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Aquellos doce pasos la llevaron al lugar donde el camino de hormigón se fundía con la acera, al punto por el que el corredor había pasado hacía más o menos un minuto. Torció a la izquierda, pero de repente se detuvo. En cierta ocasión, Norman le había explicado que las personas que creían estar escogiendo una dirección al azar —las personas perdidas en el bosque, por ejemplo—, solían tomar la dirección de su mano dominante. Probablemente carecía de importancia, pero Rosie descubrió que no quería que Norman supiera siquiera hacia dónde había girado en Westmoreland Street al salir de casa.

Ni siquiera eso.

Dobló a la derecha en lugar de a la izquierda, en la dirección de su mano torpe, y descendió por la pendiente. Pasó por delante del Store 24, reprimiendo el impulso de levantar la mano para cubrirse el rostro. Ya se sentía como una fugitiva, y una idea terrible había empezado a roerle la mente como un ratón roe el queso. ¿Qué sucedería si Norman volvía temprano del trabajo y la veía? ¿Qué pasaría si la veía caminando por la calle en tejanos y zapatillas planas, con el bolso debajo del brazo y el cabello despeinado? Se preguntaría qué coño hacía en la calle la mañana que le tocaba fregar los suelos de la planta baja, ¿verdad? Y querría que se acercara a él, ¿verdad? Sí. Querría que se acercara a él para poder hablar con ella de cerca.

Qué tontería. ¿Por qué va a volver a casa ahora? Sólo hace una hora que se ha marchado. No tiene ningún sentido.

No…, pero a veces la gente hacía cosas que no tenían sentido. Ella, por ejemplo… Mira lo que estaba haciendo en ese momento. ¿Y si Norman tenía un presentimiento repentino? ¿Cuántas veces le había dicho que los policías desarrollaban un sexto sentido con el tiempo, que sabían cuándo iba a pasar algo extraño? Sientes como un pinchazo en la base de la columna vertebral, le había explicado una vez. No encuentro otra descripción. Sé que la mayoría de la gente se burlaría, pero pregunta a cualquier policía… Ninguno de ellos se burlará. Ese pinchazo me ha salvado la vida un par de veces, cariño.

¿Y si había sentido ese pinchazo durante los últimos veinte minutos? ¿Y si el pinchazo lo había impulsado a meterse en el coche e ir a casa? Llegaría precisamente por ese camino, y Rosie se maldijo por haber girado a la derecha en lugar de a la izquierda al salir de casa. De repente se le ocurrió una idea aún más desagradable, una idea que encerraba una plausibilidad amenazadora… por no mencionar cierto equilibrio irónico. ¿Y si se había detenido en el cajero automático que estaba a dos manzanas de la comisaría para sacar diez o veinte pavos para comer? ¿Y si había decidido, tras darse cuenta de que no llevaba la tarjeta en la cartera, volver a casa a buscarla?

Domínate. Eso no va a suceder. No va a suceder nada parecido.

A media manzana, un coche tomó Westmoreland Street. Era rojo, qué coincidencia, porque ellos también tenían un coche rojo… Bueno, él; el coche no pertenecía más a Rosie que la tarjeta del cajero o el dinero al que permitía acceder. Su coche era un Sentra nuevo y… ¡otra coincidencia! ¿No era un Sentra el coche que se acercaba por la calle?

¡No, es un Honda!

Pero no era un Honda; no era más que lo que Rosie quería creer.

Era un Sentra, un Sentra rojo nuevecito. Su Sentra rojo. La peor pesadilla de Rosie se había hecho realidad casi en el mismo instante en que se le había ocurrido.

Por un momento, los riñones se le antojaron pesadísimos, increíblemente dolorosos, increíblemente llenos, y estuvo segura de que se haría pis encima. ¿Realmente había creído que podría escapar de él?

Debía de estar loca.

Es demasiado tarde para preocuparse por eso, le dijo la señora Práctica-Sensata. La histeria vacilante de aquella voz había desaparecido para convertirse en la única parte de su mente que aún parecía capaz de pensar, y hablaba en el tono gélido y calculador de un ser que antepone la supervivencia a todo lo demás. Será mejor que pienses en lo que le vas a decir cuando pare el coche y te pregunte qué haces aquí. Y será mejor que inventes algo bueno. Ya sabes lo rápido que es y lo mucho que ve.

—Las flores —masculló—. He salido a dar un paseo para ver a quién le han salido las flores, eso es todo.

Se había detenido con los muslos apretados en un intento de evitar el desastre. ¿La creería? No lo sabía, pero tendría que arriesgarse. No se le ocurría ningún pretexto mejor.

—Iba a acercarme hasta la esquina de St. Mark’s Avenue y luego volver para lavar las…

Se interrumpió en seco, observando con los ojos abiertos de par en par, incrédulos, cómo el coche (un Honda a fin de cuentas, y más anaranjado que rojo) pasaba despacio junto a ella. La conductora le dirigió una mirada curiosa, y la mujer parada en la acera pensó: Si hubiera sido él, ninguna excusa habría servido, por plausible que fuera; habría visto la verdad escrita en tu cara, subrayada e iluminada con luces de neón. Y ahora, ¿estás lista para volver? ¿Para entrar en razón de una vez y volver?

No podía. La necesidad abrumadora de orinar había remitido, pero aún sentía la vejiga pesada y sobrecargada; los riñones todavía le palpitaban, le temblaban las piernas y el corazón le latía con tal violencia en el pecho que se asustó. Por nada del mundo podría volver a subir la cuesta, por suave que fuera.

Sí, sí que puedes. Sabes que puedes. Has hecho cosas más difíciles en tu matrimonio y las has superado.

Muy bien… Tal vez sí podía subir la cuesta, pero en aquel momento se le ocurrió otra cosa. A veces él llamaba. Por lo general, cinco o seis veces al mes, pero a veces con mayor frecuencia. Sólo para saludarla, cómo estás, quieres que traiga un cartón de leche semidesnatada o un tarro de helado, vale, hasta luego. Sin embargo, Rosie no detectaba ninguna solicitud ni cariño en aquellas llamadas. Norman llamaba para controlarla, nada más, y si ella no contestaba al teléfono, seguía sonando. No tenían contestador. En cierta ocasión, ella le había preguntado si no sería buena idea comprar uno. Norman le había propinado un golpe no del todo desagradable y le había dicho que no fuera tonta. Tú eres el contestador automático, había exclamado.

¿Y si llamaba y ella no estaba ahí para contestar?

Creerá que he ido temprano al mercado, eso es todo.

Pero no era eso lo que creería, de eso se trataba. Los suelos por la mañana, el mercado por la tarde. Así había sido siempre, y así era como esperaba Norman que fuese. La espontaneidad no era precisamente un cualidad muy fomentada en el 908 de Westmoreland. Si llamaba…

Echó a andar de nuevo, a sabiendas de que tenía que abandonar Westmoreland Street en la siguiente esquina, aun cuando no estaba del todo segura de dónde llevaba Tremont Street en ninguna de las dos direcciones. Sin embargo, aquello carecía de importancia a estas alturas; lo que importaba era que se hallaba en la ruta de su marido si regresaba de la ciudad por la 1-295, como solía hacer, y que Rosie tenía la sensación de estar clavada al blanco de una diana.

Giró a la izquierda en Tremont Street y pasó por delante de más casitas tranquilas de barrio residencial, separadas por setos bajos o hileras de árboles decorativos… Al parecer los olivos rusos estaban de moda en aquella calle. Un hombre que se parecía a Woody Allen con sus gafas de montura de concha, sus pecas y el sombrero informe de color azul colocado de cualquier manera sobre la cabeza, alzó la vista de las plantas que estaba regando y la saludó con la mano. Al parecer, todo el mundo quería ser amable hoy. Suponía que se debía al tiempo, pero lo cierto era que podría haberse pasado sin ello. No le costaba nada imaginar a Norman buscándola más tarde, siguiendo sus pasos, haciendo preguntas, empleando sus truquitos de simulación de memoria y mostrando su foto en cada parada.

Salúdalo. No te conviene que te recuerde como una persona antipática, la antipatía se graba en la memoria, así que salúdalo y sigue tu camino.

Lo saludó y siguió su camino. Volvía a tener ganas de hacer pis, pero tendría que aguantarse. No se veía ningún lugar adecuado en las inmediaciones, tan sólo más casas, más setos, más extensiones de césped verde pálido, más olivos rusos.

Oyó un coche tras ella y pensó que era él. Se volvió con los ojos abiertos de par en par, oscuros, y vio un Chevrolet oxidado avanzando por la calle casi a velocidad de peatón. El anciano que conducía llevaba sombrero de paja, y en su rostro se dibujaba una expresión de determinación aterrorizada. Rosie se volvió de nuevo antes de que el hombre pudiera ver su propia expresión de temor, dio un traspié y luego siguió caminando con la cabeza baja. El dolor sordo de riñones volvía a atenazarla, y la vejiga parecía a punto de estallarle. Suponía que pasaría apenas un minuto, dos a lo sumo, antes de que su cuerpo cediera. Si sucedía eso podía despedirse de cualquier posibilidad de escapar inadvertidamente. Tal vez la gente no recordara a una morena pálida caminando por la acera un agradable día de primavera, pero no sabía cómo iban a olvidar a una morena pálida con una mancha grande y oscura extendiéndose en torno a la entrepierna de los vaqueros. Tenía que solucionar aquel problema inmediatamente.

En la misma acera, dos casas más allá, se alzaba un bungalow de color chocolate. Tenía las persianas bajadas, y en el porche yacían tres periódicos. Había otro al pie de la escalinata de entrada. Rosie miró en derredor, comprobó que nadie la observaba y a continuación cruzó el césped del bungalow y se dirigió al jardín trasero, que aparecía desierto. Del pomo de la puerta mosquitera de aluminio pendía un papel rectangular. Rosie se acercó a pasitos pequeños y forzados para leer el mensaje impreso: ¡Saludos de Ann Corso su representante local de Avon! No la he localizado en casa, ¡pero volveré! ¡Gracias! ¡Y no dude en llamarme al 555-1731 si quiere hablar de cualquiera de los excelentes productos de Avon! La fecha garabateada al pie del mensaje era el 17 de abril.

Una vez más, Rosie paseó la mirada en derredor, comprobó que se hallaba protegida por los setos a un lado y los olivos rusos al otro, se bajó la cremallera de los vaqueros y se agachó en el hueco que quedaba entre la escalinata posterior y los depósitos de gas propano. Era demasiado tarde para preocuparse por si había alguien mirando por las ventanas del piso superior de cualquiera de las casas contiguas. Y además, el alivio que estaba experimentando restaba toda importancia a aquella cuestión…, al menos de momento.

Estás loca, ¿lo sabes?

Sí, por supuesto que lo sabía…, pero a medida que la presión de su vejiga remitía y el riachuelo de orina fluía en zigzag entre los ladrillos de aquel jardín trasero, se adueñó de ella una sensación de júbilo demencia. En aquel momento supo lo que debía de significar cruzar un río que llevaba a un país extranjero, quemar el puente y quedarse de pie en la otra orilla, contemplando el espectáculo y respirando profundamente mientras la única oportunidad de retirada sucumbe pasto de las llamas.