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Rosie sintió la necesidad repentina e increíblemente intensa de echar a correr antes de que Bill advirtiera hasta qué punto la había desconcertado, pero en aquel momento, los ojos de Bill se clavaron en los suyos, los atraparon, y la opción de escapar desapareció. Había olvidado aquellas fascinantes motas verdes de sus ojos, aquellos rayos de sol reflejados en agua poco profunda. En lugar de echar a correr hacia las puertas del vestíbulo, Rosie se acercó lentamente a él con una mezcla de temor y felicidad. Sin embargo, el sentimiento que la dominaba era un intenso alivio.

—Te dije que te mantuvieras alejado de mí —empezó con voz temblorosa.

Bill alargó el brazo para cogerle la mano. Rosie estaba convencida de que no podía permitírselo, pero no pudo evitar que sucediera… ni que su mano capturada se girara para poder entrelazar los dedos con los de él.

—Ya lo sé —se limitó a decir Bill—. Pero no puedo, Rosie.

Aquello la asustó; le soltó la mano mientras escudriñaba su rostro con aire inseguro. Nunca le había sucedido nada parecido, nada, y no tenía ni idea de cómo debía reaccionar ni comportarse.

Bill abrió los brazos, y tal vez sólo era un gesto para poner de manifiesto su impotencia, pero era el único gesto que el corazón cansado y esperanzado de Rosie necesitaba; hacía a un lado todas las vacilaciones remilgadas que habían ocupado su mente y tomaba las riendas de la situación. Rosie empezó a andar como una sonámbula hacia el círculo de sus brazos, y cuando se cerraron en torno a ella, oprimió el rostro contra el hombro de Bill y cerró los ojos. Y cuando las manos de él le rozaron el cabello, que llevaba suelto sobre los hombros, la invadió una sensación extraña y maravillosa. Era como si acabara de despertar. Como si hubiera estado dormida, no sólo ahora, al entrar en el círculo de sus brazos, no sólo aquella mañana, desde que el despertador la arrancara del sueño de la moto, sino durante años y años, como Blancanieves después de comerse la manzana. Pero ahora estaba despierta, muy despierta, y miraba en derredor con ojos que empezaban a ver.

—Me alegro de que hayas venido —dijo.