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Rosie le aseguró que no hacía falta que la acompañara arriba, pero Bill insistió, y ella se alegró. La conversación había derivado hacia temas más impersonales cuando les trajeron la comida, y Bill había quedado encantado al descubrir que la referencia de Rosie a Roger Clemens no había sido casual, sino que realmente poseía unos conocimientos notables de béisbol; habían hablado mucho de los equipos de la ciudad mientras cenaban, y a continuación habían pasado al baloncesto. Rosie apenas había pensado en Norman hasta el trayecto de vuelta, y entonces empezó a imaginar lo que sentiría al abrir la puerta y encontrar en su habitación a Norman, sentado sobre la cama, tomándose un café quizá, contemplando el cuadro del templo en ruinas y la mujer de la colina.

Mientras subían la estrecha escalera, Rosie delante y Bill a la zaga, encontró otro motivo de preocupación. ¿Y si Bill pretendía besarla? ¿Y si después del beso le preguntaba si podía entrar?

Claro que querrá entrar, le dijo Norman con aquella voz pesada y paciente que empleaba cuando intentaba no enfadarse con ella, aunque sin conseguirlo. De hecho, insistirá en entrar. ¿Por qué si no iba a gastarse cincuenta dólares en una cena? Dios mío, deberías sentirte halagada… En las calles hay tías más guapas que no cobran cincuenta dólares por un completo. Querrá entrar y querrá follarte, y a lo mejor eso está bien… A lo mejor eso es lo que necesitas para volver a la realidad de una puta vez.

Consiguió sacar la llave del bolso y no dejarla caer, pero la punta tembló alrededor de la cerradura sin que Rosie lograra introducirla. Bill le tomó la mano y se la guió. Rosie volvió a sentir aquella corriente eléctrica cuando Bill la tocó, y no pudo evitar la asociación que la imagen de la llave entrando en la cerradura despertó en su mente.

Abrió la puerta. Ni rastro de Norman, a menos que estuviera escondido en la ducha o en el armario. Sólo vio su agradable habitación de paredes color crema, el cuadro colgado junto a la ventana y la luz encendida sobre la pica. No era un hogar, aún no, pero se acercaba un poco más que la sala común de H y H.

—No está mal —murmuró Bill con aire pensativo—. No es un dúplex precisamente, pero no está nada mal.

—¿Te apetece entrar? —propuso Rosie con los labios completamente entumecidos, como si alguien le hubiera administrado una inyección de novocaína—. Puedo invitarte a un café…

¡Bien!, exclamó Norman exultante desde su fortaleza. Cuanto antes lo hagas, antes acabarás, ¿verdad, cariño? Tú le das el café, y él te da la leche. ¡Menudo negocio!

Bill pareció considerar la pregunta con toda meticulosidad, pero por fin meneó la cabeza.

—No creo que sea muy buena idea —dijo—. Al menos no esta noche. No creo que tengas ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. —Soltó una risita nerviosa—. No creo que yo mismo tenga ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. —Miró por encima del hombro de Rosie y vio algo que le hizo sonreír—. Tenías razón respecto al cuadro. Nunca lo habría creído, pero tenías razón. Supongo que ya tenías en mente este piso, ¿no?

Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.

—Cuando compré el cuadro ni siquiera sabía que este piso existía.

—Pues entonces debes de tener poderes. Apuesto lo que sea a que resulta especialmente bonito al atardecer. El sol debe de iluminarlo de lado.

—Sí, queda muy bonito —asintió Rosie, sin añadir que, en su opinión, el cuadro quedaba bien, perfecto, de hecho, a todas horas.

—Aún no te has cansado de él, ¿verdad?

—No, en absoluto.

Estuvo a punto de agregar: Y además hace unos trucos curiosisimos. Acércate y échale un vistazo, ¿te parece? A lo mejor ves algo aún más sorprendente que una mujer dispuesta a abrirte la cabeza con una lata de macedonia. Dime, Bill, ¿no crees que el cuadro ha pasado de pantalla normal a Cinerama 70? ¿O es sólo mi imaginación?

Por supuesto, no dijo nada de todo aquello.

Bill le apoyó las manos en los hombros, y Rosie lo miró con expresión solemne, como una niña a la que están arropando, mientras la besaba en la frente, en la zona suave que media entre las cejas.

—Gracias por salir conmigo —murmuró Bill.

—Gracias por invitarme.

Rosie percibió que una lágrima le rodaba por la mejilla izquierda y se la secó con el nudillo. No estaba avergonzada o asustada porque él la hubiera visto; creía poder revelarle el secreto de al menos una lágrima, y era una sensación muy agradable.

—Oye —dijo Bill—. Tengo una moto, una Harley vieja. Es grande, ruidosa, y a veces se cala en los semáforos, pero es muy cómoda…, y soy un conductor extremadamente prudente, aunque esté mal decirlo. Soy uno de los seis únicos conductores de Harley del país que llevan casco. Si el sábado hace buen tiempo, podría venir a buscarte por la mañana. Conozco un sitio a unos cincuenta kilómetros lago arriba. Es precioso. Aún hace demasiado frío para bañarse, pero podemos ir de picnic.

En el primer momento fue incapaz de darle respuesta alguna, pues estaba atónita por el hecho de que Bill la estuviera invitando a salir otra vez. Y luego la idea de ir en la moto… ¿Cómo sería? Por un instante, lo único en que Rosie pudo pensar fue la sensación que le produciría ir sentada tras él sobre dos ruedas, surcando el aire a ochenta o noventa kilómetros por hora. Rodearlo con los brazos. Una oleada de calor totalmente inesperada la recorrió de los pies a la cabeza, una sensación parecida a la fiebre, y no supo determinar de qué se trataba, aunque recordaba haber sentido algo parecido hacía mucho, mucho tiempo.

—¿Qué te parece, Rosie?

—Yo…, bueno…

¿Qué le parecía? Nerviosa, Rosie deslizó la lengua por el labio superior, apartó la mirada de Bill en un intento de aclararse las ideas y vio un fajo de octavillas amarillas sobre el mostrador. Sintió una mezcla de decepción y alivio al volverse de nuevo hacia Bill.

—No puedo. El sábado es el picnic de Hijas y Hermanas. Son las personas que me ayudaron cuando llegué aquí, mis amigas. Organizan un partido de softball, carreras, campeonatos de lanzamiento de herraduras, talleres y cosas por el estilo. Y luego hay un concierto, que en teoría es lo que dará dinero. Este año vienen las Indigo Girls. He prometido que trabajaría en el quiosco de camisetas a partir de las cinco, y tengo que hacerlo. Les debo mucho.

—Podrías estar de vuelta a las cinco sin problema —aseguró Bill—. Incluso a las cuatro, si quieres.

Quería…, pero tenía muchas cosas que temer aparte de llegar tarde al quiosco de camisetas. ¿La comprendería Bill si se lo explicaba? Si le decía Me encantaría rodearte con mis brazos mientras conduces deprisa, y me encantaría que llevaras una cazadora de cuero para que pudiera apoyar la cara en tu hombro y aspirar ese olor tan agradable y escuchar los crujidos que emite cuando te muevas. Me encantaría, pero creo que me da miedo descubrir más tarde, cuando termine el paseo en moto… que el Norman que llevo dentro de la cabeza tenía razón desde el principio acerca de lo que realmente quieres de mí. Lo que más me asusta es tener que ahondar en el hecho más fundamental de la vida de mi marido, aquello que nunca expresaba en voz alta porque nunca le había hecho falta: que su modo de tratarme era completamente normal, era correcto. No me da miedo el dolor; ya sé lo que es el dolor. Lo que me da miedo es el final de este dulce y breve sueño. Es que he tenido tan pocos sueños, ¿sabes?

Se dio cuenta de lo que necesitaba decir, y al cabo de un momento se dio cuenta de que no podía decirlo, tal vez porque lo había oído en demasiadas películas, donde siempre sonaba a lamento: No me hagas daño. Eso era lo que necesitaba decir. Por favor, no me hagas daño. Lo mejor de mí morirá si me haces daño.

Pero Bill seguía esperando su respuesta. Esperando a que dijera algo…

Rosie abrió la boca para declinar la invitación con el pretexto de que tenía que ir al picnic y al concierto, tal vez en otra ocasión. Pero entonces miró el cuadro colgado en la pared junto a la ventana. Ella no vacilaría, pensó Rose; contaría las horas que faltaban hasta el sábado, pasaría la mayor parte del viaje en moto dándole golpes en la espalda y urgiéndolo a que fuera más deprisa. Por un instante, Rosie casi la vio allí sentada, con el dobladillo de la túnica subido, los muslos desnudos apretados alrededor de las caderas de él.

Aquella oleada de calor volvió a invadirla, esta vez con más fuerza. Más dulzura.

—Vale —accedió por fin—. Iré con una condición.

—Lo que tú digas —repuso él con una sonrisa complacida.

—Me llevas a Ettinger’s Place, que es donde se celebra el picnic de H y H… y te quedas para el concierto. Invito yo.

—Hecho —repuso él al instante—. Puedo recogerte a las ocho y media, ¿o es demasiado temprano?

—No, me va bien.

—Llévate una chaqueta y si puede ser también un jersey —recomendó Bill—. Es posible que a la vuelta puedas guardarlos en las maletas, pero por la mañana hará fresco.

—Muy bien.

Se dijo que tendría que pedirle prestadas las prendas a Pam Haverford, que tenía su misma talla. En aquel momento, las prendas de abrigo de Rosie se reducían a una chaqueta fina, y su presupuesto no le permitía más adquisiciones en el departamento de ropa, al menos durante un tiempo.

—Entonces, hasta el sábado. Y gracias otra vez por esta noche.

Por un instante, Bill pareció pensar en volver a besarla, pero al final se limitó a estrecharle la mano con fuerza.

—De nada.

Se volvió y bajó la escalera corriendo como un niño. Rosie no pudo evitar comparar sus movimientos con los de Norman, que siempre caminaba con la cabeza baja o con una rapidez pasmosa, espeluznante. Siguió con la mirada su sombra alargada hasta que se perdió de vista, luego cerró la puerta, echó los dos cerrojos y se apoyó contra la madera mientras contemplaba el cuadro.

Había cambiado otra vez. Estaba casi segura de ello.

Rosie cruzó la estancia y se detuvo ante la pintura con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza inclinada hacia delante, postura que le confería un aspecto cómicamente parecido al de una caricatura de un visitante de una galería de arte o un asiduo a los museos.

Sí, constató, aunque las dimensiones del cuadro seguían siendo las mismas, estaba casi segura de que se había ensanchado de alguna manera. A la derecha, más allá del segundo rostro de piedra, el que miraba sin ver por entre la hierba alta, descubrió lo que parecía el borde de un claro. A la derecha, más allá de la mujer de la colina, vio la cabeza y los hombros de un poni pequeño y lanudo. Llevaba anteojeras, estaba pastando en la hierba alta, y parecía enganchado a una especie de vehículo, tal vez un carro, quizás una carreta o una tartana; Rosie no estaba segura, pues aquella parte quedaba fuera del cuadro, al menos de momento. Sin embargo, distinguía una parte de su sombra, así como otra sombra que surgía del mismo punto. Pensó que aquella segunda sombra sería la cabeza y los hombros de una persona. Tal vez alguien que estaba de pie junto al vehículo al que el poni estaba enganchado. O a lo mejor…

O a lo mejor te has vuelto loca, Rosie. No creerás en serio que el cuadro está creciendo, ¿verdad? ¿O que cada vez muestra más cosas, sí lo prefieres?

Pero lo cierto era que sí lo creía, lo veía, y aquella idea la emocionaba más de lo que la asustaba. Le habría gustado preguntar a Bill qué opinaba; le habría gustado saber si veía lo que ella veía… o creía ver.

El sábado, se prometió a sí misma. Quizá se lo pregunte el sábado.

Empezó a quitarse la ropa, y una vez en el baño diminuto, mientras se cepillaba los dientes, olvidó todo lo relativo a Rose Madder, la mujer de la colina. Se olvidó de Norman, de Anna, de Pam y de las Indigo Girls, que tocarían el sábado por la noche. Estaba pensando en la cena con Bill Steiner, repasando mentalmente todos y cada uno de los instantes de la velada.