, si bien de un modo inarticulado y confuso.
—¿Rosie? Te he preguntado qué probabilidades hay…
—Creo que… bastantes, la verdad.
—Le fue muy bien que muriera de aquella forma, ¿verdad? Lo salvó de ir a juicio por el asunto.
—Sí.
—Si la hubieran mordido, ¿crees que los periódicos lo habrían publicado?
—No lo sé. Tal vez no. —Rosie miró el reloj y se levantó a toda prisa—. Dios mío. Tengo que irme ahora mismo. Rhoda quería que empezáramos a las doce y cuarto, y ya son y diez.
Volvieron sobre sus pasos uno junto al otro. Deseaba que Bill volviera a rodearla con el brazo, y mientras una parte de su mente le advertía que no fuera codiciosa y otra (la señora Práctica-Sensata) le decía que no se metiera en líos, Bill la rodeó con el brazo.
Creo que me estoy enamorando de él.
Fue la falta de incredulidad de aquel pensamiento lo que provocó el siguiente: No, Rosie, creo que eso es el titular de ayer. Creo que ya estás enamorada de él.
—¿Qué dice Anna de la policía? —inquirió Bill—. ¿Quiere que vayas a algún sitio a declarar?
Rosie se puso rígida entre sus brazos, y la garganta se le secó mientras la adrenalina le llenaba el organismo. Bastaba una sola palabra. La palabra que empezaba por p.
Los policías son hermanos, le había repetido Norman una y otra vez. El cuerpo es una gran familia, y los policías son hermanos. Rosie no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación, hasta qué punto se solidarizarían unos con otros, o se cubrirían unos a otros, pero sabía que los policías a los que Norman llevaba a casa de vez en cuando se parecían mucho a él, y sabía que nunca había dicho una sola palabra en contra de ellos, ni siquiera de su primer compañero en la unidad de detectives, un cerdo viejo y seboso que se llamaba Gordon Satterwaite y a quien Norman detestaba. Y por supuesto estaba Harley Bissington, cuya afición, al menos cuando iba a Casa Daniels, consistía en desnudar a Rosie con la mirada. Harley había contraído cáncer de piel y se había acogido a la jubilación anticipada tres años antes, pero era el compañero de Norman en 1985, en la época del caso Richie Bender/ Wendy Yarrow. Y si el asunto había transcurrido tal como Rosie sospechaba, Harley había cubierto a Norman. Lo había cubierto bien cubierto. Y no sólo porque él mismo había estado involucrado en el asunto, sino también porque el cuerpo de policía era una gran familia y sus integrantes, hermanos. Los policías veían el mundo desde una perspectiva distinta a la de la gente de a pie («los clientes de los almacenes Kmart», en palabras de Norman); los policías lo veían con los poros abiertos y los nervios chisporroteantes. Los convertía en personas diferentes, muy diferentes…, y luego estaba Norman.
—Ala policía no me voy ni a acercar —aseguró Rosie a toda prisa—. Anna dice que no tengo que ir y que nadie puede obligarme. Los policías son sus amigos. Sus hermanos. Se protegen los unos a los otros, se…
—Tranquila —la atajó Bill un poco alarmado—. No pasa nada, tranquila.
—¡No puedo estar tranquila! Es que… no te lo puedes ni imaginar. Por eso te llamé, porque no sabes cómo son estas cosas…, cómo es él…, y cómo funciona todo entre él y el resto de ellos. Si fuera a la policía aquí, se pondrían en contacto con la policía de allá. Y si uno de ellos…, alguien que trabaje con él, que haya salido a hacer redadas con él a las tres de la mañana, que haya puesto su vida en sus manos…
Estaba pensando en Harley, quien no podía dejar de mirarle los pechos y siempre tenía que comprobar dónde acababa el dobladillo de su falda cuando se sentaba.
—Rosie, no tienes que…
—¡Sí que tengo que! —gritó ella con una fiereza nada característica—. Si un policía como ése supiera cómo ponerse en contacto con Norman lo haría. Le diría que he estado hablando de él. Si les diera mi dirección, y te obligan a hacerlo cuando presentas una denuncia, él se enteraría.
—Estoy seguro de que ningún policía…
—¿Los has tenido alguna vez en tu casa, jugando al póquer o mirando Debbie se tira a todo Dallas?
—Bueno…, no. No, pero…
—Yo sí. Sé de lo que hablan, sé qué les parece el resto del mundo. Ellos lo ven así, como el resto del mundo. Incluso los mejores. Están ellos… y luego están los clientes de Kmart. Nada más.
Bill abrió la boca para decir algo, no sabía muy bien qué, pero volvió a cerrarla. La idea de que Norman pudiera averiguar la dirección de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street como consecuencia de una operación de radio macuto entre policías le parecía convincente en cierto modo, pero no fue ésa la razón por la que guardó silencio. La expresión del rostro de Rosie, la expresión de una mujer que ha tenido que remontarse odiosa e involuntariamente a tiempos menos felices, indicaba que Bill no podría decir nada que la convenciera. Le daban miedo los policías, eso era todo, y Bill era lo bastante mayorcito como para saber que la lógica no mata a todos los cocos del mundo.
—Además, Anna dice que no tengo que ir. Anna dice que si ha sido Norman, ellas lo verán primero, no yo.
Bill reflexionó unos instantes y por fin decidió que eso tenía bastante sentido.
—¿Qué piensa hacer?
—Ya ha hecho algo. Envió un fax a una asociación de mujeres de mi ciudad y les contó lo que podía estar ocurriendo aquí. Les pidió que le mandaran información sobre Norman, y al cabo de una hora le enviaron un montón de información con foto incluida.
—Qué rapidez, sobre todo fuera de horas de oficina —comentó Bill enarcando las cejas.
—Mi marido se ha convertido en un héroe —prosiguió Rosie con voz monótona—. Lo más probable es que no se haya pagado una sola copa en el último mes. Estaba al frente del equipo que desenmascaró una importante red de narcotráfico. Su fotografía apareció en primera plana del periódico dos o tres días seguidos.
Bill emitió un silbido. Tal vez Rosie no era tan paranoica al fin y al cabo.
—La mujer que se encargó de reunir la información dio otro paso —explicó Rosie—. Llamó al Departamento de Policía y preguntó por él. Se inventó la historia de que su asociación quería condecorar a Norman con el Encomio Femenino.
Bill asimiló sus palabras y de repente se echó a reír. Rosie le correspondió con una sonrisa forzada.
—El sargento de guardia consultó en el ordenador y le dijo que el teniente Daniels estaba de vacaciones. Creía que en el oeste.
—Pero podría estar pasando las vacaciones aquí —señaló Bill con aire pensativo.
—Sí. Y si alguien resulta herido, será por mi cul…
Bill le puso las manos sobre los hombros y la obligó a girarse. Rosie abrió los ojos de par en par, y Bill advirtió que se encogía. Era un espectáculo que le hería el corazón de un modo nuevo y extraño. De repente recordó una historia que había oído en el Centro Americano Sión, donde había recibido clases de religión e historia americana hasta los nueve años. Una historia acerca de las lapidaciones en los tiempos de los profetas. Cuando era pequeño había pensado que se trataba del castigo más increíblemente cruel del mundo, mucho peor que el fusilamiento o la silla eléctrica, una forma de ejecución que no podía justificarse de modo alguno. Y ahora, viendo lo que Norman Daniels había hecho a aquella encantadora mujer de rostro frágil y vulnerable, estuvo tentado de cambiar de opinión.
—No pronuncies la palabra culpa —ordenó—. Tú no creaste a Norman.
Rosie parpadeó como si aquel pensamiento jamás se le hubiera ocurrido.
—¿Cómo narices encontraría a ese tal Slowik?
—Pues siendo yo —repuso ella.
Bill se la quedó mirando. Rosie asintió.
—Sé que parece una locura, pero no lo es. Sabe hacerlo. Le he visto hacerlo. Probablemente, así es como desenmascaró la red de narcotráfico.
—¿Presentimientos? ¿Intuición?
—Más que eso. Es casi telepatía. Él lo llama ir de pesca.
—Un hombre realmente extraño, ¿verdad? —comentó Bill meneando la cabeza.
Aquellas palabras la sorprendieron tanto que se echó a reír.
—¡Madre mía, ni te lo imaginas! En cualquier caso, todas las mujeres de H y H han visto la foto y tomarán precauciones especiales, sobre todo en el picnic del sábado. Algunas de ellas llevarán aerosol antivioladores…, las que realmente estén dispuestas a usarlo si la cosa se pone fea, dice Anna. Y todo eso suena muy bien, pero luego me dijo: «Note preocupes, Rosie, hemos tenido otros sustos parecidos y siempre nos las hemos arreglado», y eso me hizo sentir fatal. Porque cuando un hombre muere, un hombre bueno como el que me rescató en aquella espantosa terminal de autobuses, entonces es más que un susto.
De nuevo estaba levantando la voz y hablando más deprisa. Bill le tomó la mano y se la acarició.
—Lo sé, Rosie —dijo en lo que esperaba fuera un tono tranquilizador—. Lo sé.
—Cree que sabe lo que se hace, me refiero a Anna, cree que ya ha pasado por esto porque ha llamado a la policía para denunciar a unos cuantos borrachos que tiraban ladrillos por las ventanas o merodeaban cerca de la casa o escupían a sus mujeres cuando salían a comprar el periódico por las mañanas. Pero jamás ha pasado por algo parecido a Norman y no lo sabe, eso es lo que me asusta. —Se detuvo para recobrar el dominio de sus emociones, y luego le dedicó una sonrisa—. En cualquier caso, dice que no tengo que implicarme en absoluto, al menos por ahora.
—Me alegro.
El Edificio Corn se alzaba ante ellos.
—No me has dicho nada de mi pelo —dijo Rosie mirándolo con timidez—. ¿Quiere eso decir que no te has fijado o que no te gusta?
Bill examinó su peinado y sonrió.
—Me he fijado y me gusta, pero estaba pensando en este otro asunto…, quiero decir, en la posibilidad de no volverte a ver nunca más.
—Siento haberte trastornado tanto.
Era cierto, lo sentía, pero también se alegraba de que Bill se hubiera trastornado. ¿Había sentido algo siquiera remotamente parecido cuando Norman y ella salían? No lo recordaba. Tenía grabada en la memoria una imagen de Norman metiéndole mano debajo de una manta una noche durante una carrera de coches, pero por el momento, todo lo demás se perdía en una espesa bruma.
—Te inspiraste en la mujer del cuadro, ¿verdad? El cuadro que compraste el día en que te conocí.
—Es posible —repuso Rosie con cautela.
¿Creía Bill que eso era raro, y tal vez aquella era la verdadera razón por la que no le había comentado nada acerca de su nuevo peinado? Pero Bill la sorprendió de nuevo, tal vez más incluso que al preguntarle sobre lo que le había sucedido a Wendy Yarrow.
—Casi todas las mujeres, cuando se tiñen el pelo, tienen aspecto de haberse teñido el pelo —dijo—. La mayoría de los hombres fingen que no lo saben, pero sí que lo saben. En cambio tú… Es como si el día que entraste en la tienda hubieras llevado el pelo teñido y éste fuera tu color natural. Probablemente te parezca la patraña más descarada del mundo, pero es verdad…, y eso que las rubias siempre son las que parecen menos auténticas. Deberías trenzártelo como la mujer del cuadro. Parecerías una princesa vikinga. Sería pero que muy sexy.
Aquella palabra pulsó un gran botón rojo en su interior, desencadenando sensaciones que resultaban atractivas y alarmantes a un tiempo. No me gusta el sexo, pensó. Nunca me ha gustado el sexo, pero…
Rhoda y Curt se acercaban por el lado opuesto. Los cuatro se encontraron delante de las viejas puertas giratorias del Edificio Corn. Rhoda examinó a Bill de pies a cabeza con gran curiosidad.
—Bill, éstas son las personas con las que trabajo —explicó Rosie; el calor que le inundaba las mejillas se intensificó en lugar de remitir—, Rhoda Simons y Curtis Hamilton. Rhoda, Curt, éste es… —por un terrible instante, Rosie fue absolutamente incapaz de recordar cómo se llamaba aquel hombre que ya significaba tanto para ella, pero de repente le volvió— Bill Steiner —terminó.
—Encantado —saludó Curt al tiempo que estrechaba la mano de Bill y miraba de reojo el edificio, impaciente por volver a colocar la cabeza entre los auriculares.
—Los amigos de Rosie son mis amigos, como suele decirse —recitó Rhoda extendiendo la mano y haciendo tintinear las delgadas pulseras que llevaba en la muñeca.
—Mucho gusto —repuso Bill antes de volverse hacia Rosie—. ¿Sigue en pie lo del sábado?
Rosie se lo pensó durante unos instantes y por fin asintió.
—Te recogeré a las ocho y media. No olvides llevar algo de abrigo.
—De acuerdo.
Rosie sintió que el rubor se le extendía a todo el cuerpo, endureciéndole los pezones y haciéndole cosquillas en los dedos. El modo en que Bill la estaba mirando volvió a pulsar aquel botón rojo, pero esta vez le resultó más atractivo que aterrador. De repente se apoderó de ella la necesidad cómica pero increíblemente intensa de rodearlo con sus brazos… y sus piernas… y luego trepar por él como si de un árbol se tratara.
—Bueno, pues hasta el sábado —se despidió Bill inclinándose hacia delante para plantarle un beso en la comisura de los labios—. Curtis, Rhoda, encantado de conoceros.
Se volvió y echó a andar silbando.
—Hay que reconocerlo, Rosie, tienes muy buen gusto —alabó Rhoda—. ¡Qué ojos!
—Sólo somos amigos —explicó Rosie con timidez—. Lo conocí…
Dejó la frase sin acabar. De repente le parecía muy complicado, por no decir embarazoso, explicar toda la situación, de modo que se encogió de hombros y lanzó una risita nerviosa.
—Bueno, ya sabes…
—Sí, ya sé —aseguró Rhoda sin dejar de seguir a Bill con la mirada; de repente se volvió hacia Rosie y rió complacida—: Lo sé. Dentro de este viejo cascarón de feminidad late el corazón de una verdadera romántica. Una romántica que espera que tú y el señor Steiner os hagáis muy buenos amigos. Entretanto, ¿estás preparada para seguir?
—Sí —asintió Rosie.
—¿Asistiremos a una mejora respecto a esta mañana, ahora que te has encargado de este… asunto?
—Estoy segura de que asistiréis a una mejora considerable —afirmó Rosie.
Y tenía razón.