A última hora de la tarde de aquel miércoles, Rosie entró casi flotando en La Cafetera Caliente. Pidió un té y una pasta antes de sentarse junto al ventanal, y comió y bebió con lentitud mientras contemplaba el río infinito de transeúntes que caminaban por la calle, en su mayoría empleados de oficina que se dirigían a sus casas. En realidad, La Cafetera Caliente le quedaba un poco lejos ahora que ya no trabajaba en el Whitestone, pero había ido sin vacilar de todas formas, tal vez porque allí había pasado tantos buenos ratos tomando el té con Pam después del trabajo, tal vez porque no era una buena exploradora, al menos de momento, y conocía y confiaba en aquel lugar.
Había terminado de leer El pez manta hacia las dos, y cuando cogía el bolso de debajo de la mesa, Rhoda Simons había hablado por el altavoz.
—¿Quieres descansar un poco antes de empezar con el próximo, Rosie? —le había preguntado.
Así de fácil. Había esperado que le encargaran las otras tres novelas de Bell/Racine, había creído que se las encargarían, pero saberlo no era lo mismo.
Y eso no era todo. A las cuatro, después de leer dos capítulos de una novela de suspense espeluznante y barata titulada Mata todas mis mañanas, Rhoda le había preguntado si le importaría ir con ella un momento al lavabo de señoras.
—Ya sé que suena raro —explicó—, pero es que me muero de ganas de fumarme un cigarrillo, y es el único lugar del puto edificio donde me atrevo a fumar. La vida moderna es una mierda, Rosie.
Una vez en el lavabo, Rhoda había encendido un Capri y se había sentado sobre una repisa entre dos lavabos con una indolencia que delataba un largo hábito. Cruzó las piernas, encajó el pie derecho tras la pantorrilla izquierda y miró a Rosie con expresión escrutadora.
—Me encanta tu pelo —empezó.
Rosie se lo tocó con timidez. La tarde anterior había ido a la peluquería movida por un impulso…, cincuenta dólares que no podía permitirse…, pero que había sido incapaz de no gastar.
—Gracias —repuso.
—Robbie te va a ofrecer un contrato, ¿sabes?
Rosie frunció el ceño y meneó la cabeza.
—No, no lo sabía. ¿De qué estás hablando?
—Puede que se parezca al tipo ese que sale en las tarjetas del Monopoly, pero trabaja en el negocio de los libros en audio desde 1975 y sabe lo buena que eres. Lo sabe mejor que tú misma. Crees que le debes mucho, ¿verdad?
—Sé que le debo mucho —replicó Rosie con sequedad.
No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación; le recordaba aquellas obras de Shakespeare en las que la gente apuñalaba a sus amigos por la espalda antes de enzarzarse en soliloquios mojigatos y eternos acerca de la inevitabilidad de lo sucedido.
—No dejes que tu gratitud se interponga en el camino de tus intereses —advirtió Rhoda al tiempo que tiraba la ceniza del cigarrillo a la pila y la hacía desaparecer con un chorro de agua fría—. No conozco la historia de tu vida y no tengo especial interés en conocerla, pero sé que has leído El pez manta en sólo ciento cuatro tomas, lo que es la hostia, y sé que tienes la misma voz que Elizabeth Taylor. También sé, porque lo llevas escrito en la cara, que estás sola y no estás acostumbrada a eso. Eres tan tabula rasa que da miedo. ¿Sabes lo que significa eso?
Rosie no estaba del todo segura, aunque creía que se trataba de algo relacionado con ser ingenua, pero no quería admitir su ignorancia ante Rhoda.
—Por supuesto.
—Bien. Y no me lo tomes a mal, por el amor de Dios… No pretendo pasar por delante de Robbie ni llevarme una parte de tu pastel. Estoy intentando protegerte. Igual que Rob y Curtis. Sólo que Robbie también intenta proteger su bolsillo. Los libros en audio todavía son un terreno completamente nuevo. Si esto fuera el cine estaríamos en plena época del cine mudo. ¿Entiendes lo que intento decirte?
—Más o menos.
—Cuando Robbie te oye leer El pez manta piensa en una versión en audio de Mary Pickford. Sé que parece una locura, pero es cierto. Y el modo en que te conoció no hace más que contribuir a eso. Existe una leyenda según la cual a Lana Turner la descubrieron en la droguería Schwab. Bueno, Robbie ya está forjando una leyenda propia sobre el modo en que te descubrió en la casa de empeños de su amigo Steiner mientras mirabas postales antiguas.
—¿Es eso lo que te contó que estaba haciendo? —preguntó Rosie, sintiendo un afecto por Robbie Lefferts que casi era amor.
—Sí, pero da igual dónde te encontró y lo que estabas haciendo en ese momento. Lo importante es que eres buena, Rosie, tienes mucho, mucho talento. Es casi como si hubieras nacido para este trabajo. Rob te descubrió, pero eso no le da derecho a poseerte durante el resto de tu vida. No dejes que te posea.
—Rob no querría eso —aseguró Rosie.
Estaba asustada y emocionada a un tiempo, además de un poco enfadada con Rhoda por ser tan cínica, pero todas aquellas sensaciones quedaban sepultadas bajo una capa radiante de felicidad y alivio; se las arreglaría durante un tiempo. Y si Robbie realmente le ofrecía un contrato, tal vez incluso se las arreglaría durante mucho tiempo. Rhoda Simons bien podía predicar cautela; Rhoda no vivía en una habitación a tres manzanas de un barrio en el que uno no aparcaba el coche si quería conservar la radio y los tapacubos. Rhoda estaba casada con un contable, tenía una casa en las afueras y un Nissan plateado del 94. Rhoda tenía una tarjeta VISA y una American Express. Mejor aún, Rhoda tenía una tarjeta de la Cruz Azul y ahorros a los que recurrir si enfermaba y no podía trabajar. Rosie imaginaba que, para la gente que tenía aquellas cosas, la cautela en asuntos de negocios debía de ser tan natural como respirar.
—A lo mejor no —repuso Rhoda—, pero podrías ser una pequeña mina de oro, Rosie, y a veces la gente cambia al descubrir minas de oro. Incluso las personas agradables como Robbie Lefferts.
Ahora, mientras se tomaba el té y miraba por el ventanal de La Cafetera Caliente, Rosie recordó a Rhoda apagando el cigarrillo con el agua del grifo antes de arrojarlo a la papelera y acercarse a ella.
—Sé que estás en una situación en la que la estabilidad en el trabajo es muy importante para ti, y no digo que Robbie sea un mal hombre; trabajo esporádicamente con él desde 1982 y sé que no lo es. Lo que te digo es que no pierdas de vista los pájaros del bosque mientras te aseguras de que el que tienes en mano no sale volando. ¿Me sigues?
—No del todo.
—De momento accede a hacer seis libros, no más. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde, aquí, en Tape Engine. Mil a la semana.
Rosie se la quedó mirando con la boca abierta, como si alguien le hubiera metido el tubo de una aspiradora en la garganta y le hubiera absorbido el aire de los pulmones.
—¡Mil a la semana! ¿Estás loca?
—Pregúntale a Curtis Hamilton si estoy loca —repuso Rhoda con calma—. Recuerda que no sólo se trata de la voz, sino de las tomas. Has hecho El pez manta en ciento cuatro. Ninguna otra persona de las que trabajan conmigo podría haberlo hecho en menos de doscientas. Controlas la voz estupendamente, pero lo más increíble es tu control de la respiración. Si no cantas, ¿de dónde narices has sacado ese control?
Una imagen de pesadilla cruzó por la mente de Rosie. Estaba sentada en el rincón, con los riñones inflamados y palpitando como bolsas hinchadas de agua caliente, sentada con el delantal entre las manos, rogando a Dios que no tuviera que llenarlo porque vomitar dolía, le producía la sensación de que le pinchaban los riñones con palos largos y astillados. Allí sentada, respirando a bocanadas largas, lentas y suaves, exhalando con cuidado porque eso era lo que mejor funcionaba, intentando que el ritmo de su corazón desbocado se fundiera con la cadencia más serena de su respiración, allí sentada, oyendo cómo Norman se preparaba un bocadillo en la cocina y cantaba Daniel o Take a Letter, Maria con su voz sorprendentemente buena de tenor de bar.
—No lo sé —contestó por fin a Rhoda—. Ni siquiera sabía lo que era el control de la respiración hasta que te conocí. Supongo que es un don.
—Bueno, pues puedes considerarte afortunada, pequeña —aseguró Rhoda—. Será mejor que volvamos, porque si no, Curt va a pensar que estamos practicando extraños ritos femeninos aquí dentro.
Robbie llamó desde su oficina del centro para felicitarla por terminar El pez manta cuando Rosie estaba a punto de marcharse, y aunque no mencionó el contrato de forma específica, le preguntó si quería comer con él el viernes para hablar de lo que denominó «negocios». Rosie aceptó la invitación y colgó con aire pensativo. Recordaba haber pensado que la descripción que Rhoda había hecho de Robbie era perfecta. Robbie se parecía al hombrecillo de las tarjetas del Monopoly.
Tras colgar el teléfono en el despacho privado de Curtis, un cubículo repleto de muebles y con las paredes de corcho cubiertas de tarjetas de visita, volvió al estudio para recoger su bolso; Rhoda se había marchado, seguramente para fumarse el último en el lavabo de señoras. Curtís estaba marcando cajas de cinta del magnetófono de bobinas. Alzó la mirada y le dedicó una sonrisa.
—Buen trabajo, Rosie.
—Gracias.
—Rhoda dice que Robbie te va a ofrecer un contrato.
—Eso es lo que dice —asintió Rosie—. Y creo que tiene razón. Toca madera.
—Bueno, deberías recordar una cosa mientras regateas —aconsejó Curtís mientras colocaba las cajas en un estante alto donde se alineaban docenas de cajas similares como si de libritos blancos se tratara—. Si has cobrado quinientos pavos por El pez manta, entonces Robbie sale ganando, porque le has ahorrado unos setecientos en tiempo de grabación. ¿Entiendes?
Lo entendía, sí, señor, y ahora estaba sentada en La Cafetera Caliente con un futuro inesperadamente brillante a sus pies. Tenía amigos, un lugar para vivir, trabajo y la promesa de más trabajo cuando terminara con Christina Bell. Un contrato que tal vez supusiera mil dólares a la semana, más de lo que ganaba Norman. Increíble pero cierto. Quizá, se corrigió.
Ah, y otra cosa. Tenía una cita el sábado…, todo el sábado, si contaba el concierto que las Indigo Girls darían por la noche.
El rostro de Rosie, por lo general tan solemne, se iluminó en una sonrisa radiante, y de repente la acometió el deseo totalmente intempestivo de abrazarse a sí misma. Dio cuenta del último bocado de pasta y volvió a mirar por el ventanal, preguntándose si era posible que aquellas cosas le estuviesen ocurriendo a ella, si de verdad podía existir una vida real en la que la gente real saliera de sus cárceles, torciera a la derecha… y entrara en el cielo.