Bill Steiner estaba a punto de volver a llamar, maldiciendo su nerviosismo (era un hombre que por lo general no se ponía nervioso en asuntos de mujeres), cuando ella contestó.
—Ya voy. Ya voy, un momento.
No parecía enfadada, gracias a Dios, de modo que tal vez no la había sacado del baño.
¿Qué narices hago aquí?, se preguntó mientras oía los pasos de Rose acercarse a la puerta. Esto es como una escena de una comedia romántica de tres al cuarto, la clase de película a la que ni Tom Hanks puede sacar partido.
Tal vez era cierto, pero ello no cambiaba el hecho de que la mujer que había ido a su tienda la semana anterior se le había quedado grabada en la memoria. Y en lugar de ir desapareciendo con el paso de los días, el efecto que había surtido en él parecía ser acumulativo. Sabía dos cosas con certeza. Era la primera vez en su vida que compraba flores para una mujer a la que no conocía, y no se había puesto tan nervioso antes de pedir a una chica que saliera con él desde los dieciséis años.
Cuando los pasos llegaron al otro lado de la puerta, Bill vio que una de las grandes margaritas estaba a punto de escaparse del ramo. La ajustó en el momento en que se abría la puerta, y al levantar la vista vio a la mujer que había cambiado el diamante falso por un cuadro bastante malo mirándolo con ojos asesinos y blandiendo lo que parecía una lata de macedonia. Parecía paralizada entre el deseo de asestar un golpe preventivo y el esfuerzo con que su mente acababa de darse cuenta de que él no era la persona que esperaba. Bill pensó más tarde que aquél fue uno de los momentos más exóticos de su vida.
Los dos se quedaron mirando en la puerta de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street, él con su ramo de flores primaverales de la floristería de Hitchens Avenue, ella con su lata de macedonia de un kilo levantada sobre la cabeza, y aunque el silencio no duró más de dos o tres segundos, a Bill se le antojó eterno. Sin duda fue lo bastante largo como para que se diera cuenta de algo inquietante, desconcertante, molesto, asombroso y maravilloso. El hecho de verla no cambiaba las cosas, como había esperado, sino que las empeoraba. No era hermosa, al menos no desde un punto de vista convencional, pero a sus ojos era bellísima. El aspecto de sus labios y la línea de su mandíbula le cortaban la respiración, y el sesgo gatuno de sus ojos de color gris azulado le hacía temblar las piernas. Sentía la sangre alterada y las mejillas ardientes. Sabía muy bien qué indicaban aquellos síntomas, y se enfureció al notar que se apoderaban de él.
Le alargó las flores con una sonrisa esperanzada, pero sin perder de vista la lata.
—¿Tregua? —preguntó.