31

A las siete menos cuarto de aquella tarde, Rosie introdujo la llave en la cerradura de la habitación de Trenton Street en la que vivía. Estaba cansada y tenía calor, pues el verano había llegado pronto a aquella ciudad, pero también se sentía feliz. Debajo del brazo llevaba una bolsa de comestibles. De la parte superior sobresalía un fajo de octavillas que anunciaban el Picnic y Concierto de Hijas y Hermanas. Rosie había pasado por H y H para contar a sus amigas cómo le había ido el primer día de trabajo (tenía que contárselo a alguien, pues de lo contrario iba a estallar), y cuando ya se marchaba, Robin St. James le había pedido que se llevara un puñado de octavillas para intentar colgarlas en las tiendas de su barrio. Intentando no revelar cuánto la emocionaba el hecho de tener un barrio, Rosie prometió intentar colocar tantas octavillas como le fuera posible.

—Me salvas la vida —agradeció Robin; aquel año era la encargada de la venta de entradas, y no ocultaba el hecho de que hasta ahora la venta no iba demasiado bien—. Y si alguien te pregunta, Rosie, diles que esto no es un hogar para adolescentes descarriadas y que no somos tortilleras. Estas historias son las que fastidian la venta. ¿Lo harás?

—Claro.

Sin embargo, sabía que no lo haría. No se imaginaba echando a un tendero al que no había visto en su vida un sermón acerca de lo que era Hijas y Hermanas… o de lo que no era.

Pero puedo decir que son mujeres muy agradables, pensó al tiempo que encendía el ventilador y abría la nevera para guardar sus escasas compras.

—No, diré señoras. Señoras muy agradables —agregó en voz alta.

Claro, era una idea mucho mejor. Por alguna razón, los hombres, sobre todo los que pasaban de los cuarenta, se sentían más cómodos con aquella palabra que con la palabra mujeres. Era una tontería (y el modo en que algunas mujeres se agitaban y cloqueaban por la semántica era una tontería aún mayor, en opinión de Rosie), pero pensar en ello le trajo a la memoria una imagen: Norman al hablar de las prostitutas a las que a veces detenía. Jamás las llamaba señoras (ésa era la palabra que empleaba para referirse a las esposas de sus compañeros, como por ejemplo, «La esposa de Bill Jessup es una señora muy agradable», ni tampoco mujeres. Las llamaba tías. Esas tías esto y esas tías lo otro. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de lo mucho que odiaba aquella palabrita. Tías. Como el sonido que se emite al escupir.

Olvídale, Rosie. Norman no está aquí. Y nunca estará aquí.

Como siempre, aquella sencilla idea la inundaba de gozo, asombro y gratitud. Le habían explicado, sobre todo en el Círculo de Terapia de H y H, que aquella sensación eufórica se le pasaría, pero le costaba creerlo. Estaba sola. Había escapado del monstruo. Era libre.

Rosie cerró la puerta de la nevera, se volvió y miró al otro lado de la habitación. El mobiliario era minimalista, y aparte del cuadro, no había decoración, pero pese a ello no vio nada que no le diera ganas de gritar de alegría. Vio las bonitas paredes color crema que Norman Daniels jamás había visto, una silla de la que Norman Daniels nunca la había arrancado por «hacerse la listilla», un televisor que Norman Daniels nunca había mirado, gruñendo al escuchar las noticias o riendo las gracias de las reposiciones de Todos en familia o Cheers.

Y lo mejor de todo, no había un solo rincón en el que Rosie hubiera estado sentada, llorando y recordándose que debía vomitar en el delantal si se le revolvía el estómago. Porque Norman no estaba allí. Nunca estaría allí.

—Estoy sola —murmuró Rosie… y entonces se abrazó de alegría.

Atravesó la estancia en dirección al cuadro. La túnica de la mujer rubia parecía relucir a la luz de finales de primavera. Y ella sí era una mujer, pensó Rosie. No una señora ni, desde luego, una tía. Estaba allí de pie sobre la colina, contemplando sin miedo el templo en ruinas y los dioses caídos…

¿Dioses? Pero si sólo hay uno…, ¿verdad?

No, comprobó en aquel momento, había dos: el que observaba con serenidad los nubarrones de tormenta desde su lugar cerca del pilar caído, y otro que yacía en el extremo derecho del cuadro. Éste miraba de lado por entre la hierba alta. Apenas se apreciaba la curva blanca de la frente, la órbita de un ojo y el lóbulo de una oreja; el resto permanecía oculto. No había reparado en él hasta entonces, pero ¿qué más daba? Probablemente había muchas cosas en el cuadro en las que no había reparado, gran cantidad de pequeños detalles… Era como esos dibujos de ¿Dónde está Wally?, llenos de cosas que al principio no se veían, y…

… y todo eso no eran más que chorradas. De hecho, el cuadro era muy sencillo.

—Bueno —susurró Rosie—, al menos lo era.

Recordó la historia que Cynthia había contado sobre el cuadro de la vicaría en la que se había criado… De Soto mira al Oeste. Se había sentado frente a él durante horas, mirándolo como quien mira la televisión, mirando cómo se movía el río.

—Fingiendo que miraba cómo se movía —se corrigió Rosie.

Abrió la ventana con la esperanza de que la brisa llenara la habitación. Las voces agudas de los niños jugando en el parque y de otros niños mayores jugando a béisbol inundaron la estancia.

—Fingiendo, nada más. Eso es lo que hacen los niños. Yo también lo hacía.

Encajó un palo en la ventana para mantenerla abierta, pues permanecía abierta durante unos instantes para luego cerrarse con estruendo si no la sujetaba, y se volvió de nuevo hacia el cuadro. Se le acababa de ocurrir una idea espeluznante, una idea tan poderosa que casi se le antojaba cierta. Los pliegues y arrugas del vestido rojo violáceo no eran los mismos. Habían cambiado de posición. Habían cambiado de posición porque la mujer que llevaba la toga, la túnica o lo que fuera había cambiado de posición.

—Estás loca si piensas eso —susurró Rosie con el corazón desbocado—. Loca de atar. Lo sabes, ¿verdad?

Lo sabía. Sin embargo, se acercó más al cuadro y lo examinó con fijeza. Permaneció en aquella postura, con los ojos a escasos centímetros de la mujer de la colina, durante casi treinta segundos, conteniendo la respiración para no empañar el vidrio que cubría la pintura. Por fin retrocedió y espiró el aire de los pulmones en un suspiro de alivio. Las arrugas y los pliegues de la túnica no habían cambiado ni un ápice. Estaba segura de ello. (Bueno, casi segura). Era su imaginación, que le estaba jugando una mala pasada después de un día muy largo, un día maravilloso y agotador a un tiempo.

—Sí, pero lo he superado —explicó a la mujer de la túnica.

Hablar en voz alta con la mujer del cuadro le parecía completamente normal. Tal vez un poco excéntrico, pero ¿qué más daba? No hacía daño a nadie. ¿Quién iba a enterarse? Y el hecho de que la mujer rubia estuviera de espaldas le hacía creer que realmente la estaba escuchando.

Rosie se acercó de nuevo a la ventana, apoyó las palmas de las manos sobre la repisa y contempló el parque. A1 otro lado de la calle, los niños reían, corrían por las bases y se columpiaban. Justo debajo de ella, un coche se estaba deteniendo junto al bordillo. Poco tiempo atrás, ver un coche pararse tan cerca de ella la habría aterrorizado, la habría llenado de visiones del puño de Norman y su anillo flotando hacia ella con las palabras Servicio, Lealtad, Comunidad tornándose cada vez más grandes hasta que parecían llenar el mundo entero…, pero aquellos tiempos ya eran historia. Gracias a Dios.

—La verdad, creo que he hecho algo más que superar el día —explicó al cuadro—. Creo que lo he hecho muy bien. Es lo que piensa Robbie, eso lo sé, pero a la que de verdad tenía que convencer era a Rhoda. Creo que estaba predispuesta a que yo no le gustara, porque al fin y al cabo era Robbie el que me había encontrado.

Se volvió de nuevo hacia el cuadro como una mujer que se vuelve hacia una amiga para ver en su rostro cómo se ha tomado una idea o una frase, pero por supuesto, la mujer del cuadro siguió contemplando el templo en ruinas de espaldas a Rosie.

—Ya sabes lo maliciosas que podemos ser las tías —prosiguió Rosie con una carcajada—. Pero creo que realmente le he gustado. Sólo hemos hecho cincuenta páginas, pero hacia el final ya me salía mucho mejor, y además esos viejos libros de bolsillo son cortos. Apuesto lo que sea a que acabo éste el miércoles por la tarde, ¿y sabes qué? Estoy ganando casi ciento veinte dólares al día, no a la semana, sino al día, y quedan otras tres novelas de Christina Bell. Si Robbie y Rhoda me las dan…

Se detuvo en seco, mirando el cuadro con los ojos abiertos de par en par, sin oír los gritos agudos procedentes del parque, sin oír siquiera los pasos que subían por la escalera. Tenía la mirada fija en el extremo derecho del cuadro, la curva de la frente, la curva del ojo vacío y desprovisto de pupila, la curva de la oreja. De repente comprendió algo. Estaba en lo cierto y equivocada al mismo tiempo…, en lo cierto respecto a que la segunda estatua no había sido visible hasta entonces, equivocada acerca de la impresión de que la cabeza de piedra se había materializado en el cuadro mientras ella grababa El pez manta. La idea de que los pliegues del vestido de la mujer habían cambiado de posición podía haber obedecido al esfuerzo de su inconsciente por reforzar esa primera impresión errónea creando una alucinación. A fin de cuentas, eso tenía un poco más de sentido que lo que estaba viendo ahora.

—El cuadro ha crecido —dijo Rosie.

No, no se trataba de eso exactamente.

Levantó las manos, las suspendió en el aire delante del cuadro colgado y constató que la pintura seguía ocupando un metro por setenta centímetros de pared. Asimismo, veía la misma cantidad de relleno blanco dentro del marco, así que, ¿qué narices le pasaba?

La segunda cabeza de piedra no estaba antes, eso es lo que pasa, pensó. A lo mejor…

De repente, Rosie sintió náuseas y se le revolvió el estómago. Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes, donde intentaba abrirse paso una jaqueca. Cuando los abrió y volvió a contemplar el cuadro, lo vio como lo había visto la primera vez, no como un conjunto de elementos independientes, el templo, las estatuas caídas, la túnica roja violácea, la mano izquierda levantada, sino como una unidad integral, algo que la había llamado con voz propia.

Había más cosas que ver ahora. Estaba casi segura de que aquella impresión no era una alucinación, sino un hecho. El cuadro no había crecido precisamente, pero veía más cosas a ambos lados…, y también en la parte superior e inferior. Era como si el encargado de un proyector de cine acabara de darse cuenta de que estaba utilizando los objetivos equivocados y los hubiera cambiado, convirtiendo la proyección de treinta y cinco milímetros en un Cinerama 70 de pantalla ancha. Ahora no sólo veías a Clint, sino también a los vaqueros que lo flanqueaban a ambos lados.

Estás loca, Rosie. Los cuadros no crecen.

¿No? Entonces, ¿cómo explicar la presencia del segundo dios? Estaba segura de que siempre había estado allí, y ahora lo veía porque…

—Porque el lado derecho del cuadro ha crecido —murmuró.

Tenía los ojos abiertos de par en par, aunque habría costado determinar si mostraban una expresión trastornada o maravillada.

—Y también el izquierdo, y el de arriba, y el de…

A sus espaldas oyó unos golpecitos en la puerta, tan rápidos y ligeros que casi parecían superponerse. Rosie giró en redondo con la sensación de que se movía a cámara lenta o bajo el agua.

No había cerrado la puerta con llave.

Más golpes. Recordó el coche que había visto detenerse junto al bordillo, un coche pequeño, la clase de coche que un hombre que viajara solo alquilaría en Hertz o Avis, y todos los pensamientos acerca del cuadro quedaron sepultados por una sola idea envuelta en un manto de resignación y desesperación: Norman la había encontrado pese a todo. Había tardado un tiempo, pero de algún modo lo había conseguido.

Recordó una parte de la última conversación que había sostenido con Anna; Anna le había preguntado qué haría si aparecía Norman. Cerrar la puerta con llave y llamar a la policía, había contestado, pero había olvidado cerrar la puerta con llave y no tenía teléfono. Eso constituía la ironía más espeluznante, pues había una caja de conexión en una esquina del cuarto de estar, y la caja funcionaba; había ido a la compañía telefónica a la hora de comer para dejar una paga y señal. La mujer que la había atendido le había anotado su nuevo número de teléfono en una tarjetita blanca; Rosie se la había guardado en el bolso y se había marchado. Había pasado junto a los expositores de teléfonos sin comprar ninguno, pensando que podría ahorrarse al menos diez dólares si lo compraba en el centro comercial de Lakeview. Y ahora, sólo por haber querido ahorrarse diez miserables dólares…

Silencio al otro lado de la puerta, pero cuando bajó la vista hacia la ranura que la separaba del suelo, vio la forma de sus zapatos. Llevaría zapatos negros y relucientes. Ya no llevaba uniforme, pero seguía llevando aquellos zapatos negros. Eran zapatos duros; Rosie podía dar fe de ello, pues había lucido sus marcas en las piernas, el vientre y las nalgas muchas veces a lo largo de los años que había pasado con él.

Volvieron a sonar golpes en la puerta, tres series rápidas de tres: rapraprap, pausa, rapraprap, pausa, rapraprap.

Una vez más, al igual que durante el terrible pánico que la había dominado aquella mañana en la cabina de grabación, la mente de Rosie voló hacia la mujer del cuadro, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, esperando sin miedo la tormenta inminente, sin miedo de que las ruinas derruidas a sus pies pudieran estar plagadas de fantasmas, duendes o tal vez una banda de malhechores, sin miedo a nada. Se advertía por la postura de su espalda, por el modo indolente en que levantaba las manos, incluso (Rosie lo creía realmente) por la forma de aquel pecho apenas entrevisto.

Yo no soy ella, yo sí tengo miedo, tengo tanto miedo que estoy a punto de hacerme pis encima, pero no voy a dejar que te me lleves sin más, Norman. Juro por Dios que no lo haré.

Por un instante intentó recordar la llave que Gert Kinshaw le había enseñado, aquella en la que una asía los antebrazos de su adversaria cuando la atacaba y luego empujaba a un lado. De nada le sirvió, pues cada vez que intentaba visualizar el movimiento crucial, lo único que veía era a Norman abalanzándose sobre ella, con los labios separados, dejando al descubierto los dientes en lo que ella denominaba su sonrisa mordedora, queriendo hablar con ella de cerca.

Muy de cerca.

La bolsa de comestibles seguía sobre el mostrador de la cocina, y las octavillas amarillas del picnic yacían junto a ella. Había sacado los alimentos frescos para guardarlos en la nevera, pero en la bolsa todavía quedaban algunas conservas que había comprado. Se dirigió hacia el mostrador con las piernas completamente insensibles, y por fin alcanzó la bolsa.

Otros tres golpes en rápida sucesión: rapraprap.

—Ya voy —exclamó.

Su voz se le antojó asombrosamente tranquila. Sacó de la bolsa el objeto más grande, una lata de macedonia de un kilo. Cerró la mano en torno a ella como pudo y se acercó a la puerta con la misma insensibilidad en las piernas.

—Ya voy, un momento.