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El jueves por la mañana, casi a las once y media, Rosie tomó un sorbo de agua mineral, se enjuagó con él la boca, tragó el líquido y volvió a coger las páginas.

«Se acercaba, de eso no cabía ninguna duda; esta vez, sus oídos no le estaban jugando una mala pasada. Peterson oyó el staccato de sus zapatos de tacón alto aproximándose por el pasillo. La imaginó con el bolso ya abierto, revolviendo su contenido en busca de la llave, preocupada por el demonio que tal vez le pisaba los talones cuando en realidad debería haberse preocupado por el que la acechaba más adelante. Comprobó a toda prisa que seguía teniendo el cuchillo y a continuación se colocó la mieda de nailon sobre el rostro. Cuando la llave de ella entró en la cerradura, Peterson sacó el cuchillo y…»

—¡Corten, corten, corten! —gritó Rhoda con impaciencia por los altavoces.

Rosie alzó la vista y miró por el vidrio. No le gustó el modo en que Curt Hamilton estaba sentado junto al DAT, mirándola con los auriculares caídos sobre las clavículas, pero lo que la alarmó fue el hecho de que Rhoda estuviera fumando uno de sus cigarrillos delgados en la sala de control, haciendo caso omiso del rótulo de NO FUMAR colgado de la pared. Rhoda tenía aspecto de estar pasando una mañana espantosa, pero no era la única.

—Rhoda, ¿he hecho algo mal?

—No si llevas miedas de nailon, supongo —replicó Rhoda mientras arrojaba la ceniza en un vaso de poliestireno que reposaba sobre el panel del control que tenía delante—. Ahora que lo pienso, bastantes tipos me las han tocado a lo largo de los años, pero creo que siempre las he llamado medias.

Por un instante, Rosie se quedó perpleja, sin saber de qué estaba hablando Rhoda, pero tras repetir mentalmente las últimas frases que había leído, emitió un gruñido.

—Vaya, Rhoda, lo siento.

Curt se cubrió de nuevo los oídos con los auriculares y pulsó un botón.

—Mata todos mis mañanas, toma setenta y tr…

Rhoda le puso una mano en el brazo y dijo algo que a Rosie le heló la sangre en las venas.

—No te molestes.

Luego miró por el vidrio, vio la expresión asustada de Rosie y le dedicó una sonrisa forzada pero amable.

—Tranquila, Rosie, sólo he adelantado la hora de la comida. Venga, sal.

Rosie se levantó con demasiada rapidez, se golpeó el muslo izquierdo contra la mesa y estuvo a punto de volcar la botella de agua mineral. Salió de la cabina a toda prisa.

Rhoda y Curt se hallaban al otro lado de la puerta, y por un instante, Rosie estuvo convencida, mejor dicho, supo que habían estado hablando de ella.

Si realmente crees eso, Rosie, lo más probable es que tengas que ir al médico, advirtió la señora Práctica-Sensata con voz severa. A esa clase de médico que te enseña manchas de tinta y te pregunta cuándo aprendiste a ir sola al lavabo. Por lo general, Rosie no hacía mucho caso a aquella voz, pero esta vez la acogió con agrado.

—Puedo hacerlo mejor —aseguró a Rhoda—. Y te prometo que esta tarde lo haré mejor. Te lo juro.

¿Era cierto? Lo fastidioso era que no lo sabía. Llevaba toda la mañana intentando sumergirse en Mata todos mis mañanas como había hecho con El pez manta, pero no lo había conseguido. Cuando empezaba a adentrarse en aquel mundo en que Alma St. George sufría la persecución de su admirador psicótico, Peterson, la invadía una de las voces que había oído la noche anterior, la de Anna diciéndole que su ex marido, el hombre que la había enviado a Hijas y Hermanas, había sido asesinado, o la de Bill, llena de pánico y confusión al preguntarle qué le pasaba, o lo que era peor, la suya propia diciéndole a Bill que se mantuviera alejado de ella. Que se mantuviera alejado.

Curt le dio una palmadita en el hombro.

—Tienes un mal día con la voz —comentó—. Es como tener un mal día con el pelo, sólo que peor. Lo vemos mucho en esta Cámara de los Horrores Auditivos, ¿verdad, Rho?

—Y que lo digas —repuso Rhoda.

Sin embargo, sus ojos no se apartaron del rostro de Rosie, y Rosie creía saber lo que veían. La noche anterior había dormido apenas dos o tres horas, y no tenía los cosméticos a prueba de bomba necesarios para ocultar la secuelas de la falta de sueño.

Ni tampoco sabría usarlos aunque los tuviera, pensó Rosie.

En el instituto, es decir, cuando menos necesitaba de ellos, había tenido los utensilios de maquillaje más básicos, pero desde que se casara con Norman, había pasado con polvos y dos o tres barras de labios de los tonos más naturales. «Si quisiera ver a una puta me habría casado con una», le había dicho Norman en cierta ocasión.

Pensó que eran sus ojos lo que Rhoda estaría examinando con más detenimiento; los párpados enrojecidos, los globos inyectados en sangre, las ojeras. Después de apagar la luz había llorado durante más de una hora, pero no había logrado conciliar el sueño, lo que habría sido una auténtica bendición. Las lágrimas se habían secado, y Rosie había yacido en la oscuridad intentando no pensar, pero sin conseguirlo. Una vez pasada la medianoche se le ocurrió una idea terrible; había cometido un error al llamar a Bill, había cometido un error al negarse a sí misma su consuelo (y tal vez su protección) cuando más lo necesitaba.

¿Protección?, pensó. No me hagas reír. Ya sé que te gusta, cariño, y no pasa nada, pero seamos realistas. Norman se lo merendaría en un santiamén.

Pero no tenía forma de saber si Norman estaba realmente en la ciudad… Eso era lo que Anna le había repetido una y otra vez. Peter Slowik había defendido un gran número de causas, y algunas de ellas no demasiado populares. Quizás había sido otra cosa la que lo había metido en líos…, la que lo había matado.

Pero Rosie sabía que no era cierto. En el fondo de su corazón lo sabía. Era Norman.

Pese a todo, aquella voz había seguido susurrando hora tras hora. ¿Lo sabía en el fondo de su corazón? ¿O es que la parte de su ser que no era Práctica ni Sensata, sino tan sólo estaba Temblorosa y Aterrorizada, se escondía tras aquella idea? ¿Se había aferrado a la llamada de Anna como excusa para renunciar a la amistad de Bill antes de que pudiera progresar?

No lo sabía, pero sí sabía que la idea de no volver a verlo la hacía sentirse desgraciada… y también asustada, como si hubiera perdido un instrumento quirúrgico vital. Una persona no podía empezar a depender de otra al cabo de tan poco tiempo, por supuesto, pero cuando dieron la una y las dos (y las tres), la idea empezó a antojársele cada vez menos ridícula. Si aquella clase de dependencia instantánea era un fenómeno imposible, ¿por qué la asustaba y vaciaba tanto la idea de no volverlo a ver?

Cuando por fin se quedó dormida, soñó de nuevo que iba con él en moto, que llevaba el vestido rojo violáceo y le apretaba el cuerpo con los muslos desnudos. Cuando sonó el despertador, demasiado temprano, desde luego, despertó sin aliento y acalorada, como si tuviera fiebre.

—Rosie, ¿estás bien? —preguntó Rhoda.

—Sí —asintió—. Sólo que…

Miró alternativamente a Curt y a Rhoda. Luego se encogió de hombros y curvó los labios en una sonrisa forzada.

—Es que, ya sabéis, estoy con la regla.

—Ajá —dijo Rhoda sin convicción—. Bueno, baja a la cafetería con nosotros. Ahogaremos nuestras penas en ensalada de atún y batido de fresa.

—Eso —corroboró Curt—. Invito yo.

Esta vez, la sonrisa que esbozó Rosie fue un poco más sincera, pero meneó la cabeza.

—Voy a pasar. Lo que me apetece es dar un buen paseo con la cara al viento, a ver si se me despejan las ideas.

—Si no comes, lo más probable es que te desmayes a las tres —advirtió Rhoda.

—Me tomaré una ensalada, te lo prometo —Rosie se dirigía ya hacia el viejo ascensor renqueante—. Si como cualquier otra cosa estropearé media docena de tomas buenas con mis eructos.

—Hoy no importaría demasiado de todas formas —replicó Rhoda—. A las doce y cuarto, ¿vale?

—Vale —asintió Rosie.

Pero mientras el ascensor descendía lentamente los cuatro pisos que la separaban del vestíbulo, el último comentario de Rhoda le siguió resonando en la cabeza. Hoy no importaría demasiado de todas formas. ¿Y si por la tarde no lo hacía mejor? ¿Y si pasaban de la toma setenta y tres a la toma ochenta y a la toma ciento no sé cuántos? ¿Y si al día siguiente, cuando se encontrara con el señor Lefferts, la despedía en lugar de ofrecerle un contrato? ¿Qué haría entonces?

De repente la acometió una oleada de odio hacia Norman. La golpeó entre los ojos como un objeto duro y pesado, tal vez un peldaño o la hoja roma de un hacha vieja y oxidada. Aunque Norman no hubiese matado al señor Slowik, aunque Norman siguiese en aquella otra zona horaria, la seguía, igual que Peterson seguía a la pobre y asustada Alma St. George. La seguía en el interior de su cabeza.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Rosie salió al vestíbulo, y el hombre que esperaba de pie junto al directorio del edificio se volvió hacia ella con expresión esperanzada y cautelosa a un tiempo. Era una expresión que le hacía parecer más joven aún…, casi un adolescente.

—Hola, Rosie —la saludó Bill.