Esta zorrita no está nada mal, pensó Norman. Pantalones rojos ajustados, culito bien puesto. Aflojó el paso para disfrutar de una mejor panorámica, pero en aquel momento, la mujer entró en un pequeño restaurante. Norman miró por los ventanales al pasar, pero no vio nada interesante, tan sólo un puñado de vejestorios comiendo cosas viscosas y tragando café y té, además de unos cuantos camareros que correteaban de un lado a otro con esos andares cursis y amariconados que tenían.
A las viejas les debe de encantar, se dijo Norman. Andar como maricones les debe de conseguir bastantes propinas. Por fuerza, ya que sino, ¿por qué iban a caminar esos hombres adultos como auténticos moñas? No todos podían ser maricones…, ¿verdad?
Su mirada breve e indiferente tropezó con una señora bastante más joven que las mujeres de pelo teñido y traje chaqueta sentadas a la mayoría de las mesas. Se estaba alejando del ventanal en dirección a un mostrador de cafetería que se hallaba en el otro extremo del salón de té (al menos así creía que se llamaban esos sitios). Le miró el culo, simplemente porque allí era donde dirigía la primera mirada cuando se trataba de una mujer de menos de cuarenta años, y consideró que no estaba mal pero que tampoco era nada del otro jueves.
Antes Rosie tenía el culo así, pensó. En los viejos tiempos, antes de que se descuidara por completo y se le pusiera como un pandero.
Asimismo, la mujer que veía a través del ventanal tenía un cabello precioso, mucho más bonito que el trasero, de hecho, pero aquel cabello no le recordó a Rosie. Rosie era lo que la madre de Norman siempre había llamado «morenica», y casi nunca se molestaba en arreglarse el pelo (dado su deslustrado color ratonil, Norman no se lo echaba en cara). Por lo general lo llevaba peinado en cola de caballo y sujeto con una goma; si salían a cenar o al cine solía cardárselo con una de esas gorras perforadas de goma que vendían en la perfumería.
La mujer a la que Norman estaba mirando a través del ventanal de La Cafetera Caliente no era una morenita, sino una rubia de caderas estrechas, y no llevaba el cabello recogido en una cola de caballo ni cardado, sino peinado en una pulcra trenza que le pendía por la espalda.