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Rosie no necesitó la llave para abrir el portal del 897 de Trenton Street, pues permanecía abierto hasta alrededor de las ocho entre semana, pero sí necesitó la pequeña para abrir el buzón (con las palabras R. McClendon pegadas en la parte delantera, afirmando con osadía que ella pertenecía a aquel lugar, sí, señor), que estaba vacío a excepción de un folleto publicitario de los almacenes Wall Mart. Mientras subía la escalera buscó otra llave, la de la puerta de su habitación, la única copia aparte de la del supervisor del edificio. Al igual que el buzón, era suya. Le dolían los pies, pues había recorrido a pie los cinco kilómetros que separaban el centro de su casa, demasiado inquieta y feliz para tomar el autobús, deseosa de tener más tiempo del que el trayecto en autobús podía ofrecerle para pensar y soñar. Tenía hambre a pesar de las dos pastas que se había comido en La Cafetera Caliente, pero el gruñido grave de su estómago no hacía más que acentuar la felicidad que sentía. ¿Había estado tan contenta alguna vez en su vida? Creía que no. El gozo se había esparcido desde su mente por la totalidad de su cuerpo, y aunque le dolían los pies se sentía liviana. Y los riñones no le dolían nada a pesar del largo paseo.

Mientras entraba en su habitación y se acordaba de cerrar con llave, Rosie se echó a reír otra vez. Pam y sus «álguienes interesantes». Se había visto obligada a confesar un par de cosas, pues al fin y al cabo proyectaba llevar a Bill al concierto de las Indigo Girls el sábado por la noche y entonces lo conocerían las mujeres de H y H, pero cuando afirmó que no se había teñido el cabello ni se lo había trenzado sólo en beneficio de Bill (lo cual a ella le parecía cierto), lo único que obtuvo de Pam fue un resoplido burlón y un guiño. Irritante…, pero bastante mono, la verdad.

Abrió la ventana para dejar entrar la suave brisa primaveral y los sonidos del parque, y a continuación se dirigió hacia la pequeña mesa de la cocina, donde yacía un libro de bolsillo junto a las flores que Bill le había llevado el lunes por la noche. Las flores se estaban marchitando, pero no creía tener corazón para tirarlas. Al menos no hasta después del sábado. La noche anterior había soñado con él, había soñado que iba montada tras él en la moto. Bill conducía cada vez más deprisa, y de repente se le había ocurrido una palabra terrible y maravillosa. Una palabra mágica. No recordaba exactamente cuál era, pero se trataba de algo absurdo, aunque en el sueño se le había antojado una palabra hermosa… y poderosa. No la pronuncies a menos que realmente vaya en serio, recordaba haber pensado mientras cruzaban los campos a toda velocidad por una carretera flanqueada de colinas a la izquierda y el centelleante lago azul y los rayos dorados del sol que se filtraban por entre los abetos a su derecha. Ante ellos se alzaba una colina cubierta de maleza, y Rosie sabía que en el extremo más alejado de ella había un templo en ruinas. No la pronuncies a menos que pretendas implicarte en cuerpo y alma.

Había pronunciado la palabra; brotó de sus labios como una descarga eléctrica. Las ruedas de la Harley de Bill se habían separado del pavimento (por un breve instante vio la de delante, que aún giraba, pero a unos quince centímetros del suelo), y había visto la sombra que ambos proyectaban no a un lado, sino debajo de ellos. Bill había girado el manillar, y de repente se elevaron hacia el cielo azul, emergiendo de la carretera protegida por los árboles como un submarino que saliera a la superficie del océano, y entonces había despertado en su cama, con las sábanas apelotonadas a su alrededor, temblando y a un tiempo jadeando por una suerte de calor profundo que parecía oculto en lo más profundo de su ser, invisible pero poderoso, como el sol en pleno eclipse.

No creía que pudieran volar de aquel modo por muchas palabras mágicas que pronunciara, pero creía que conservaría las flores durante un tiempo más. Tal vez podría prensar algunas entre las páginas de aquel libro.

Había comprado el libro en Los sueños de Elaine, el establecimiento en que le habían arreglado el pelo. Se titulaba Sencillo pero elegante: diez peinados para hacer en casa.

—Son buenos —le había asegurado Elaine—. Por supuesto, siempre debería dejarse arreglar el cabello por un profesional, al menos en mi opinión, pero si no puede permitirse ir a la peluquería una vez por semana, ya sea por motivos económicos o de tiempo, y la idea de llamar a un 900 y encargar peinados por correo le da ganas de suicidarse, entonces esto es un buen término medio. Pero, por el amor de Dios, prométame que si un hombre la invita al baile de un club de campo en Westwood vendrá a verme antes.

Rosie se sentó y abrió el libro por el Peinado n.° 3, la Trenza Clásica…, que, como explicaba el primer párrafo de las instrucciones, recibía también el nombre de Trenza Francesa Clásica. Hojeó las fotografías en blanco y negro que mostraban a una mujer dividiéndose y trenzándose el pelo, y al llegar al final siguió todos los pasos a la inversa, es decir, deshaciendo la trenza. Deshacerla por la noche le había resultado mucho más fácil que hacérsela por la mañana. Había tardado tres cuartos de hora para lograr que tuviera más o menos el mismo aspecto que al salir de Los sueños de Elaine la noche anterior. Sin embargo, había merecido la pena. El chillido espontáneo de asombro que había proferido Pam en La Cafetera Caliente merecía eso y más.

Una vez terminada la tarea, sus pensamientos se desviaron hacia Bill Steiner, aunque lo cierto era que en ningún momento se habían alejado mucho de él, y se preguntó si le gustaría la trenza que llevaba. Si le gustaría teñida de rubia. O si tal vez no advertiría ninguno de esos cambios. Se preguntó si se entristecería si Bill no los advertía, y de repente suspiró y arrugó la nariz. Claro que se entristecería. Por otro lado, ¿y si no sólo los advertía sino que reaccionaba como Pam (salvo el chillido, por supuesto)? A lo mejor la levantaba en brazos, como sucedía en las novelas de amor…

Estaba alargando el brazo hacia el bolso en busca del peine y dejándose llevar por una fantasía inofensiva acerca del sábado por la mañana, de Bill atándole la punta de la trenza con un lazo de terciopelo (podía dejar sin explicación el hecho de que Bill llevara encima un lazo de terciopelo, eso era lo agradable de las ensoñaciones), cuando de repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por un leve sonido procedente del otro extremo de la habitación.

Cric. Cric cric.

Un grillo. El sonido no procedía del otro lado de la ventana abierta, es decir, del parque Bryant, sino que era mucho más cercano.

Recorrió con la mirada el zócalo y vio saltar algo. Se levantó, abrió la alacena que había a la izquierda del fregadero y sacó el recipiente de vidrio de la batidora. Cruzó la estancia tras detenerse a recoger el folleto de publicidad de Wall Mart que había dejado sobre la silla del cuarto de estar. A continuación se arrodilló junto al insecto, que casi había llegado hasta el rincón desprovisto de elementos de decoración, donde suponía que pondría el televisor si llegaba a comprarse uno antes de mudarse. Después de lo que había pasado, mudarse a un piso más grande muy pronto ya no le parecía tan sólo un sueño.

Era un grillo, en efecto. No sabía cómo habría llegado hasta el primer piso, pero sin lugar a dudas era un grillo. Y de repente se le ocurrió la respuesta, así como la razón por la que lo había oído hacía un par de noches justo antes de dormirse. El grillo debía de haber subido con Bill, probablemente en el dobladillo de sus pantalones. Un regalito adicional para acompañar las flores.

No oíste sólo un grillo, espetó de repente la señora Práctica-Sensata. Llevaba mucho tiempo sin oír aquella voz; sonaba un poco ronca y oxidada. Oíste un campo lleno de grillos. O un parque lleno de grillos.

Tonterías, se dijo Rosie con toda tranquilidad al tiempo que colocaba el recipiente sobre el insecto y deslizaba el folleto bajo el borde, rozando el insecto hasta que éste saltó y le permitió deslizar el papel por toda la boca invertida del recipiente. Mi mente convirtió un grillo en toda una olla, nada más. Recuerda que estaba a punto de dormirme. Lo más probable es que ya estuviera soñando.

Levantó el recipiente y le dio la vuelta, sosteniendo el folleto sobre la parte superior para que el grillo no pudiera escaparse antes de que Rosie estuviera lista. El insecto saltaba con energía, y su caparazón rebotaba contra la fotografía de la nueva novela de John Grisham, que podía adquirirse en Wall Mart por dieciséis dólares más impuestos. Tarareando When You Wish Upon a Star, Rosie llevó el grillo hasta la ventana abierta, retiró el folleto y sostuvo el recipiente en el aire. Los insectos podían caer desde lugares mucho más altos e irse caminando (bueno, saltando mejor dicho) sin hacerse daño. Estaba segura de haberlo leído en alguna parte, o tal vez lo había visto en algún documental de la tele.

—Vamos, pequeño —dijo—. Sé buen chico y salta. ¿Ves ese parque? Pues está lleno de hierba alta, mucho rocío para beber y un montón de grillos femeni…

Se detuvo en seco. El insecto no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, porque Bill llevaba vaqueros el lunes por la noche, el día en que la había invitado a cenar. Rebuscó en su memoria para asegurarse y lo único que encontró fue la misma información, clara e irrevocable: camisa Oxford y Levi’s sin dobladillo. Recordaba que aquella ropa la había tranquilizado, pues demostraba que Bill no intentaría llevarla a algún sitio elegante donde todo el mundo se la quedaría mirando.

Vaqueros sin dobladillo.

¿De dónde había salido el grillo?

¿Qué importaba? Si el grillo no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, lo más probable era que hubiera subido en el de otra persona antes de ponerse nervioso y salir en el rellano del primer piso, eh, gracias por llevarme, amigo. Y luego se había colado por debajo de su puerta, ¿y qué? Se le ocurrían visitantes mucho menos agradables que un grillo.

Como si quisiera demostrar que estaba de acuerdo, el grillo dio un salto y se precipitó al vacío.

—Que te vaya bien —se despidió Rosie—. Vuelve cuando quieras, de verdad.

Cuando se volvió hacia la habitación con el folleto en la mano, una leve ráfaga de viento le arrebató la circular de Wall Mart, que cayó flotando perezosamente hacia el suelo. Se agachó para recogerla, y se quedó paralizada con los dedos a escasos centímetros del papel. Otros dos grillos, ambos muertos, yacían apoyados contra el zócalo, uno de lado y el otro de espaldas, con las patitas extendidas hacia arriba.

Podía entender y aceptar la presencia de un grillo, pero ¿tres? ¿En una habitación del primer piso? ¿Cómo explicarlo?

En aquel instante, Rosie vio otra cosa, algo que yacía en la grieta entre dos tablones cerca de los dos grillos muertos. Se arrodilló, lo pescó de la grieta y lo sostuvo en alto.

Era un clavel. Un clavel pequeño de color rosa.

Bajó la vista hacia la grieta de la que había sacado la flor; la desvió hacia los dos grillos muertos, y luego la dirigió lentamente hacia la pared de color crema… hacia el cuadro colgado junto a la ventana. Hacia Rose Madder (un nombre como cualquier otro), de pie en la colina, con el poni recién descubierto pastando hierba detrás de ella.

Consciente de los latidos de su corazón, un martilleo amortiguado que le retumbaba en los oídos, Rosie se inclinó hacia el cuadro, hacia el hocico del poni, observando cómo la imagen se disolvía en capas de pintura antigua, empezando a distinguir las pinceladas. Debajo del hocico se veían las briznas de hierba verde hoja y verde oliva, que parecían pintadas en trazos rápidos y superpuestos. Y entre las briznas se apreciaban numerosas motitas rosadas. Claveles.

Rosie examinó la flor diminuta de color rosa que sostenía en la mano y por fin la acercó al cuadro. El color era idéntico. De repente, sin pensárselo, se llevó la mano a los labios y sopló la florecilla hacia el cuadro. Esperaba a medias (no, más que eso, en realidad; por un instante estuvo totalmente convencida) que la bolita rosada flotaría a través de la superficie de la pintura y se adentraría en aquel mundo que algún artista desconocido había creado sesenta, ochenta o tal vez incluso cien años antes.

Por supuesto, no sucedió nada parecido. La flor rosada chocó contra el vidrio que protegía la pintura (es raro que un óleo esté protegido por un vidrio, había dicho Robbie el día en que Rosie lo conoció), rebotó y cayó al suelo como una bolita diminuta de papel de seda. Tal vez el cuadro era mágico, pero a todas luces, el vidrio que lo cubría no lo era.

Entonces, ¿cómo han salido los grillos? Crees que eso es lo que ha pasado, ¿verdad? ¿Que los grillos y el clavel han salido del cuadro de algún modo?

Que Dios la ayudara, pero eso era lo que creía. Tenía la sensación de que, cuando saliera de aquella habitación y estuviera con otras personas, aquella idea se le antojaría ridícula o desaparecería por completo, pero de momento eso era lo que creía: los grillos habían surgido dando saltos de la hierba que crecía a los pies de la mujer rubia de la túnica roja violácea. De algún modo habían salido del mundo de Rose Madder y se habían introducido en el de Rosie McClendon.

¿Cómo? ¿Crees que han atravesado el vidrio o qué?

No, por supuesto que no. Eso era una tontería, pero…

Extendió las manos, que le temblaban ligeramente, y separó el cuadro del gancho de la pared. Lo llevó a la cocinita, lo dejó sobre el mostrador y le dio la vuelta. Las palabras escritas con carboncillo aparecían más borrosas que nunca; si no lo hubiera leído con anterioridad no habría sabido a ciencia cierta que allí decía ROSE MADDER.

Vacilante, asustada ahora, aunque tal vez lo había estado todo el rato, pero sin darse cuenta antes, tocó el dorso. La cartulina crujió al contacto de sus dedos. Crujió demasiado. Y cuando le dio un golpecito un poco más abajo, donde la cartulina marrón se perdía dentro del marco, sintió algo…, unas cosas…

Tragó saliva; tenía la garganta tan seca que le dolía. Abrió uno de los cajones del mostrador con una mano que le parecía pertenecer a otra persona, sacó un cuchillo de pelar patatas y acercó la hoja lentamente al dorso del cuadro.

¡No lo hagas!, chilló la señora Práctica-Sensata. ¡No lo hagas, Rosie, no sabes lo que puede salir de ahí!

Por un instante, apuntó con la punta del cuchillo a la cartulina marrón y luego dejó el utensilio a un lado. Levantó el cuadro y examinó la parte inferior del marco, registrando en algún lugar muy apartado de su mente que las manos le temblaban como hojas. Lo que vio a lo largo de la madera, una grieta de casi un centímetro de grosor en su punto más ancho, no la sorprendió. Volvió a dejar el cuadro sobre el mostrador, sosteniéndolo en pie con la mano derecha mientras extendía la izquierda, la mano buena, para perforar el dorso con el cuchillo.

No lo hagas, Rosie, repitió la señora Práctica-Sensata sin gritar, sino en un gemido ahogado. Por favor, no lo hagas, por favor, déjalo correr. Sin embargo, era un consejo ridículo si una se paraba a pensarlo; si lo hubiera seguido la primera vez que la señora Práctica Sensata se lo había dado, seguiría viviendo con Norman. O muriendo con él.

Rasgó el dorso en la parte en que había advertido aquellos bultos. Seis grillos cayeron sobre el mostrador, cuatro de ellos muertos, uno retorciéndose débilmente, y el sexto con fuerzas suficientes para saltar por el mostrador antes de caer en el fregadero. Los grillos iban acompañados de varios claveles más, unas cuantas briznas de hierba… y parte de una hoja amarronada y muerta. Rosie la cogió y la examinó con curiosidad. Era una hoja de roble, estaba casi segura de ello.

Con mucho cuidado (y haciendo caso omiso de la voz de la señora Práctica-Sensata), Rosie empleó de nuevo el cuchillo para rasgar todo el dorso. Cuando lo retiró, más tesoros rústicos cayeron sobre el mostrador. Hormigas, la mayoría de ellas muertas, pero algunas aún capaces de arrastrarse, el cadáver gordezuelo de una abeja, varios pétalos de margarita, de aquellas que se deshojan recitando me quiere, no me quiere, me quiere…, y varios pelos blancos y translúcidos. Rosie los sostuvo a la luz mientras asía el cuadro vuelto del revés con más fuerza y un escalofrío le recorría la espalda como unos pies enormes y helados. Si llevaba aquellos pelos al veterinario y le hacía examinarlos por el microscopio, sabía lo que le diría: que eran crines de caballo. O para ser más precisos, crines de un poni pequeño y lanudo. Un poni que estaba pastando en otro mundo.

Me estoy volviendo loca, pensó con calma, y la que hablaba no era la voz de la señora Práctica-Sensata; era su propia voz, la que hablaba desde el núcleo central e integrado de sus pensamientos y su ser. No era una voz histérica ni atolondrada, sino que hablaba con racionalidad, calma y un toque de extrañeza. Sospechaba que se trataba del mismo tono en que su voz reconocería la inevitabilidad de la muerte en los días o las semanas en que ya no pudiera negar su proximidad.

Pero no creía que estuviera volviéndose loca, no del modo en que se vería obligada a creer en la esencia definitiva de un cáncer que hubiera degenerado hasta más allá del punto de retorno, por ejemplo. Había rasgado el dorso del cuadro, y de él habían surgido briznas de hierba, pelos e insectos, algunos de ellos aún vivos. ¿Resultaba tan imposible de creer? Unos años antes había leído un artículo en el periódico acerca de una mujer que había encontrado una pequeña fortuna en certificados de acciones completamente válidos bajo el dorso de un viejo retrato de familia; en comparación con aquello, unos cuantos insectos parecían una insignificancia.

Pero ¿vivos, Rosie? ¿Y qué me dices de los claveles frescos y la hierba verde? La hoja estaba muerta, pero ya sabes lo que piensas acerca de eso…

Pensaba que había salido del cuadro ya muerta. Era verano en el cuadro, pero se encontraban hojas muertas en la hierba incluso en junio.

Por tanto, repito: me estoy volviendo loca.

Pero las cosas estaban ahí, esparcidas por el mostrador de la cocina, un amasijo de insectos y hierba.

Cosas.

No sueños ni alucinaciones, sino cosas de verdad.

Y había otra cosa, el asunto que no quería afrontar cara a cara. El cuadro le había hablado. No, no en voz alta, pero desde el momento en que lo había visto, el cuadro había hablado con ella. Llevaba su nombre escrito en el dorso, al menos una variante de su nombre, y el día anterior se había gastado mucho más dinero del que podía permitirse en un peinado idéntico al de la mujer del cuadro.

Con repentina decisión, insertó la hoja del cuchillo en la parte superior del marco e hizo palanca. Se habría detenido de inmediato si hubiera percibido una resistencia apreciable, ya que aquél era el único cuchillo de pelar patatas que tenía y no quería romper la hoja, pero los clavos que sujetaban el marco cedieron con facilidad. Tiró de la parte superior mientras con la mano libre sostenía el vidrio para que no cayera sobre el mostrador y se hiciera añicos, y tras arrancarla la dejó a un lado. Otro grillo muerto cayó sobre el mostrador. Al cabo de un instante sostenía el lienzo. Medía unos sesenta centímetros de anchura por cuarenta y cinco de altura una vez retirado el marco y el relleno. Con gran delicadeza, Rose deslizó los dedos a lo largo del óleo reseco por el tiempo, percibiendo varias capas de alturas levemente distintas, sintiendo incluso los trazos finos dejados por el pincel del artista. Era una sensación interesante, algo sobrecogedora, pero nada sobrenatural; su dedo no penetró en el lienzo para adentrarse en ese otro mundo.

El teléfono, que había comprado y conectado a la caja de la pared el día anterior, sonó por primera vez. El volumen del timbre estaba al máximo, y su chillido repentino y estridente hizo que Rosie diera un respingo y profiriera otro chillido de respuesta. Su mano se tensó, y el dedo estuvo a punto de perforar el lienzo.

Dejó el cuadro sobre la mesa de la cocina y corrió hacia el teléfono con la esperanza de que fuera Bill. Si era él tal vez lo invitaría a su casa para que echara un buen vistazo al cuadro. Y le mostraría los desechos varios que habían surgido de él. Las cosas.

—¿Diga?

—¿Rosie? —No era Bill. Era una mujer—. Soy Anna Stevenson.

—¡Ah, Anna! ¿Cómo estás?

—Pues no muy bien —repuso Anna—. Bastante mal, la verdad. Ha ocurrido algo muy desagradable, y tengo que contártelo. Es posible que no tenga nada que ver contigo… Espero de todo corazón que no…, pero podría ser.

Rosie se sentó, presa de un temor que no había sentido siquiera al percibir las formas de los insectos muertos bajo el dorso del cuadro.

—¿Qué, Anna? ¿Qué ha pasado?

Rosie escuchó la historia de Anna con creciente terror. Cuando terminó, Anna le preguntó si quería ir a Hijas y Hermanas, tal vez para pasar la noche.

—No lo sé —repuso Rosie con voz monótona—. Tengo que pensar. Yo… Anna, tengo que llamar a otra persona. Volveré a llamarte.

Colgó antes de que Anna pudiera contestar, llamó a información, pidió un número y lo marcó.

—Ciudad Libertad —dijo la voz de un hombre mayor.

—Sí, ¿podría hablar con el señor Steiner?

—Yo soy el señor Steiner —replicó la voz ligeramente ronca con aire divertido.

Rosie quedó perpleja un instante, pero entonces recordó que Bill llevaba la tienda con su padre.

—Bill —aclaró con la garganta dolorida—. Me refiero a Bill… ¿Está?

—Un momento, señorita. —Rosie oyó un crujido y el golpe del teléfono cuando el anciano lo dejó sobre el mostrador, y por fin—: ¡Billy! ¡Una señora al teléfono!

Rosie cerró los ojos. A lo lejos oyó al grillo en la pila. Cric cric.

Una pausa larga, insoportable. Una lágrima se le coló por entre las pestañas del ojo izquierdo y le rodó por la mejilla. La siguió otra lágrima en el ojo derecho, y de repente recordó un fragmento de una vieja canción country: «La carrera ha empezado, y ahí viene Orgullo por la recta…, seguido en la cara interior por Pena…». Se enjugó las lágrimas. Había derramado tantas lágrimas en su vida… Si los hindúes tenían razón acerca de la reencarnación, no le hacía ninguna gracia pensar en lo que había sido en su vida anterior.

Al otro lado de la línea cogieron el teléfono.

—¿Diga?

Una voz que ahora oía en sueños.

—Hola, Bill.

No era su voz normal, ni siquiera un susurro. Era más bien el vestigio de un susurro.

—No la oigo —dijo Bill—. ¿Le importaría hablar más alto, señora?

Rosie no quería hablar más alto; quería colgar. Pero no podía. Porque si Anna tenía razón, Bill también podía estar en peligro, en un grave peligro. Si es que cierta persona consideraba que estaba un poco demasiado cerca de ella. Carraspeó y volvió a intentarlo.

—Bill, soy Rosie.

—Rosie —exclamó él complacido—. Eh, ¿cómo estás?

El placer sincero y sencillo que delataba su voz no hizo más que empeorar las cosas; de repente tuvo la sensación de que alguien le estaba retorciendo un cuchillo en las entrañas.

—No puedo salir contigo el sábado —dijo Rosie a toda prisa; las lágrimas le rodaban por las mejillas, brotando de sus párpados como grasa caliente y desagradable—. No puedo salir contigo nunca más. Estaba loca al creer que podía.

—¡Pues claro que puedes salir conmigo! ¡Por el amor de Dios, Rosie! ¿De qué estás hablando?

El pánico que se traslucía en su voz, no enfado, como había esperado a medias, sino pánico, era terrible, pero en cierto modo, la extrañeza que detectó en él era peor. No podía soportarla.

—No me llames ni vengas a verme —le dijo.

De repente vio a Norman con espantosa claridad, de pie frente a su edificio, bajo la lluvia, con el cuello del abrigo subido y una farola iluminándole débilmente la parte inferior del rostro, ahí de pie como uno de los villanos crueles e infernales que salían en las novelas de «Richard Racine».

—Rosie, no entiendo…

—Lo sé, y es mejor así —lo atajó ella con voz temblorosa, a punto de quebrarse—. Manténte alejado de mí, Bill.

Colgó a toda prisa, se quedó mirando el teléfono por unos instantes y luego profirió un grito estridente, agonizante. Se apartó el teléfono del regazo con el dorso de la mano. El aparato salió despedido hasta agotar el cable y cayó al suelo; el zumbido de la línea abierta se parecía sorprendentemente al zumbido de los grillos que la habían acunado el lunes por la noche. De repente no pudo aguantar aquel sonido, sintió que si lo oía aunque sólo fuera otros treinta segundos le partiría los oídos en dos. Se levantó, se acercó a la pared, se agachó y arrancó la clavija de la caja. Cuando intentó incorporarse, las piernas se negaron a sostenerla. Se quedó sentada en el suelo, se cubrió el rostro con las manos y dejó que las lágrimas se apoderaran de ella. De hecho, no tenía elección.

Anna había repetido una y otra vez que no estaba segura, que Rosie tampoco podía estar segura, sospechara lo que sospechase. Pero Rosie estaba segura. Era Norman. Norman estaba allí, Norman había perdido la poca cordura que le quedaba, Norman había matado al ex marido de Anna, Peter Slowik, y Norman la estaba buscando.