A cinco manzanas de La Cafetera Caliente, donde había estado a cuatro segundos de encontrarse con la mirada de su mujer a través del ventanal, Norman entró en una tienda de todo a menos de cinco dólares. «¡Todos los artículos de la tienda a menos de cinco dólares!», rezaba el eslogan del establecimiento, impreso debajo de un dibujo espantoso de Abrabam Lincoln. En el rostro de Lincoln se veía una ancha sonrisa, y el hombre estaba guiñando el ojo; a Norman Daniels le recordó a un tipo al que había detenido en cierta ocasión por estrangular a su mujer y a sus cuatro hijos. En aquella tienda, situada literalmente a un tiro de piedra de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, Norman compró todos los artículos de disfraz que pretendía llevar aquel día: unas gafas de sol y una gorra con la palabra CHISOX impresa sobre la visera…
Gracias a sus diez años de experiencia como detective inspector, Norman había llegado a creer que los disfraces sólo tenían cabida en tres lugares: las películas de espías, los libros de Sherlock Holmes y las fiestas de carnaval. Resultaban especialmente inútiles durante el día, cuando el maquillaje parecía eso, maquillaje, y los disfraces no eran más que disfraces. Y las tías de Hijas y Hermanas, esa casa de putas posmoderna, donde su amigo Peter Slowik había confesado por fin haber enviado a su errante Rose, estarían al acecho de predadores que se aproximaran a su abrevadero. Para tías como aquéllas, la paranoia era mucho más que una forma de vida; era el non plus ultra.
La gorra y las gafas de sol cumplirían su cometido; lo único que había planeado para aquella tarde era lo que Gordon Satterwaite, su primer compañero como detective, habría denominado «una excursión de reconocimiento». A Gordon siempre le había gustado agarrar a su joven compañero y decirle que ya era hora de hacer lo que llamaba «el detective». Gordon era un tipo gordo, apestoso, que mascaba tabaco a todas horas y tenía los dientes marrones; Norman lo había detestado casi desde el primer momento. Gordon llevaba en la policía veintiséis años en aquella época, dieciséis como inspector, pero no tenía mano izquierda para el trabajo. Norman sí. No le gustaba y odiaba a los cabronazos con los que tenía que hablar (y a veces relacionarse, si se hallaba en misión secreta), pero tenía mano izquierda para el trabajo, un rasgo que había demostrado ser de incalculable valor a lo largo de los años. Le había ayudado a resolver el caso que le había granjeado el ascenso, el caso que lo había convertido, al menos por un momento, en el chico de oro de los medios de comunicación. En aquella investigación, al igual que en la mayoría de las investigaciones relacionadas con el crimen organizado, llegó un momento en que las pistas que los investigadores habían estado siguiendo desaparecieron en un laberinto confuso de caminos divergentes, lo que enturbió la senda principal. La diferencia en el caso de las drogas residió en que Norman Daniels, por primera vez en su carrera, era el encargado de la investigación, y cuando la lógica fallaba, hacía sin vacilar lo que la mayoría de los policías no podía o no quería hacer: pasar a la intuición y poner todo su futuro en manos de lo que dicha intuición le dictaba, abalanzándose hacia delante de forma agresiva y temeraria.
Para Norman no existía eso de «excursiones de reconocimiento»; para Norman, lo único que existía era el método de la apisonadora. Cuando estabas confuso, te centrabas en algo relacionado con el caso, lo considerabas con la mente completamente abierta y no repleta de ideas estúpidas y suposiciones de pacotilla, y entonces te convertías en una persona sentada en un bote que se movía a cámara lenta, echabas la caña y recogías el hilo, echabas y recogías… a la espera de que picara algo. A veces no sucedía nada. A veces no pescabas nada aparte de un tronco sumergido, una bota vieja de goma o la clase de pez que ni un mapache hambriento se comería.
Pero a veces pescabas un pez sabroso.
Se puso el sombrero y las gafas de sol, y a continuación torció a la izquierda en dirección a Harrison Street, camino de Durham Avenue. Lo separaban al menos cinco kilómetros del barrio en que se hallaba Hijas y Hermanas, pero no le importaba; el paseo le serviría para dejar la mente en blanco. Cuando llegara al 251 sería como una hoja en blanco de papel fotográfico y estaría preparado para recibir cualquier imagen e idea que llegara sin intentar modificarla para que se ajustara a sus propias ideas preconcebidas. Si no tenías ideas preconcebidas no podías hacerlo.
Llevaba el mapa, que le había costado un ojo de la cara, en el bolsillo trasero, pero sólo se detuvo a consultarlo una vez. Llevaba menos de una semana en la ciudad, pero ya conocía su geografía mucho mejor que Rosie, y una vez más, ello se debía no tanto a su formación como a un talento natural.
El día anterior, al despertarse con dolor de manos, hombros y entrepierna, con la mandíbula tan dolorida que sólo podía abrir la boca a medias (el primer intento de bostezar al bajar los pies de la cama había sido un tormento), se había dado cuenta con horror de que lo que había hecho con Peter Slowik, alias Tambor, alias el Increíble judío Urbano, había sido con toda probabilidad un error. No sabía con exactitud hasta qué punto había sido un error, porque gran parte de lo que había ocurrido en casa de Slowik seguía envuelto en una neblina confusa, pero había sido un error, sin lugar a dudas; al llegar al quiosco del hotel había decidido que no había probablementes que valieran. Los probablementes eran para los gilipollas de todas formas. Aquella había sido una regla defendida a ultranza de su código personal desde que tenía poco más de diez años, cuando su madre los había abandonado y su padre había empezado a tomarse en serio lo de las palizas.
En el quiosco había comprado un periódico para hojearlo a toda prisa en el ascensor mientras subía a su habitación. No mencionaba a Peter Slowik, pero aquello no había aliviado gran cosa a Norman. Tal vez no habían encontrado el cadáver de Tambor a tiempo para incluir la noticia en la edición matinal; de hecho, era posible que siguiera tendido donde Norman lo había dejado (donde creía haberlo dejado, se corrigió; toda la escena seguía pareciéndole muy confusa), encajado tras el calentador del sótano. Pero los tipos como Tambor, tipos que prestaban gran cantidad de servicios públicos y tenían montones de amigos liberales, no permanecían ocultos durante mucho tiempo. Alguien empezaría a preocuparse, otros irían a buscarlo a su acogedora madriguera de Beaudry Place, y al final alguien descubriría algo extremadamente desagradable detrás del calentador.
Y en efecto, lo que no había aparecido el día anterior estaba ahora allí, en la primera página de la sección metropolitana: ASISTENTE SOCIAL ASESINADO EN SU CASA. Según el artículo, el trabajo en Asistencia al viajero sólo había sido una de las actividades extralaborales de Tambor…, y por cierto, no estaba precisamente hundido en la miseria. Según el periódico, su familia, de la que Tambor era el hijo menor, tenía bastante pasta. EL hecho de que el tío trabajara en una terminal de autobuses a las tres de la mañana, enviando a esposas descarriadas a las putas de Hijas y Hermanas, no hacía más que demostrar que, o bien le faltaban unos cuantos tornillos, o bien era de la acera de enfrente. En cualquier caso, era el típico buenazo gilipollas que iba de aquí para allá, demasiado ocupado intentando salvar el mundo como para cambiarse de calzoncillos. Asistencia al viajero, Ejército de salvación, teléfonos de ayuda, ayuda a Bosnia, ayuda a Rusia (cabría esperar que un judío como Tambor tuviera el sentido común suficiente para pasar de Rusia al menos, pero no), y dos o tres «causas femeninas». El periódico no especificaba estas últimas, pero Norman ya conocía una de ellas, Hijas y Hermanas, conocida también por el nombre de Lesbianas en el País de las Maravillas. El sábado se celebraría una misa por el alma de Tambor, aunque el periódico la llamaba «círculo de conmemoración». Por el amor de Dios.
También sabía que la muerte de Slowik podía guardar relación con cualquiera de las causas para las que trabajaba el hombre… o con ninguna de ellas. La policía investigaría también su vida personal, siempre y cuando un desgraciado como Tambor tuviera vida personal, y tampoco descartarían la posibilidad de que pudiera tratarse del aún más popular «asesinato sin móvil», cometido por algún psicópata que pasaba por allí. Un tipo en busca de un tentempié, por así decirlo.
Sin embargo, ninguna de aquellas cosas importaría demasiado a las putas de Hijas y Hermanas. Norman estaba convencido de ello al ciento por ciento. Había acumulado una experiencia considerable con hogares intermedios y centros de acogida para mujeres en su trabajo, una experiencia creciente a medida que pasaban los años y la gente que Norman consideraba soplapollas posmodernos empezaba a ejercer influencia sobre el modo en que los demás pensaban y se comportaban. Según los soplapollas posmodernos, todo el mundo procedía de una familia disfuncional, todo el mundo sublimaba al niño que llevaba dentro, y todo el mundo debía tener mucho cuidado con la gente mala y repugnante que acechaba ahí fuera y tenía el valor suficiente para andar por la vida sin gimotear, lloriquear ni correr cada noche a alguna terapia psicológica de grupo. Los soplapollas posmodernos eran unos cabronazos, pero algunos de ellos, y las mujeres de lugares como Hijas y Hermanas eran el ejemplo perfecto, podían ser cabronazos muy cautelosos. ¿Cautelosos? Mierda, si conferían un significado completamente nuevo al término «mentalidad de búnker».
Norman había pasado casi todo el día anterior en la biblioteca, donde encontró cosas muy interesantes acerca de Hijas y Hermanas. Lo más gracioso era que la mujer que dirigía el lugar, Anna Stevenson, había sido la señora Tambor hasta 1973, año en que por lo visto se había divorciado de él y recuperado su nombre de soltera. Parecería una simple coincidencia si uno no conocía los ritos de apareamiento de los soplapollas posmodernos. Siempre andaban en parejas, pero casi nunca eran capaces de ir a la par, ni mucho menos. Uno siempre quería blanco, mientras que el otro decía blanco. Eran incapaces de comprender la pura verdad, que los matrimonios políticamente correctos no funcionaban.
La ex mujer de Tambor dirigía el lugar según los baremos de la mayoría de los centros de acogida para mujeres maltratadas, cuya máxima era «sólo las mujeres saben, sólo las mujeres hablan». En un artículo de un suplemento dominical, publicado hacía poco más de un año, la Stevenson (a Norman le asombró comprobar cuánto se parecía a esa puta de Maud de la vieja serie de televisión) desechaba la idea por considerarla «no sólo sexista, sino también estúpida». En aquel contexto se citaba también a una mujer llamada Gert Kinshaw. «Los hombres no son nuestros enemigos a menos que demuestren serlo —decía—. Pero si pegan, nosotras se la devolvemos». Había una foto de ella, una zorra negra y gorda que a Norman le recordó vagamente al jugador de fútbol de Chicago William Nevera Perry.
—Si intentas pegarme, cariño, te usaré de trampolín —murmuró.
Pero todos aquellos detalles, por interesantes que resultaran, eran secundarios. Con toda probabilidad, había hombres en aquella ciudad que sabían dónde se encontraba el lugar y tenían permiso para enviar a mujeres, y era posible que lo dirigiera un solo soplapollas posmoderno en lugar de un comité entero, pero Norman estaba seguro de que en un aspecto, Hijas y Hermanas sería igual que sus contrapartidas más tradicionales: la muerte de Peter Slowik las habría puesto en alerta roja. No supondrían lo que supondría la policía; a menos y hasta que se demostrara lo contrario, supondrían que el asesinato de Slowik guardaba relación con ellas…, en concreto con una de las personas a las que Slowik había enviado al centro durante los últimos seis u ocho meses de su vida. Cabía la posibilidad de que el nombre de Rosie ya hubiera sonado en aquel contexto.
Entonces, ¿por qué lo hiciste?, se preguntó. Por el amor de Dios, ¿por qué lo hiciste? Había otras formas de llegar hasta aquí, y los conoces. Eres policía, por Dios, ¡cómo no vas a conocerlas! Así que, ¿por qué perdiste los estribos? Seguro que esa foca del artículo de periódico, Gertie la Sucia Cómo se llame, está al lado de la ventana del salón de ese puto sitio, usando prismáticos para detectar cualquier polla bamboleante que se acerque. Eso si no se ha muerto de una embolia por culpa de las chocolatinas, claro. Así que, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué?
La respuesta estaba al alcance de la mano, pero Norman se alejó de ella antes de que tuviera oportunidad de asomar a su mente consciente; se alejó porque las implicaciones eran demasiado siniestras. Se había cargado a Tambor por la misma razón que le había llevado a estrangular a la puta pelirroja de los pantalones ceñidos de color cervato, porque algo había salido arrastrándose de lo más profundo de su mente y lo había obligado a hacerlo. Aquel impulso aparecía cada vez con más frecuencia, y se negaba a pensar en ello. Era mejor no pensar en ello. Más seguro.
Entretanto, ahí estaba. A escasa distancia del Palacio del Coño.
Norman cruzó a la acera de los números pares de Durham Avenue sin prisas, sabiendo que cualquier observador se sentiría menos amenazado por un tipo que caminara por la otra acera. La observadora a la que tenía en mente era la foca negra cuya fotografía había visto en el periódico, un armario gigantesco con unos prismáticos de alta resolución en una mano y un enorme cucurucho de helado derritiéndose en la otra. Aflojó el paso un poco más, pero no mucho… Alerta roja, se recordó. Estarán en alerta roja.
Era una gran casa blanca de madera, no de estilo puramente victoriano, sino una de esas casonas de principios de siglo que consisten en tres plantas de fealdad. De frente parecía estrecha, pero Norman había crecido en una casa bastante parecida y apostaba lo que fuera a que llegaba hasta la siguiente manzana.
Y con una puta aquí y otra puta allá, pensó Norman procurando no variar el paso tranquilo y no examinar la casa de una sola tirada, sino a pequeños vistazos. Una puta aquí y otra puta allá, putas putas en todas partes.
Sí, señor. Putas putas en todas partes.
Sintió que aquella rabia tan conocida empezaba a palpitarle de nuevo en las sienes, y con ella apareció una imagen también conocida, la imagen que representaba todas las cosas que no podía expresar: la tarjeta del cajero automático. La tarjeta verde que Rose se había atrevido a robar. La imagen de aquella tarjeta siempre estaba cerca de él y simbolizaba todos los terrores y compulsiones de su vida, las fuerzas contra las que luchaba, los rostros (el de su madre, por ejemplo, blanco, pastoso y en cierto modo malvado) que a veces se filtraban en su mente mientras yacía en la cama por la noche e intentaba conciliar el sueño, las voces que oía en sueños. La de su padre, por ejemplo. «Ven aquí, Norman, tengo algo que decirte, y quiero decírtelo de cerca». A veces, aquellas palabras significaban un golpe. Otras, si había suerte y estaba borracho, significaba una mano deslizándose en su entrepierna.
Pero todo aquello no importaba ya; sólo importaba la casa de la acera de enfrente. No tendría ocasión de echarle otro vistazo como aquél, y si desperdiciaba aquellos segundos preciosos pensando en el pasado, el gilipollas sería él.
Estaba justo delante de la casa. Bonito jardín, estrecho pero profundo. Bonitos parterres de flores, salpicados de capullos primaverales, flanqueaban el porche. En el centro de cada parterre se veían postes de metal cubiertos de hiedra. Sin embargo, habían apartado la hiedra de los cilindros de plástico negro que coronaban los postes, y Norman sabía por qué; había cámaras de televisión ocultas en aquellos cilindros oscuros, cámaras que proporcionaban imágenes superpuestas de la calle. Si alguien estaba vigilando los monitores en aquel momento, vería un hombrecillo en blanco y negro, tocado con una gorra de béisbol y gafas de sol, avanzando de pantalla en pantalla, caminando algo encorvado y con las rodillas un poco dobladas para que el observador casual no advirtiera que medía un metro ochenta y cinco.
Había otra cámara instalada sobre la puerta principal, que sin duda carecería de cerradura; era demasiado fácil hacer copias de llaves o forzar una cerradura con un buen juego de horquillas. No, lo más probable era que hubiera una ranura para tarjetas de apertura, una consola con un código numérico o ambas cosas. Y más cámaras en el jardín trasero, por supuesto.
Mientras pasaba por delante de la casa, Norman se arriesgó a volver la cabeza por última vez para ver el jardín lateral. Había un huerto en el que dos putas con pantalones cortos clavaban palos largos en la tierra para sujetar las tomateras, suponía Norman. Una de ellas parecía mexicana. Piel olivácea y cabello oscuro y largo peinado en cola de caballo. Un cuerpazo de la hostia, alrededor de veinticinco años. La otra era más joven, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte, una de esas desgraciadas medio punk y medio grunge con el pelo teñido de dos colores. Sobre la oreja se veía un vendaje. Llevaba una camiseta psicodélica sin mangas, y Norman distinguió un tatuaje en su bíceps izquierdo. Norman no tenía la vista lo bastante aguda para descubrir de qué se trataba, pero llevaba mucho tiempo trabajando como policía y sabía que probablemente sería el nombre de un grupo de rock o un dibujo espantoso de una planta de marihuana.
De repente, Norman se vio cruzando la calle a toda prisa sin hacer caso de las cámaras; se vio agarrando a la Señorita Chocho Caliente del pelo de estrella de rock; se vio deslizando una de sus grandes manos alrededor de aquel cuello diminuto y levantándolo hasta que la mandíbula lo detuviera. «Rose Daniels —diría a la otra, la mexicana de pelo oscuro y cuerpazo de mil pares de cojones—. Que salga ahora mismo o le rompo el cuello a esta desgraciada como si fuera un hueso de pollo».
Sería fantástico, pero estaba casi convencido de que Rosie ya no estaba allí. La investigación que había efectuado en la biblioteca le había revelado que casi tres mil mujeres se habían beneficiado de los servicios que Hijas y Hermanas prestaban desde que Leo y Jessica Stevenson fundaran el centro en 1974, y la estancia media era de cuatro semanas. Las enviaban al mundo exterior al cabo de poco tiempo, a esas putas que parían y esparcían enfermedades, a esas mosquitas bonitas. Probablemente les daban vibradores en lugar de diplomas cuando se licenciaban.
No, a buen seguro, Rose se había marchado, estaría trabajando de empleada doméstica en algún lugar que sus amigas, tortilleras le habrían buscado y por la noche volvería a una habitación cutre que también le habrían proporcionado sus colegas. Sin embargo, las zorras de la acera de enfrente sabrían dónde vivía; la Stevenson tendría su dirección en los archivos, y lo más probable era que las tías del huerto ya hubieran estado en su madriguera asquerosa para tomar el té y galletas de campamento. Las que no hubieran estado lo sabrían todo acerca del piso de boca de las que sí habían estado, porque así eran las mujeres. Para que mantuvieran el pico cerrado había que matarlas.
La más joven de las dos mujeres, la que llevaba el pelo al estilo de una estrella del rock, le dio un susto de muerte al incorporarse, verlo… y saludarlo con la mano. Por un terrible instante, Norman estuvo seguro de que se estaba riendo de él, de que todas se estaban riendo de él, de que estaban alineadas tras las ventanas del Castillo de las Tortilleras, riéndose de él, del inspector Norman Daniels, que había detenido a media docena de barones de la cocaína pero no era capaz de evitar que su mujer le robara la puta tarjeta del cajero.
Sus manos se cerraron en dos enormes puños.
¡Contrólate!, gritó la versión Norman Daniels de la señora Práctica-Sensata. ¡Probablemente saluda a todo el mundo! ¡Probablemente saluda a los perros callejeros! ¡Eso es lo que hacen las zorras como ella!
Sí. Sí, por supuesto. Norman abrió las manos, levantó una de ellas y surcó el aire en un breve saludo. Incluso logró esbozar una sonrisa que reavivó el dolor que le atenazaba los músculos, los tendones e incluso los huesos de la parte posterior de la boca. Y entonces, cuando la Señorita Chocho Caliente se concentró de nuevo en la horticultura, la sonrisa se desvaneció, y Norman siguió caminando con el corazón desbocado.
Intentó volver a centrarse en el problema al que se enfrentaba ahora: ¿cómo lograría aislar a una de aquellas zorras, a ser posible la Zorra Jefa, a fin de no correr el riesgo de toparse con alguna que no supiera lo que necesitaba averiguar, y hacerla hablar? Pero toda su capacidad de abordar aquel problema deforma racional parecía haberse esfumado, al menos de momento.
Se llevó las manos a los lados del rostro y se masajeó la mandíbula. Ya se había hecho daño de aquella forma con anterioridad, pero nunca tanto… ¿Qué le había hecho a Tambor? El periódico no daba detalles, pero el dolor de mandíbulas (y de dientes, también de dientes) indicaba que se había puesto las botas.
Si me pillan voy listo, se dijo. Tendrán fotografías de las marcas que le dejé. Tendrán muestras de mi saliva y…, bueno…, de cualquier otro fluido que dejara allí. Hoy en día hacen montones de pruebas exóticas, lo comprueban todo, y ni siquiera sé si soy secretorio.
Sí, es cierto, pero no iban a pillarle. Estaba registrado en el Whitestone como Alvin Dodd, de New Haven, y si le obligaban podía mostrar un carné de conducir (de los que llevan la foto) que respaldaría su declaración. Si la poli llamaba a la poli de su ciudad, les dirían que Norman Daniels se hallaba a mil quinientos kilómetros del Medio Oeste, acampando en el Parque Nacional Sión, de Utah, tomándose unas vacaciones bien merecidas. Tal vez incluso dirían a los otros policías que no fueran idiotas, que Norman Daniels era un chico de oro y buena fe. Sin duda no saldría a relucir la historia de Wendy Yarrow…, ¿verdad?
No, probablemente no. Pero tarde o temprano…
La cuestión era que no le importaba el tarde, sino tan sólo el temprano. Encontrar a Rose y sostener una conversación muy seria con ella. Hacerle un regalo. Su tarjeta del cajero, de hecho. Y nunca más volvería a aparecer en un contenedor de basura ni en la cartera de ningún maricón grasiento. También se aseguraría de que Rose no la perdiera ni la tirara nunca más. La pondría en un lugar seguro. Y si podía ver en la oscuridad más allá de la… inserción de aquel último regalo…, bueno, pues eso sería una bendición.
Ahora que volvía a pensar en la tarjeta del cajero, no pudo desterrarla de su mente, como solía ocurrirle últimamente, tanto dormido como despierto. Era como si aquel trozo de plástico se hubiera convertido en un extraño río verde (el río Mercantil en lugar del Mississippi) y como si sus pensamientos fueran un torrente que fluyera hacia ese río. Todos sus pensamientos fluían pendiente abajo y acababan por perder su identidad al fundirse con la corriente verde de su obsesión.
Aquella pregunta inmensa, aquella pregunta que carecía de respuesta reapareció una vez más. ¿Cómo se había atrevido? ¿Cómo narices se había atrevido a robarla? Suponía que podía comprender por qué se había ido, por qué había querido escapar de él, aunque no podía perdonarlo y sabía que Rose tendría que morir por engañarlo de aquel modo, por ocultar la traición en su apestoso corazón de mujer con tanta habilidad. Pero que le robara la tarjeta del cajero, que se llevara lo que le pertenecía a él, como el niño que trepaba a la alubia para robarle la gallina de los huevos de oro al gigante dormido…
Sin darse cuenta de lo que hacía, Norman se metió el primer dedo de la mano izquierda en la boca y empezó a morderlo. Hubo dolor, mucho dolor, pero esta vez no lo sintió; estaba absorto en sus Pensamientos. En los primeros dedos de ambas manos tenía gruesos callos porque se mordía cuando estaba nervioso, un hábito muy, muy antiguo que se remontaba a los días de su niñez. Al principio, el callo resistió, pero a medida que pensaba más y más en la tarjeta del cajero, que su color verde se oscurecía en su mente hasta convertirse en el matiz casi negro de los abetos al anochecer (un color bien distinto del tono lima de la tarjeta), cedió, y la sangre empezó a correrle por la mano y los labios. Sepultó los dientes en el dedo, regocijándose en el dolor, machacando la carne, saboreando la sangre tan salada y espesa, como el sabor de la sangre de Tambor cuando le había atravesado el cordón de la base del…
—¡Mamá! ¿Por qué se está haciendo ese hombre eso en el dedo?
—No importa. Vamos.
Aquellas palabras lo despertaron de la ensoñación. Miró por encima del hombro con aire perezoso, como alguien que despertara de una siesta breve pero profunda, y vio a una mujer joven y un niño de unos tres años alejándose de él. La mujer tiraba del pequeño con tanta insistencia que éste casi corría, y cuando se volvió para mirarlo, Norman vio que estaba aterrorizada.
¿Qué era lo que había estado haciendo exactamente?
Se miró el dedo y vio profundas marcas ensangrentadas a ambos lados de él. Algún día se lo arrancaría y se lo tragaría. Aunque no sería la primera vez que arrancara algo. Y se lo tragara.
Sin embargo, aquella calle era mal sitio para perder el control. Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero y se envolvió el dedo ensangrentado. Luego alzó la cabeza y miró en derredor. Le sorprendió que estara a punto de caer la noche; en algunas casas había luces encendidas. ¿Cuánto había caminado? ¿Dónde estaba?
Entornó los ojos para leer el rótulo del siguiente cruce. Dearborn Avenue. A su derecha vio un colmado con un aparcamiento para bicicletas delante y un rótulo que anunciaba PANECILLOS RECIÉN SALIDOS DEL HORNO en el escaparate. El estómago de Norman protestó. Se dio cuenta de que tenía hambre por primera vez desde que se apeara del autobús de Continental Express y tomara un bol de cereales fríos en la cafetería de la terminal, unos cereales que se había comido porque era lo que Rose habría comido.
De repente le apetecía comer unos cuantos panecillos, era lo único en el mundo que quería…, pero no sólo panecillos. Quería panecillos recién salidos del horno, como los que hacía su madre. Era una vaca fofa que nunca paraba de gritar, pero desde luego era una gran cocinera. De eso no cabía ninguna duda. Y además siempre había sido su mejor cliente.
Espero que sean recién salidos del horno, pensó Norman mientras subía la escalinata. En el interior vio a un anciano ocupado detrás del mostrador. Espero que sean recién salidos del horno, porque si no, que Dios te ayude, amigo.
Estaba apunto de asir el picaporte cuando uno de los carteles del escaparate le llamó la atención. Era de color amarillo brillante, y aunque no podía saber que Rosie había colocado ese cartel personalmente, sintió que algo se removía en su interior aun antes de leer las palabras Hijas y Hermanas.
Se inclinó hacia delante para leerlo con ojos pequeños y escrutadores mientras el corazón empezaba a latirle con violencia.
SAL Y JUEGA CON NOSOTRAS
EN EL HERMOSO ETTINGER’S PIER
CELEBRAMOS
LOS CIELOS DESPEJADOS Y LOS DÍAS CÁLIDOS CON
EL 9° PICNIC Y CONCIERTO ANUAL DE
HIJAS Y HERMANAS
SÁBADO, 4 DE JUNIO
TENDERETES – TALLERES – JUEGOS DE AZAR –
JUEGOS DE HABILIDAD – PINCHADISCOS RAP PARA LOS JÓVENES
¡¡¡Y!!!
LAS INDIGO GIRLS EN CONCIERTO A LAS 20 HORAS
¡PADRES SOLTEROS, HABRÁ SERVICIO DE GUARDERÍA!
¡VENID TODOS!
TODOS LOS INGRESOS IRÁN A
BENEFICIO
DE HIJAS Y HERMANAS
QUE OS RECUERDAN QUE
LA VIOLENCIA CONTRA UNA MUJER
ES UN CRIMEN CONTRA TODAS LAS
MUJERES
El sábado día 4. Este sábado. ¿Y estaría ella allí, su pequeña Rose errante? Por supuesto que sí, ella y todas sus nuevas amigas tortilleras. Todos esos chochos juntos.
Norman resiguió con el dedo mordido la sexta línea empezando por el final del cartel. La sangre empezaba a empapar el pañuelo que lo envolvía.
Venid todos.
Eso era lo que decía, y Norman pensó que quizás aceptaría la invitación.