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La invitación a cenar de Bill la cogió tan desprevenida después de darse cuenta de que no era Norman que aceptó. Suponía que el alivio también había desempeñado un papel importante. No fue hasta que estuvo sentada en el asiento del acompañante del coche de Bill cuando la señora Práctica-Sensata, que llevaba bastante tiempo relegada a un rincón, la alcanzó y le preguntó qué estaba haciendo, mira que salir con un hombre (un hombre mucho más joven que ella) al que no conocía. ¿Acaso estaba loca? Aquellas preguntas encerraban un matiz de terror verdadero, pero Rosie las identificó como lo que eran… Puro camuflaje. La pregunta más importante era tan espantosa que la señora Práctica-Sensata no se atrevió a formularla, ni siquiera en las profundidades de la cabeza de Rosie.

¿Y si Norman te encuentra? Aquella era la pregunta más importante. ¿Y si Norman la encontraba cenando con otro hombre? ¿Un hombre más joven y apuesto? El hecho de que Norman se hallara a mil doscientos kilómetros de allí bien poco le importaba a la señora Práctica-Sensata, quien en realidad no era nada Práctica ni Sensata, sino que estaba Asustada y Confusa.

Y Norman no era el único problema. No había estado a solas con ningún hombre aparte de su marido durante toda su vida de mujer, y ahora misma estaba hecha un auténtico lío de emociones. ¿Cenar con él? Sí, claro. Por supuesto. La garganta se le había estrechado hasta el tamaño de un alfiler, y tenía el estómago más revuelto que una lavadora.

Si Bill hubiera llevado algo más elegante que vaqueros limpios y descoloridos y camisa Oxford, o si hubiera lanzado la más mínima mirada dubitativa a su sencilla combinación de falda y jersey, Rosie habría declinado la invitación, y si el lugar al que la llevó le hubiera parecido demasiado difícil (era la única palabra que se le ocurría), no creía que hubiera sido capaz de apearse del Buick. Pero el restaurante parecía acogedor, no amenazador, un establecimiento brillantemente iluminado que se llamaba La Cocina del Abuelo, con ventiladores de techo y manteles a cuadros rojos y blancos extendidos sobre mesas de carnicero. Según el rótulo de neón del escaparate, en La Cocina del Abuelo se servía SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY. Los camareros eran señores mayores que llevaban zapatos negros y delantales largos atados debajo de los brazos. A Rosie le recordaban a los vestidos blancos de cintura estilo Imperio. Las personas sentadas a las mesas tenían el mismo aspecto que ella y Bill…, bueno, al menos que Bill; eran personas de clase media vestidos con ropa informal. A Rosie le pareció un lugar alegre y abierto, el tipo de lugar en que podría respirar.

Es posible, pero no tienen el mismo aspecto que tú, le susurró su mente, y no se te ocurra ni pensarlo, Rosie. Parecen seguros de sí mismos, felices, y sobre todo tienen aspecto de pertenecer a este lugar. Tú no, y nunca lo tendrás. Has pasado demasiados años con Norman, demasiadas noches sentada en el rincón, vomitando en tu delantal. Has olvidado cómo es la gente, de qué habla… si es que alguna vez lo has sabido. Si intentaras ser como estas personas, si te atrevieras siquiera a soñar con ser como estas personas, acabarías con el corazón destrozado.

¿Era cierto eso? Resultaba terrible pensar en ello. Porque una parte de ella era feliz, feliz de qué Bill Steiner hubiera ido a verla, feliz de que la hubiera invitado a cenar. No tenía ni la menor idea acerca de lo que sentía por él, pero un hombre la había invitado a salir…, y eso la hacía sentirse joven y mágica. No podía evitarlo.

Adelante, sé feliz, dijo Norman. Le susurró aquellas palabras al oído cuando ella y Bill cruzaban la puerta de La Cocina del Abuelo, aquellas palabras tan cercanas y reales que casi le pareció verlo pasar a su lado. Disfruta mientras puedas, porque luego te llevará a la oscuridad, y entonces querrá hablar contigo de cerca. O tal vez ni siquiera se molestará en hablar. A lo mejor te arrastra hasta el callejón más cercano, te acorrala en un rincón y te viola.

No, pensó. De repente, las brillantes luces del restaurante se le antojaron demasiado brillantes y lo oyó todo, todo, incluso los jadeos largos y perezosos de los ventiladores de techo que removían el aire. No, eso es mentira… ¡.Es un hombre amable, y eso es mentira!

La respuesta fue inmediata e inexorable, el Evangelio según Norman. Nadie es amable, cariño. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? En el fondo, todo el mundo es una mierda. Tú, yo, todo el mundo.

—¿Rose? —preguntó Bill—. ¿Estás bien? Te has puesto pálida.

No, no estaba bien. Sabía que aquella voz interior mentía, que procedía de una parte de su ser que seguía afectada por el veneno de Norman, pero lo que sabía y lo que sentía eran cosas bien distintas. No podía sentarse entre toda aquella gente, así de claro, sentarse y oler sus jabones, colonias y champús, escuchar sus charlas entremezcladas. No podía enfrentarse al camarero que invadiría su espacio con una lista de platos del día, algunos tal vez incluso en lengua extranjera. Y sobre todo, no podía enfrentarse a Bill Steiner, hablar con él, responder a sus preguntas, preguntándose todo el rato qué sensación le produciría sentir sus cabellos.

Abrió la boca para decirle que no estaba bien, que tenía el estómago revuelto y que por favor la llevase a casa, tal vez en otra ocasión. Pero entonces, al igual que había hecho en el estudio de grabación, pensó en la mujer de la túnica roja violácea, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, con la mano alzada y un hombro descubierto reluciendo en la extraña y nublada luz de aquel lugar. De pie en la colina, sin miedo, contemplando un templo en ruinas que parecía más embrujado que ninguna otra casa que Rose hubiera visto en su vida. Mientras visualizaba el cabello rubio peinado en una trenza, el brazalete de oro y la curva casi imperceptible del pecho, el estómago empezó a calmársele.

Puedo soportarlo, se dijo. No sé si podré comer, pero seguro que podré reunir valor suficiente para sentarme con él un rato en este lugar tan iluminado. ¿Voy a preocuparme por la posibilidad de que más tarde me viole? Creo que este hombre no tiene ni la más mínima intención de violarme. Eso no es más que otra de las ideas de Norman… Norman, que está convencido de que ningún negro ha poseído jamás una radio portátil que no haya robado a un blanco.

Aquella sencilla verdad le arrancó un suspiro de alivio, y se volvió hacia Bill con una sonrisa. Una sonrisa débil y algo temblorosa, pero sonrisa al fin y al cabo.

—Estoy bien —dijo por fin—. Un poco asustada, nada más. Tendrás que tener paciencia conmigo.

—¿No seré yo el que te asusta?

Pues sí, me asustas un montón, aseguró Norman desde el rincón de su mente en el que vivía como un tumor maligno.

—No, no exactamente —repuso alzando la vista para mirarlo; le costó un gran esfuerzo y sintió que se ruborizaba, pero lo logró—. Es que eres el segundo hombre con quien salgo en mi vida, y si esto es una cita, es la primera desde el baile de graduación. Y eso fue en 1980.

—Dios mío —murmuró él sin el menor asomo de burla—. Ahora soy yo el que está asustado.

Un camarero (Rosie no sabía si se trataba del maitre o si el maitre era otra persona) se acercó a ellos y les preguntó si querían sentarse en la zona de fumadores o en la de no fumadores.

—¿Fumas? —le preguntó Bill, y Rosie meneó la cabeza rápidamente—. Pues alguna mesa un poco apartada, por favor —indicó Bill al hombre de frac, y Rosie entrevió un destello verdoso, un billete de cinco dólares, creía, pasar de la mano de Bill a la del camarero—. Una mesa en un rincón, si puede ser.

—Por supuesto, señor.

El hombre los condujo a través de la sala brillantemente iluminada y coronada por los ventiladores que giraban con aire perezoso.

En cuanto estuvieron sentados, Rosie preguntó a Bill cómo la había encontrado, aunque suponía que ya lo sabía. Lo que en realidad le interesaba saber era por qué la había buscado.

—Gracias a Robbie Lefferts —explicó Bill—. Robbie viene de vez en cuando para ver si he recibido libros de bolsillo nuevos…, bueno, viejos, ya sabes lo que quiero decir…

Rosie recordaba a David Goodis… Fue mala suerte. Parry era inocente… Sonrió.

—Sabía que te había contratado para leer las novelas de Christina Bell porque vino especialmente para contármelo. Estaba muy emocionado.

—¿De verdad?

—Dijo que eras la mejor voz que había oído desde la grabación que Kathy Bates había hecho de El silencio de los corderos, y eso significa mucho… Robbie adora esa grabación, junto con la lectura que Robert Frost hizo de The Death of the Hired Man. La tiene en un disco viejo de treinta y tres revoluciones. Está rayadísimo, pero es una maravilla.

Rosie guardó silencio; estaba anonadada.

—Así que le pedí tu dirección. Bueno, es un decir. La verdad es que lo acosé hasta que me la dio. Robbie es muy vulnerable al acoso. Y para ser justo con él, Rosie…

Pero Rosie no oyó el resto. Rosie, estaba pensando. Me ha llamado Rosie. Ni siquiera se lo he pedido, pero lo ha hecho.

—¿Les apetece tomar algo? —preguntó un camarero que había aparecido junto al codo de Bill.

Era un hombre de edad, apuesto y digno que tenía aspecto de profesor de literatura. Un profesor al que le gustan los vestidos estilo imperio, pensó Rosie, y de repente le entraron ganas de reír.

—Yo tomaría té helado —repuso Bill—. ¿Y tú, Rosie?

Otra vez. Lo ha vuelto a hacer. ¿Cómo sabe que en realidad nunca he sido Rose, sino que siempre he sido realmente Rosie?

—Me parece bien.

—Dos tés helados, excelente —exclamó el camarero antes de recitar la lista de platos del día.

Para alivio de Rosie, todos estaban en inglés, y al oír las palabras Entrecóte a la parrilla estilo Londres sintió una punzada de hambre.

—Nos los pensaremos unos minutos, en seguida lo llamamos —dijo Bill.

El camarero se marchó, y Bill se volvió hacia Rosie.

—Otras dos cosas en favor de Robbie —señaló—. Me sugirió que pasara por el estudio… Trabajas en el edificio Corn, ¿verdad?

—Sí. En Tape Engine, así se llama el estudio.

—Ajá. En cualquier caso, me sugirió que pasara por allí, que por qué no salíamos los tres a tomar una copa cualquier tarde. Muy protector, casi paternal. Cuando le dije que no podía hacer eso, me hizo prometer por lo más sagrado que te llamaría antes de ir a tu casa. Y lo intenté, Rosie, pero en información no me dieron tu número. ¿No figuras en la guía?

—La verdad es que todavía no tengo teléfono —explicó ella sin faltar del todo a la verdad.

Por supuesto que no figuraba en la guía. Aquel servicio le había costado treinta dólares adicionales, un dinero que en realidad no podía permitirse gastar, pero aún menos podía permitirse que su número apareciera en los ordenadores policiales de su ciudad. Por las continuas quejas de Norman sabía que la policía no podía inspeccionar de forma arbitraria los números que no aparecían en la guía con la misma facilidad que los números que sí figuraban. Era ilegal, una violación de la intimidad a la que la gente renunciaba de forma voluntaria al permitir que la compañía telefónica incluyera sus números en la guía. Por tanto, los tribunales habían tomado una decisión, y al igual que la mayoría de los policías a los que había conocido en el transcurso de su matrimonio, Norman odiaba a muerte los tribunales y todas sus actividades.

—¿Por qué no podías pasar por el estudio? ¿Estabas fuera de la ciudad?

Bill cogió la servilleta, la desdobló y se la puso cuidadosamente sobre el regazo. Cuando volvió a alzar la cabeza, Rosie vio que su rostro había cambiado en cierto sentido, aunque le costó varios segundos captar de qué se trataba… Bill se había ruborizado.

—Bueno, es que no me apetecía salir contigo en grupo —confesó por fin—. Cuando sales en grupo no consigues realmente hablar con las personas. Bueno, es que quería…, bueno…, quería conocerte.

—Y aquí estamos —murmuró Rosie.

—Eso, aquí estamos.

—Pero ¿por qué querías conocerme? ¿Para salir conmigo? —Hizo una pausa antes de añadir el resto—: Quiero decir que, bueno, soy un poco mayor para ti, ¿no?

Bill la miró incrédulo por unos instantes, luego decidió que era una broma y se echó a reír.

—Sí —exclamó—. ¿Cuántos años tienes, abuelita? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

En un primer momento, Rosie creyó que era él quien le estaba gastando una broma, y no demasiado buena, la verdad, pero entonces se dio cuenta de que Bill hablaba en serio pese al tono ligero. Ni siquiera estaba intentando halagarla, sino tan sólo constatar un hecho. Lo que él consideraba un hecho, en cualquier caso. Aquello la desconcertó, y sus pensamientos volvieron a salir disparados en todas direcciones. Sólo uno se destacaba de la maraña con cierta claridad: los cambios de su vida no habían terminado con el hecho de encontrar trabajo y piso; con eso no habían hecho más que empezar. Era como si todo lo que había sucedido hasta entonces no hubieran sido más que temblores de advertencia, y ahora se hallara en los albores de un verdadero seísmo. No un terremoto, sino un seísmo de la vida, y de repente deseó con todas sus fuerzas que se produjera, la acometió una emoción que no alcanzaba a comprender.

Bill empezó a hablar, pero en aquel instante llegó el camarero con los vasos de té helado. Bill pidió un filete, y Rosie el entrecôte estilo Londres. Cuando el camarero le preguntó cómo lo quería, se dispuso a pedirlo al punto (comía la ternera al punto porque Norman la comía al punto) pero en seguida se corrigió.

—Poco hecho —pidió—. Muy poco hecho.

—¡Excelente! —exclamó el camarero como si realmente estuviera encantado.

Cuando el hombre se marchó, Rosie pensó en lo maravillosa que debía de ser la utopía de un camarero, un lugar en el que cualquier opción era excelente, fantástica, increíble.

Al volverse de nuevo hacia Bill vio que la seguía mirando con aquellos ojos inquietantes de motas verdes. Ojos muy excitantes.

—¿Fue espantoso? —le preguntó Bill—. Me refiero a tu matrimonio.

—¿En qué sentido? —replicó Rosie, algo incómoda.

—Ya me entiendes. Conozco a una mujer en la casa de empeños de mi padre, hablo con ella unos diez minutos y entonces me pasa lo más raro de mi vida… No puedo olvidarla. Es algo que he visto en las películas y alguna vez he leído en las revistas que te encuentras en la sala de espera del médico, pero jamás había creído en ello. Y ahora, bum, me pasa. Veo su rostro en la oscuridad cuando apago la luz. Pienso en ella cuando voy a comer. Yo… —Se interrumpió y la miró con expresión atenta y preocupada—. Espero no estar asustándote.

La estaba asustando mucho, pero al mismo tiempo no creía haber oído palabras tan maravillosas en toda su vida. Tenía mucho calor, excepto en los pies, que estaban helados, y aún oía los ventiladores removiendo el aire. Parecía haber unos mil al menos, un auténtico batallón de ventiladores.

—La mencionada mujer entra para venderme su anillo de compromiso, que cree que es un diamante…, aunque en el fondo, sabe que no lo es. Y entonces, cuando descubro dónde vive y voy a verla con un ramo en la mano y el corazón en la boca, por así decirlo, está a punto de abrirme la cabeza con una lata de macedonia.

Levantó la mano derecha con el pulgar y el dedo corazón casi juntos.

Rosie levantó la mano izquierda con el pulgar y el dedo corazón un poco más separados.

—En realidad fue así —corrigió—. Y soy como Roger Clemens… Lo tengo todo bajo control.

Bill se echó a reír. Era un sonido agradable y sincero que procedía del vientre. Al cabo de unos instantes, Rosie se unió a sus carcajadas.

—En cualquier caso, la señora no llega a disparar el misil, sino que se limita a blandirlo un poco y luego se lo esconde detrás de la espalda como un niño que hubiera robado un ejemplar del Playboy de un cajón del escritorio de su padre. Y me dice «Dios mío, lo siento», y me pregunto quién será el enemigo puesto que no soy yo. Y entonces me pregunto cómo será su ex marido, porque la señora entró en la tienda de mi padre con los anillos aún puestos. ¿Me sigues?

—Sí —asintió Rosie—. Creo que sí.

—Es importante para mí. Si te parezco un entrometido, bueno…, probablemente lo soy, pero… es que esta mujer me ha causado una fuerte impresión y no me haría mucha gracia que estuviera comprometida. Por otro lado, no me hace gracia que esté tan asustada que cada vez que llamen a la puerta tenga que abrir con una lata gigantesca de macedonia en la mano. ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?

—Sí —repitió Rosie—. Y mi marido es bastante ex. —Y entonces, sin motivo alguno, agregó—: Se llama Norman.

Bill asintió con aire solemne.

—Ahora entiendo por qué lo has abandonado.

Rosie lanzó una risita ahogada y se llevó una mano a la boca. Tenía el rostro más ardiente que nunca. Por fin logró dominarse, pero tuvo que enjugarse las lágrimas con la punta de la servilleta.

—¿Estás bien? —preguntó Bill.

—Sí, creo que sí.

—¿Quieres hablar de ello?

Una imagen repentina le cruzó por la mente con la claridad de una pesadilla muy vívida. Era la vieja raqueta de Norman, la Prince con el mango envuelto en cinta negra. Por lo que sabía, seguía colgada al pie de la escalera del sótano de su casa. Durante el primer año de matrimonio la había pegado varias veces con ella. Y unos seis meses después del aborto la había violado analmente con ella. Rosie había revelado muchas cosas acerca de su matrimonio (así era como lo llamaban, y a Rosie se le antojaba una palabra espeluznante y muy acertada a un tiempo) en el Círculo de Terapia de H y H, pero aquel detalle se lo había callado, el detalle de lo que había sentido al tener el mango envuelto en cinta de una Prince metido en el culo por un hombre sentado a horcajadas sobre ella, con las rodillas apretadas contra sus muslos; lo que había sentido al percibir que él se inclinaba sobre ella y le advertía que si se resistía, rompería el vaso que había sobre la mesilla de noche y le rebanaría el cuello con él. Lo que había sentido al estar allí tumbada, oliendo el dentífrico en su aliento y preguntándose hasta qué punto la estaría desgarrando.

—No —repuso, agradecida al comprobar que no le temblaba la voz—. No quiero hablar de Norman. Me maltrataba, así que lo dejé. Fin de la historia.

—Muy bien —accedió Bill—. ¿Y ha salido de tu vida para siempre?

—Para siempre.

—¿Lo sabe él? Sólo lo pregunto por la forma en que has abierto la puerta. Es evidente que no esperabas a un misionero mormón.

—No sé si lo sabe o no —repuso Rosie tras reflexionar unos instantes; sin duda se trataba de una pregunta justificada.

—¿Le tienes miedo?

—Oh, sí, desde luego. Pero eso no significa gran cosa necesariamente. Todo me da miedo. Todo es nuevo para mí. Mis amigas de… Mis amigas dicen que lo superaré, pero no sé.

—No has tenido miedo de salir a cenar conmigo.

—Oh, sí que he tenido miedo. Estaba aterrorizada.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Rosie abrió la boca para explicarle lo que había pensado un rato antes, que la había cogido desprevenida, pero decidió callárselo. Era la verdad, pero no era la verdad dentro de la verdad, y en aquel terreno no quería contar medias verdades. No sabía si ellos dos podían llegar a tener algún futuro más allá de aquella cena en La Cocina del Abuelo, pero si lo tenían, las medias verdades serían un mal comienzo.

—Porque quería —dijo por fin en voz baja pero clara.

—De acuerdo. Dejemos el tema.

—Y dejemos también el tema de Norman.

—¿De verdad se llama así?

—Sí.

—Como Norman Bates.

—Como Norman Bates.

—¿Puedo preguntarte otra cosa, Rosie?

—Siempre y cuando no me hagas prometer que contestaré —puntualizó ella con una sonrisa.

—Vale. Pensabas que eras mayor que yo, ¿verdad?

—Sí —asintió Rosie—. Sí, lo pensaba. ¿Cuántos años tienes, Bill?

—Treinta. Lo cual significa que debemos de tener más o menos la misma edad. Pero has supuesto casi automáticamente que no sólo eras mayor que yo, sino mucho mayor. Así que, ahí va la pregunta. ¿Preparada?

Rosie se encogió de hombros con cierta inquietud.

Bill se inclinó hacia ella, con aquellos fascinantes ojos verdosos fijos en los suyos.

—¿Sabes que eres hermosa? —preguntó—. No es palabrería, sino que te lo pregunto por curiosidad. ¿Sabes que eres hermosa? No, ¿verdad?

Rosie abrió la boca, pero de ella no brotó nada aparte de un leve sonido gutural, más parecido a un silbido que a un suspiro.

Bill puso una mano sobre la de ella y se la apretó con suavidad. Fue un contacto breve, pero iluminó sus nervios como una corriente eléctrica, y por un instante, lo único que vio fue a Bill, su cabello, su boca y sobre todo sus ojos. El resto del mundo había desaparecido, como si los dos se hallaran en un escenario con todas las luces apagadas salvo un cañón que los iluminaba sólo a ellos.

—No te burles de mí —advirtió Rosie con voz temblorosa—. Por favor, no te burles de mí. No lo soportaría.

—No, nunca se me ocurriría burlarme de ti —replicó Bill con aire ausente, como si aquel tema quedara fuera de toda discusión, caso cerrado—. Pero te diré lo que vea. —Sonrió y volvió a extender la mano para rozar la de Rosie—. Siempre te diré lo que vea. Te lo prometo.