Mientras Rosie hacía la compra, Norman Daniels yacía sobre una cama del hotel Whitestone en ropa interior, fumando un cigarrillo y mirando al techo.
Había empezado a fumar como tantos otros niños, robando cigarrillos del paquete de Pall Mall de su padre, arriesgándose a recibir una paliza si lo sorprendían, pensando que el riesgo bien merecía la pena si se tenía en cuenta la categoría que daba ser visto en el centro, en la esquina de State con la carretera 49, apoyado contra un poste telefónico delante de la droguería de Aubreyville y la oficina de correos, con el cuello de la chaqueta subido y ese cigarrillo colgado del labio inferior. Mira, muñeca, mira qué guay que soy. Cuando tus amigos pasaban en sus coches viejos, ¿cómo iban a adivinar que habías birlado el pitillo del paquete que tu viejo guardaba en el ropero, o que la única vez que habías hecho acopio de valor suficiente para ir a comprar un paquete en la droguería, el viejo Gregory había resoplado y te había dicho que volvieras cuando te creciera el bigote?
Fumar había sido la hostia a los quince años, la hostia, algo que lo compensaba por todas las cosas que no podía tener, como por ejemplo, un coche, aunque fuera una cafetera vieja como las que conducían sus amigos, coches con parches de selladora en la carrocería y «acero de plástico» blanco alrededor de los faros y los parachoques que se sujetaban con alambre retorcido, y a los dieciséis años estaba enganchado a dos paquetes diarios y una tos de campeonato por las mañanas.
Tres años después de que se casara con Rose, toda la familia de ella, es decir, su padre, su madre y su hermano de dieciséis años, habían muerto en aquella misma carretera 49. Volvían de pasar la tarde nadando en la Cantera de Philo cuando un camión de grava se había desviado y se los había merendado como si tal cosa. Habían encontrado la cabeza seccionada del viejo McClendon en un surco a treinta metros del lugar, con la boca abierta y un buen cagarro de cuervo en el ojo (por entonces Daniels ya era policía, y los policías se enteraban de aquellas cosas). Aquel accidente no había alterado a Daniels en lo más mínimo; de hecho, había quedado encantado. Por lo que a él respectaba, McClendon había sido propenso a preguntar a su hija cosas que no le incumbían en absoluto. Rosie ya no era hija de McClendon, a fin de cuentas, no a los ojos de la ley. A los ojos de la ley se había convertido en la esposa de Norman Daniels.
Dio una profunda chupada al cigarrillo, exhaló tres anillos de humo y los siguió con la mirada mientras flotaban hacia el techo en fila india. Afuera, los coches rugían y tocaban el claxon. Sólo llevaba medio día en aquella ciudad y ya la odiaba. Era demasiado grande. Tenía demasiados escondrijos. Aunque no importaba, porque iba por buen camino, y muy pronto, una pared de ladrillos muy pesada y muy dura se desplomaría sobre la hijita descarriada de Craig McClendon, Rosie.
En el funeral de los McClendon, una ceremonia triple a la que había asistido la práctica totalidad de los habitantes de Aubreyville, Daniels había empezado a toser y ya no había podido detenerse. La gente había empezado a girarse para mirarlo, y Daniels odiaba aquella clase de miradas más que cualquier otra cosa en el mundo. Con el rostro enrojecido, furioso y avergonzado (aunque incapaz de dejar de toser), Daniels había salido de la iglesia cubriéndose inútilmente la boca con la mano, dejando atrás a su joven y sollozante esposa.
Se había quedado delante de la iglesia, tosiendo con tal intensidad que se había visto obligado a apoyar las manos en las rodillas para no caer desmayado, mirando con ojos lacrimosos a las personas que habían salido a fumar un cigarrillo, tres hombres y dos mujeres que no habían podido aguantar el mono ni durante la miserable media hora que duraba el funeral, y de repente había decidido que nunca más fumaría. Así de fácil. Sabía que el acceso de tos podía deberse a sus habituales alergias estivales, pero no importaba. Era un hábito estúpido, tal vez el hábito más estúpido del universo, y no iba a permitir que un forense escribiera Pall Mall en la casilla de su certificado de defunción destinada a la causa de la muerte.
El día en que llegó y comprobó que Rosie se había marchado, de hecho, aquella noche, tras descubrir que la tarjeta del cajero había desaparecido y que ya no podía aplazar por más tiempo el hecho de afrontar lo que tenía que afrontar, había bajado al Store 24 para comprarse el primer paquete de cigarrillos en once años. Había vuelto a su vieja marca como un asesino que volviera al escenario del crimen. In hoc signo vinces, decía cada paquete rojo sangre, en este signo vencerás, según su viejo, que había conquistado a la madre de Daniels en numerosas reyertas de cocina, pero poco más, por lo que Norman sabía.
La primera calada lo había mareado, y tras apurar el primer cigarrillo hasta el final, había estado convencido de que vomitaría, se desmayaría o sufriría un infarto. Tal vez las tres cosas al mismo tiempo. Pero aquí estaba, fumando de nuevo dos paquetes diarios y tosiendo la misma tos cavernosa cuando se levantaba cada mañana. Era como si nunca lo hubiera dejado.
Pero no importaba; estaba atravesando una experiencia vital muy estresante, como solían decir los comecocos, y cuando la gente atravesaba experiencias vitales estresantes, con frecuencia retomaban viejos hábitos. Los hábitos, sobre todo los malos como fumar y beber, eran muletas, decía la gente. ¿Y qué? Si cojeas, ¿qué hay de malo en usar muletas? En cuanto se hubiera encargado de Rosie (en cuanto se hubiera asegurado de que, si había un divorcio informal, sería bajo sus condiciones, por así decirlo), prescindiría de todas sus muletas.
Y esta vez para siempre.
Norman giró la cabeza para mirar por la ventana. Todavía no había oscurecido, pero faltaba poco. En cualquier caso, era hora de moverse. No quería llegar tarde a su cita. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto que había sobre la mesilla de noche, junto al teléfono, bajó los pies de la cama y empezó a vestirse.
No tenía ninguna prisa, eso era lo mejor del caso; tenía un montón de días libres acumulados, y el capitán Hardaway no había dudado en concedérselos. Ello se debía a dos razones, creía Norman. En primer lugar, los periódicos y los canales de televisión lo habían convertido en el hombre del mes; en segundo, al capitán Hardaway no le caía bien, le había echado a los perros de Asuntos Internos en dos ocasiones bajo acusación de abuso de fuerza, y sin duda había estado encantado de librarse de él por un tiempo.
—Esta noche, zorra —murmuró Norman mientras bajaba en el ascensor con la única compañía de su reflejo en el espejo viejo y destartalado que se alzaba en la parte trasera de la cabina—. Esta noche, si tengo suerte. Y creo que voy a tener suerte.
Delante del hotel se alineaban varios taxis, pero Daniels pasó de largo. Los taxistas llevaban un registro y a veces recordaban las caras. No, volvería a tomar el autobús. Esta vez un autobús urbano. Se dirigió con rapidez a la parada, preguntándose si se habría engañado con eso de que tendría suerte, pero decidió que no. Estaba cerca, lo sabía. Lo sabía porque había logrado introducirse de nuevo en la mente de Rose.
El autobús, uno de la línea Verde, dobló la esquina y se detuvo junto a Norman. Subió, pagó con cuatro monedas de veinticinco, se sentó al fondo del vehículo (esta noche no tenía que ser Rosie, qué alivio), y miró por la ventana mientras dejaban atrás las calles. Rótulos de bares. Rótulos de restaurantes. SANDWICHERÍA. CERVEZA. PIZZA EN PORCIONES. EXCITANTES CHICAS EN TOPLESS.
No perteneces a este lugar, Rose, pensó mientras el autobús pasaba por delante de un restaurante llamado La Cocina del Abuelo, SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY, rezaba el rótulo fluorescente rojo del escaparate. No perteneces a este lugar, pero no importa, porque ahora estoy aquí. He venido para llevarte a casa. Bueno, para llevarte a algún sitio, en cualquier caso.
Las marañas de neón y el cielo aterciopelado que se iba oscureciendo le recordaron los viejos tiempos, cuando la vida no parecía tan extraña y en cierto modo claustrofóbica, como las paredes de una habitación que se hace más y más pequeña, cerniéndose lentamente sobre ti. Cuando las luces de neón se encendían empezaba la fiesta, al menos así había sido en los años relativamente sencillos en los que él tenía veintitantos. Aquellos tiempos habían pasado a la historia, pero casi todos los policías, los buenos policías, sabían cómo moverse en la oscuridad. Cómo deslizarse detrás de las luces de neón y mezclarse entre la escoria de la ciudad. Un policía que no supiera hacerlo no duraba mucho.
Había observado los rótulos y calculaba que debían de estar acercándose a Carolina Street. Se levantó, caminó hasta la parte delantera y permaneció allí de pie sujetándose a la barra. Cuando el autobús se detuvo en la esquina y las puertas se abrieron, bajó la escalerilla y se zambulló en la oscuridad sin pronunciar palabra.
Había comprado un plano de la ciudad en el quiosco del hotel, seis dólares y cincuenta centavos, indignante, pero el precio de preguntar a los transeúntes podía ser mucho más alto. La gente recordaba a las personas que les preguntaban; a veces incluso las recordaban al cabo de cinco años, increíble pero cierto. Por tanto, más le valía no preguntar. En caso de que sucediera algo. Algo malo. Probablemente no sucedería nada, pero más valía prevenir.
Según el plano, Carolina Street atravesaba Beaudry Place a cuatro manzanas de la parada. Un paseo muy agradable en una noche cálida. En Beaudry Place vivía el judío de Asistencia al Viajero.
Daniels caminaba despacio, dando un paseo en realidad, con las manos embutidas en los bolsillos. Caminaba con una expresión aturdida y ligeramente drogada en el rostro, una expresión que no dejaba entrever en absoluto que en realidad todos sus sentidos estaban en alerta roja. Registraba cada coche que pasaba, cada transeúnte, en busca de alguien que lo estuviera mirando. Que lo estuviera viendo. No había nadie, y eso era bueno.
Al llegar a la casa de Tambor —y eso era precisamente, una casa, y no un piso, qué suerte—, pasó por delante de ella dos veces, observando el coche aparcado en el camino de entrada y la luz que se filtraba por la ventana de la planta baja. La ventana del salón. Las cortinas estaban descorridas, pero las persianas interiores estaban bajadas. A través de ellas vislumbró un brillo de color suave que debía de proceder del televisor. Tambor estaba levantado, Tambor estaba en casa, Tambor estaba mirando la tele y quizá comiéndose un par de zanahorias antes de dirigirse a la terminal de autobuses, donde intentaría ayudara más mujeres demasiado estúpidas como para merecer ayuda. O demasiado malas.
Tambor no llevaba alianza, y a Norman le había parecido un moñas reprimido, pero más valía prevenir. Recorrió el camino de entrada y escudriñó el Ford, de unos cuatro o cinco años de antigüedad, en busca de indicios que revelaran que el hombre no vivía solo. No vio nada alarmante.
Satisfecho, volvió a recorrer con la mirada la calle residencial y no vio a nadie.
No llevas máscara, pensó. Ni siquiera tienes una media que ponerte encima de la cabeza, Normie, ¿verdad?
No, no llevaba nada.
Lo has olvidado, ¿verdad?
Bueno…, la verdad era que no. No lo había olvidado. Tenía la sensación de que cuando el sol saliera al día siguiente, habría un judío urbano menos en el mundo. Porque a veces ocurren cosas horribles incluso en barrios residenciales agradables como aquél. A veces entraba alguien, casi siempre negros o yonkis, por supuesto, y ya estaba liada. Triste pero cierto. Así es la vida, como proclamaban miles de camisetas y adhesivos. Ya veces, por difícil que resultara de creer, pasaban cosas malas a las personas correctas en lugar de las equivocadas. Judíos que leían el Pravda y ayudaban a esposas a escapar de sus maridos, por ejemplo. Era algo intolerable; no era forma de llevar una sociedad. Si todo el mundo hiciera lo mismo, ni siquiera habría sociedad.
Sin embargo, se trataba de un comportamiento bastante rampante, pues la mayoría de los liberales se salía con la suya. No obstante, la mayoría de los liberales no había cometido el error de ayudar a su mujer…, y ese hombre sí. Norman lo sabía tan bien como sabía su nombre. Ese hombre la había ayudado.
Subió la escalinata, echó un último vistazo a su alrededor y por fin llamó al timbre. Esperó unos instantes y volvió a llamar. Sus oídos, sintonizados ya para captar el menor ruido, oyeron el sonido de unos pies que se acercaban, pero no clack-clack-clack, sino shi-shi-shi. Tambor en calcetines. Qué mono.
—Ya voy, ya voy —exclamó Tambor.
La puerta se abrió. Tambor lo miró con sus grandes ojos acuosos detrás de las gafas de montura de concha.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó.
Llevaba la camisa desabrochada y fuera del pantalón, colgando sobre una camiseta de tirantes, como las que solía llevar Norman, y de repente fue demasiado para él, fue la gota que colmó el vaso, lo último de lo último, y se volvió loco de furia. ¡Que un hombre como aquél llevara una camiseta como aquélla! ¡Una camiseta de hombre blanco!
—Creo que sí —repuso Norman.
Algo en su rostro o en su voz (tal vez en ambos) debió de alarmar a Slowik, porque abrió los ojos castaños de par en par y retrocedió con una mano sobre la puerta, sin duda con la intención de cerrársela a Norman en las narices. Pero era demasiado tarde. Norman avanzó con rapidez, asió los costados de la camiseta de Slowik y lo empujó al interior de la casa. Al mismo tiempo propinó una patada a la puerta para cerrarla, sintiéndose tan grácil como Gene Kelly en un musical de la Metro Goldwyn Mayer.
—Sí, creo que sí —repitió—. Espero por tu bien que puedas. Voy a hacerte unas preguntas, Tambor, buenas preguntas, y ya puedes ir rezando a tu Dios judío y narigudo para que te ayude a encontrar buenas respuestas.
—¡Salga de mi casa! —gritó Slowik—. ¡Váyase o llamo a la policía!
Norman Daniels lanzó una carcajada al oír aquello, y a continuación dio la vuelta a Slowik, retorciéndole el brazo izquierdo hasta que el puño le rozó el escuálido omóplato derecho. Slowik profirió un grito. Norman lo agarró por los testículos.
—Cállate —ordenó—. Cállate ahora mismo o te destrozo los huevos. Y tú los oirás explotar.
Tambor se calló. Jadeaba y emitía algún que otro gemido ahogado, pero Norman podía soportar eso. Empujó a Tambor hacia el salón, donde subió el volumen del televisor con el mando a distancia que encontró sobre una mesita.
Llevó a su nuevo amigo a la cocina y lo soltó.
Apóyate contra la nevera —ordenó—. Quiero ver tu culo y tus omóplatos aplastados contra la nevera, y si te separas aunque sólo sea un centímetro, te arranco los labios, ¿estamos?
—S-s-sí —farfulló Tambor—. ¿Quién-quién es usted?
Todavía se parecía a Tambor, el amigo de Bambi, pero su voz empezaba a sonar como la lechuza de la vieja película de Disney.
—Irving R. Levine, de Noticias de la NBC —replicó Norman—. Así es como paso mi día libre.
Empezó a abrir los cajones del mostrador sin perder de vista a Tambor. No creía que el hombre echara a correr, pero podía darse el caso. Cuando las personas traspasaban cierto umbral de miedo, se volvían más imprevisibles que un tornado.
—¿Qué…? No sé qué…
—No tienes que saber qué —lo atajó Norman—. Eso es lo bueno, Tambor. No tienes que saber una mierda aparte de las respuestas a unas cuantas preguntas muy simples. Lo demás déjamelo a mí. Soy un profesional. Tu seguro servidor.
Encontró lo que buscaba en el quinto y último cajón: dos manoplas de cocina con estampado de flores. Qué monas. Justo lo que ese judío tan pulcro usaría para sacar sus cacerolas kosher de su pequeño horno kosher. Norman se las puso y a continuación limpió a toda prisa las huellas que hubiera podido dejar en los tiradores de los cajones. Luego llevó a Tambor de vuelta al salón, donde cogió el mando a distancia y lo limpió con la pechera de su camisa.
—Ahora vamos a hablar de hombre a hombre, Tambor —anunció mientras limpiaba el mando.
Tenía la garganta inflamada, y la voz que brotaba de ella apenas sonaba humana, ni siquiera a él. No le sorprendió descubrir que tenía una erección che caballo. Arrojó el mando a distancia sobre el sofá y se volvió hacia Slowik, que estaba de pie con los hombros caídos y lágrimas brotándole bajo las gafas de montura de concha. Allí de pie con la camiseta de hombre blanco.
—Voy a hablar contigo de cerca. Muy de cerca. ¿Te lo crees? Será mejor que te lo creas, Tambor. Será mejor que te lo creas.
—Por favor —gimió Slowik extendiendo las manos hacia Norman—. Por favor, no me haga daño. Se ha equivocado de persona… Quiera lo que quiera de mí, no puedo ayudarle.
Pero al final, Slowik ayudó bastante. Por entonces ya estaban en el sótano, porque Norman había empezado a morder, y ni siquiera el televisor a pleno volumen habría ahogado por completo los gritos del hombre. Pero con gritos o sin ellos, Slowik ayudó bastante.
Cuando terminó la diversión, Norman encontró las bolsas de basura debajo del fregadero. En una de ellas metió las manoplas de cocina y su propia camisa, que ya no podía llevar en público. Se llevaría la bolsa para librarse de ella más tarde.
Arriba, en el dormitorio de Tambor, sólo halló una prenda que pudiera siquiera cubrir a medias su torso mucho más ancho, un suéter holgado y desteñido de los Chicago Bulls. Norman lo dejó sobre la cama, fue al cuarto de baño de Tambor y abrió la ducha de Tambor. Mientras esperaba a que el agua se calentara, echó un vistazo al botiquín de Tambor, encontró un frasco de analgésicos y se tomó cuatro. Le dolían los dientes y las mandíbulas. Tenía toda la mitad inferior del rostro cubierta de sangre, pelos y jirones de piel.
Se metió en la ducha y cogió la pastilla de jabón de Tambor, recordándose que debía meterla en la bolsa de basura. De hecho, no sabía hasta qué punto le servirían todas aquellas precauciones, pues no sabía cuántas pruebas forenses había dejado en el sótano. Había perdido el control durante un rato.
—Erraaaante Rose… Errante Rose… dónde te escondes… nadie lo sabe… salvaje y descarriada… así has crecido… ¿Quién puede aferrarse… a la errante Rose? —cantó mientras se lavaba el pelo.
Cerró el grifo de la ducha, salió y contempló su reflejo borroso y fantasmal en el espejo empañado que había sobre el lavabo.
—Yo puedo aferrarme a ella —concluyó con voz monótona—. Yo.