A menos de cinco kilómetros de su esposa, Norman yacía en su propia cama; deslizándose hacia el sueño, deslizándose hacia la oscuridad mientras escuchaba el retumbar constante del tráfico de Lakefront Avenue nueve pisos más abajo. Aún le dolían los dientes y la mandíbula, pero el dolor se había convertido en algo lejano, insignificante, oculto tras una mezcla de aspirinas y whiskey.
Mientras dormitaba también recordó a Richie Bender; era como si, sin saberlo, Norman y Rosie acabaran de darse un breve beso telepático.
—Richie —murmuró en las sombras de la habitación del hotel antes de cubrirse los ojos cerrados con el antebrazo—. Richie Bender, cabrón de mierda. Maldito cabrón de mierda.
Fue un sábado, el primer sábado de marzo de 1985. Hacía más o menos nueve años. Alrededor de las once de la mañana, un negrata de mierda había entrado en la tienda de descuento situada en la esquina de la Sesenta con Saranac, disparando dos balas en la cabeza al dependiente antes de desvalijar la caja registradora y salir del establecimiento. Mientras Norman y su compañero interrogaban al dependiente de la tienda de devolución de envases que había al lado, se les acercó otro negrata que llevaba un jersey de los Búfalo Bills.
—Conozco a ese negro —empezó.
—¿Qué negro, hermano? —preguntó Norman.
—El que ha atracado el súper —repuso el negrata de mierda—. Yo estaba al lado del buzón cuando ha salido. Se llama Richie Bender. Es un negro malo. Vende crack en la habitación de su motel —agregó mientras señalaba vagamente hacia el este, en dirección a la estación de tren.
—¿Y qué motel es? —inquirió Harley Bissington, que aquel desafortunado día acompañaba a Norman.
—El motel Ferrocarril —repuso el negro.
—¿Por casualidad no sabrás en qué habitación? —preguntó Harley—. ¿Acaso su conocimiento del presunto autor de la fechoría se extiende hasta semejante detalle, mi querido amigo de color?
Harley casi siempre se expresaba en aquellos términos. A veces ponía a Norman como una moto. Con frecuencia le entraban ganas de agarrar al tío por una de sus estrechas corbatas de punto y hacerle vomitar hasta la primera papilla.
El querido amigo de color lo sabía, claro que lo sabía. Sin lugar a dudas iba al motel dos o tres veces por semana, tal vez cinco o seis, si en un momento dado disponía de líquido suficiente, para comprar crack a aquel negro malo que se llamaba Richie Bender. Su querido amigo de color con todos sus amigos negratas de mierda. Lo más probable era que aquel tipo estuviera mosqueado con Richie Bender en aquel momento, pero eso nada importaba a Norman y Harley; lo único que querían Norman y Harley era saber dónde estaba el asesino para podérselo llevar a la central del condado y cerrar el caso antes de ir a tomarse una copa aquella tarde.
El negrata del jersey de los Búfalo Bills no recordaba el número de habitación, pero sí les había sabido decir dónde estaba: planta baja, ala principal, entre la máquina de Coca Cola y las cajas expendedoras de periódicos.
Norman y Harley se dirigieron al motel Ferrocarril, a todas luces uno de los antros más selectos de la ciudad. Un putón verbenero les abrió la puerta ataviada con un vestido rojo y ceñido que permitía echar un buen vistazo al sujetador y las bragas; era evidente que iba completamente ciega, y los dos policías vieron lo que parecían tres viales vacíos de crack sobre el televisor, y cuando Norman le preguntó dónde estaba Richie Bender, la tía cometió el error de reírse en su cara.
—Oye, yo no tengo ninguna venda —exclamó—. Y ahora largo, chicos, hala, moved el culo.
Toda la escena resultaba bastante clara, pero a partir de entonces, las versiones de lo ocurrido discrepaban deforma considerable. Norman y Harley afirmaban que la señora Wendy Yarrow (más conocida aquella primavera en la cocina de los Daniels como «el putón verbenero») había sacado una lima del bolso y había atacado a Norman Daniels dos veces con ella. En efecto, Norman presentaba cortes largos y superficiales en la frente y en el dorso de la mano derecha, pero la señora Yarrow afirmaba que Norman se había practicado personalmente el de la mano, mientras que su compañero se había ocupado del que tenía sobre las cejas. Según declaración de la mujer, lo habían hecho después de empujarla al interior de la unidad 12 del motel Ferrocarril, romperle la nariz, cuatro dedos y nueve huesos del pie izquierdo pisándola en reiteradas ocasiones (por turnos, según explicó), después de arrancarle varios mechones de cabello y asestarle numerosos puñetazos en el vientre. El más bajo de los dos la había violado, aseguró a los capullos de Asuntos Internos. El de los hombros anchos lo había intentado, pero al principio no se le había levantado. La pegó varias veces en los pechos y la cara, lo que le provocó una erección, prosiguió la mujer, «pero se corrió encima de mí pierna antes de llegar a metérmela. Y entonces me volvió apegar. Me dijo que quería hablar conmigo de cerca, pero con lo único que hablaba era con los puños».
Ahora, tumbado en la cama del Whitestone, tendido sobre sábanas que su mujer había tocado, Norman se dio la vuelta, e intentó desterrar de su mente el recuerdo de 1985. Pero no lo consiguió, y tampoco le sorprendía, pues una vez se instalaba en su cabeza, siempre se negaba a marcharse. 1985 era un auténtico coñazo, como un vecino pesado y baboso del que no hay forma de librarse.
Cometimos un error, pensó Norman. Creímos al maldito negro del jersey de los Bills.
Sí, había sido un error, un error bastante grave. Y habían creído que una mujer que tenía tanta pinta de encajar con un tipo como Richie Bender tendría que estar en la habitación de Richie Bender, y eso había sido su segundo error, o bien la extensión del primero, aunque en realidad daba igual, puesto que el resultado era el mismo. La señora Wendy Yarrow era camarera a tiempo parcial, puta a tiempo parcial y drogadicta a tiempo completo, pero no estaba en la habitación de Richie Bender; de hecho ni siquiera sabía que hubiera una criatura llamada Richie Bender en el planeta. En efecto, Richie Bender resultó ser el hombre que había atracado la tienda y asesinado al dependiente, pero su habitación no se encontraba entre la máquina de Coca Cola y el expendedor de periódicos; aquella era la habitación de Wendy Yarrow, y Wendy Yarrow estaba sola, al menos aquel día en concreto.
La habitación de Richie Bender se hallaba al otro lado de la máquina de Coca Cola. El error estuvo a punto de costar el empleo a Norman Daniels y Harley Bissington, pero al final, los de Asuntos Internos se habían tragado la historia de la lima, y no habían encontrado rastros de esperma que confirmaran la acusación de violación. Tampoco se pudo probar que el más viejo de los dos, el que se la había metido, había utilizado un condón antes de arrojarlo al inodoro y tirar de la cadena, tal como afirmaba la mujer.
Sin embargo, surgieron otros problemas. Incluso sus defensores más acérrimos del departamento tuvieron que reconocer que los inspectores Daniels y Bissington tal vez se habían excedido en sus esfuerzos por reducir a aquella gata montesa de cincuenta kilos armada con una lima de uñas; la mujer tenía unos cuantos dedos rotos, por ejemplo. De ahí la reprimenda oficial. Y no acabó ahí el asunto. La muy zorra encontró a ese judío de mierda…, a ese judío enano y calvo…
Pero el mundo estaba lleno de zorras liantes. Su mujer, por ejemplo. Sin embargo, su mujer era una zorra liante de la que podía encargarse…, siempre y cuando, claro está, pudiera dormir unas horas.
Norman se dio de nuevo la vuelta, y 1985 empezó a desvanecerse por fin.
—Cuando menos te lo esperes, Rose —murmuró—. Entonces iré a por ti.
Al cabo de cinco minutos estaba dormido.