30

Tal como había prometido, Robbie Lefferts estaba allí cuando Rosie siguió a la preciosa pelirroja de largas piernas de modelo hasta el Estudio C de Tape Engine el lunes por la mañana, y se mostró tan amable con ella como lo había sido en aquella esquina al convencerla para que leyera en voz alta un pasaje de uno de los libros de bolsillo que había comprado. Rhoda Simons, la cuarentona que sería su directora, también la trató con amabilidad, pero… ¡directora! Era una palabra extraña si se pronunciaba en relación con Rosie McClendon, a quien ni siquiera habían dado una oportunidad en la obra del último curso de instituto. Curtis Hamilton, el ingeniero de grabación, también era simpático, pero al principio estaba tan ocupado con sus controles que no hizo más que estrecharle la mano con aire ausente. Rosie tomó un café con Robbie y la señora Simons antes de izar velas, como lo expresó Robbie, e incluso fue capaz de sostener la taza sin derramar una sola gota. Sin embargo, cuando traspuso la puerta de doble hoja que conducía a la cabina de grabación de paredes acristaladas, la dominó tal pánico que estuvo a punto de dejar caer el fajo de fotocopias que Rhoda llamaba las «páginas». Era una sensación muy parecida a la que había experimentado al ver el coche rojo acercarse por Westmoreland Street y creer que era el Sentra de Norman.

Percibió que los demás la miraban con fijeza desde el otro lado del vidrio (incluso el joven y serio Curtis Hamilton la miraba), y sus rostros se le antojaron distorsionados y borrosos, como si los estuviera viendo a través de agua en lugar de aire. Así es como los peces de colores ven a las personas que se inclinan para verlos a través del cristal de la pecera, pensó, y casi al mismo tiempo: No puedo hacerlo. ¿Cómo he podido pensar que podría?

Oyó un fuerte chasquido que la hizo dar un respingo.

—¿Señora McClendon? —Era la voz del ingeniero de sonido—. ¿Le importaría sentarse delante del micro para que pueda ajustar los niveles?

Rosie no sabía si podía. No estaba siquiera segura de poder moverse. Le parecía haber echado raíces mientras miraba al otro lado de la cabina, donde la cabeza del micro la apuntaba como si de la cabeza de una serpiente futurista y peligrosa se tratara. Aunque lograra cruzar la habitación, de sus labios no brotaría ni un sonido, ni siquiera un solo chirrido seco.

En aquel momento, Rosie presenció el desmoronamiento de todo lo que había construido, lo visualizó con la espeluznante velocidad de un cortometraje de los años veinte. Se vio a sí misma desahuciada de la pequeña y agradable habitación en la que sólo llevaba cuatro días cuando se le acabara el dinero, se vio a sí misma desdeñada por todas las residentes de Hijas y Hermanas, incluso la propia Anna.

No pretenderás que te consiga otra vez tu antiguo empleo, ¿verdad, Rosie?, oyó decir a Anna. Siempre hay chicas nuevas en H y H, como sabes, y ellas son mi prioridad. ¿Por qué has sido tan estúpida, Rosie? ¿Qué te hizo pensar que podías convertirte en artista, aun cuando fuera a un nivel tan humilde? Se vio a sí misma rechazada en los empleos de camarera en las cafeterías del centro, no por su aspecto, sino por el olor que despedía, el olor a derrota, vergüenza y expectativas incumplidas.

—¿Rosie? —la llamó Rob Lefferts—. ¿Te importaría sentarte para que Curt pueda ajustar los niveles?

Rob no lo sabía, ninguno de los hombres lo sabía, pero Rhoda Simons sí… o al menos lo sospechaba. Había cogido el lápiz que tenía enganchado en el cabello y garabateaba con él sobre una carpeta que tenía frente a ella. Sin embargo, no miraba sus garabatos, sino que la estaba mirando a ella con el ceño fruncido.

De repente, como una mujer a punto de ahogarse y desesperada por aferrarse a cualquier desecho flotante que pudiera sostenerla un poco más, Rosie pensó en el cuadro. Lo había colgado exactamente donde Anna había sugerido, junto a la ventana del cuarto de estar; incluso había encontrado un gancho allí, dejado por el inquilino anterior. Era el lugar idóneo, sobre todo al atardecer; podía mirar un rato por la ventana, contemplar el sol que se ponía sobre el verdor de los árboles del parque Bryant, luego volverse hacia el cuadro y más tarde de nuevo hacia el parque. Las dos cosas parecían hechas la una para la otra, la ventana y el cuadro, el cuadro y la ventana. Rosie no sabía por qué, pero así era. Sin embargo, si perdía la habitación tendría que descolgar el cuadro…

No, tiene que quedarse allí, pensó. ¡Tiene que quedarse allí!

Aquella idea le permitió al menos moverse. Cruzó la habitación despacio en dirección a la mesa, dejó sobre ella las páginas, que eran fotocopias ampliadas de una novela de bolsillo publicada en 1951, y se sentó… o más bien se dejó caer, como si alguien le hubiera tirado de las rodillas.

Puedes hacerlo, Rosie, le aseguró aquella voz profunda, si bien su confianza sonaba falsa. Lo hiciste en aquella esquina delante de la casa de empeños y puedes volver a hacerlo aquí.

No la extrañó demasiado comprobar que le faltaba convicción. Lo que sí la extrañó fue la idea que siguió. La mujer del cuadro no tendría miedo, la mujer de la túnica roja violácea no estaría asustada en lo más mínimo.

Por supuesto, se trataba de una idea ridícula. Si la mujer del cuadro fuera real, habría existido en un mundo antiguo en el que los cometas se consideraban heraldos de catástrofes, los dioses retozaban en las cimas de las montañas y la mayoría de la gente vivía y moría sin haber siquiera visto un libro. Si una mujer de aquella época fuera transportada a una sala como aquella, una sala de paredes acristaladas, luces frías y la cabeza de una serpiente de acero sobresaliendo de la única mesa, saldría corriendo a grito pelado o bien perdería el conocimiento.

Sin embargo, Rosie tenía la sensación de que la mujer rubia no había perdido el conocimiento en su vida, de que haría falta mucho más que un estudio de grabación para hacerla gritar.

Estás pensando en ella como si fuera real, se regañó.

—¿Rosie? —Era la voz de Rhoda Simons que le llegaba por los altavoces—. ¿Estás bien?

—Sí —repuso, aliviada al comprobar que su voz, aunque algo quebrada, seguía allí—. Tengo sed, nada más. Y estoy muerta de miedo.

—Debajo de la parte izquierda de la mesa hay una nevera llena de agua mineral y zumos —dijo Rhoda—. En cuanto a lo de tener miedo, es lo más normal del mundo. Ya se te pasará.

—Sigue hablando, Rosie —pidió Curtis, que llevaba auriculares y manipulaba una hilera de botones.

El pánico empezaba a remitir gracias a la mujer del vestido rojo violáceo. Como sedante funcionaba incluso mejor que quince minutos en la Silla del Osito.

No, no es ella, eres tú, la corrigió la voz profunda. Lo has superado, guapa, al menos de momento, pero lo has hecho solita. ¿Querrías hacerme un favor, vayan como vayan las cosas? Intenta recordar quién es realmente Rosie y quién es Rosie Real.

—Habla de cualquier cosa —le estaba diciendo Curtis—. Lo que sea. Cualquier cosa que te apetezca.

Por un instante se sintió completamente perdida. Fijó la mirada en las páginas que yacían ante ella. La primera era la reproducción de la portada. Mostraba a una mujer parcamente vestida a la que un hombre enorme y sin afeitar amenazaba con un cuchillo. El hombre lucía bigote, y una idea casi demasiado fugaz como para resultar reconocible (quieres hacerlo quieres hacer el perro) rozó su mente consciente como una ráfaga de aire podrido.

—Voy a leer un libro titulado The Manta Ray («El pez manta») —empezó Rosie en lo que esperaba fuera su voz normal—. Fue publicado en 1951 por Lion Books, una pequeña editorial de libros de bolsillo. Si bien en la portada dice que el autor se llama… ¿Vale ya?

—Ya tengo el sonido del magnetófono de bobinas —repuso Curtis, dándose impulso de un lado a otro de la mesa con la silla provista de ruedas—. Habla un poco más para que ajuste el DAT. Pero suena bien.

—Sí, estupendo —intervino Rhoda, y Rosie no creía que el alivio que percibió en la voz de la directora fuera fruto de su imaginación.

Un poco más animada, Rosie se acercó al micrófono.

—En la portada dice que el autor del libro es Richard Racine, pero el señor Lefferts, Rob, dice que en realidad fue escrito por una mujer llamada Christina Bell. Forma parte de una serie de libros en audio llamada «Mujeres camufladas», y he obtenido este empleo porque la mujer que tenía que leer el libro ha conseguido un papel en una…

—Ya lo tengo —la atajó Curtis Hamilton.

—Dios mío, suena como Liz Taylor en Una mujer marcada —exclamó Rhoda Simons aplaudiendo.

Robbie asintió. Sonreía con aire complacido.

—Rhoda te ayudará, pero si lees como leíste Pasadizo oscuro delante de Ciudad Libertad, estaremos todo encantados.

Rosie se inclinó hacia delante, estuvo a punto de golpearse la cabeza con el canto de la mesa y sacó una botella de agua mineral de la nevera. Al desenroscar el tapón se dio cuenta de que le temblaban las manos.

—Haré lo que pueda, eso lo prometo.

—Ya lo sé —aseguró Rob.

—Piensa en la mujer de la colina, se dijo Rosie. Piensa en ella allí de pie, sin miedo a nada de lo que pueda venir de su mundo o del tuyo. No tiene ni una sola arma, pero no tiene miedo… No te hace falta verle la cara para saberlo, se nota en la postura de su espalda. Está… preparada para cualquier cosa —murmuró con una sonrisa.

Robbie se inclinó hacia delante al otro lado del vidrio.

—¿Cómo dices? Note he oído.

—Digo que estoy preparada —indicó Rosie.

—Los niveles están ajustados —señaló Curtis a Rhoda, que acababa de dejar su propia copia del libro junto a su carpeta—. Preparado cuando tú digas, profesora.

—Muy bien, Rosie, vamos a enseñarle cómo se hace —dijo Rhoda—. Esto es El pez manta, de Christina Bell. El cliente es Audio Concepts, la directora es Rhoda Simons y la lectora es Rosie McClendon. Cinta en marcha. Cuenta uno cuando te dé la señal y… señal.

Dios mío, no puedo, pensó Rosie una vez más, y entonces concentró su mente en una única y poderosa imagen: el brazalete de oro que la mujer del cuadro llevaba en el brazo derecho. Y la nueva oleada de pánico que la había acometido empezó a remitir.

—Capítulo Uno. Nella no se dio cuenta de que la seguía el hombre del raído abrigo gris hasta que estuvo entre dos farolas y un callejón salpicado de cubos de basura se abrió a su izquierda como las mandíbulas de un anciano muerto con comida entre los dientes. Por entonces ya era demasiado tarde. Oyó el sonido de unos zapatos con puntera de acero que se acercaban por detrás, y una mano grande y mugrienta surgió de la oscuridad…