Ese putón, la llamaba, pensó Rose en su propia cama. Estaba muy soñolienta, pero no dormida; aún oía los grillos del parque. Ese putón high-yellow. ¡La odiaba tanto!
Sí, claro que la odiaba. En primer lugar se había metido en líos con los investigadores de Asuntos Internos. Norman y Harley habían salido de aquella ilesos (a duras penas), pero entonces averiguaron que ese putón verbenero se había buscado un abogado (un picapleitos judío y enano, en palabras de Norman), quien a su vez había presentado una demanda espectacular en su nombre. Acusaba a Norman, a Harley, al departamento entero. Y entonces, poco antes del aborto de Rosie, Wendy Yarrow había sido asesinada. La habían encontrado detrás de una de las grúas de cereales situadas en la orilla occidental del lago. Le habían asestado más de cien puñaladas además de rebanarle los pechos.
Habrá sido un psicópata, aseguró Norman a Rosie, y aunque no sonrió tras colgar el teléfono (alguien del departamento debía de estar pero que muy emocionado para llamarlo a casa), Rosie detectó una satisfacción innegable en su voz. Jugó una mano de más, y de repente apareció un comodín en la baraja. Gajes del oficio. En aquel momento le acarició el cabello con gran delicadeza y le dedicó una sonrisa. No la sonrisa mordedora, la que le daba ganas de gritar, pero de todos modos le entraron ganas de gritar, porque sabía lo que le había sucedido a Wendy Yarrow, aquel putón verbenero.
¿Te das cuenta de la suerte que tienes?, le preguntó Norman acariciándole con las manos grandes y duras la nuca, los hombros y la curva de los pechos. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes por no estar tirada en la calle, Rose?
Y al cabo de un mes, quizás seis semanas, Norman entró por la puerta del garaje, encontró a Rosie leyendo una novela rosa y decidió que tenía que hablar con ella de sus gustos. Que tenía que hablar con ella de cerca.
1985, un año espantoso.
Rosie estaba tendida en la cama con las manos bajo la almohada, deslizándose hacia la tierra de los sueños mientras escuchaba el sonido de los grillos que se filtraba por la ventana, tan cercano como si su habitación hubiera sido transportada por alas mágicas a la glorieta del parque, y pensó en una mujer sentada en el rincón, con el cabello aplastado contra las mejillas sudorosas, el vientre duro como una piedra, los ojos agitándose en sus cuencas oscurecidas por el miedo cuando los besos siniestros empezaron a hacerle cosquillas en los muslos, aquella mujer que nada sabía de lugares como Hijas y Hermanas ni de hombres como Bill Steiner, aquella mujer que había cruzado los brazos para aferrarse los hombros y rogar a un Dios en el que ya no creía que por favor no fuera un aborto, que no fuera el fin de su pequeño y dulce sueño, pensando, mientras sucedía aquello que más temía, que tal vez fuera lo mejor. Sabía el modo en que Norman asumía sus responsabilidades conyugales. ¿Cómo asumiría sus responsabilidades paternas?
El leve zumbido de los grillos la mecía hacia el país de Morfeo. Incluso percibía la fragancia de la hierba, un aroma dulce y pesado que parecía fuera de lugar en mayo. Era el olor que asociaba a los campos de heno en agosto.
Nunca había olido la hierba del parque, pensó soñolienta. ¿Es eso lo que te hace el amor, o al menos el encaprichamiento? ¿Te agudiza los sentidos al mismo tiempo que te vuelve loca?
A lo lejos oyó un gruñido que bien podía ser un trueno. Era extraño, porque el cielo había estado despejado cuando Bill la trajera a casa; Rosie había alzado la vista, maravillada ante la gran cantidad de estrellas que veía pese a la intensidad de las farolas.
Rosie se deslizó hacia las profundidades, hacia la última noche sin sueños que pasaría durante algún tiempo, y el último pensamiento que la acometió antes de que la oscuridad se la llevara fue ¿Cómo es posible que oiga a los grillos y huela la hierba? La ventana no está abierta. La he cerrado antes de meterme en la cama. La he cerrado y he puesto el seguro.